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Con la espada de Lucavion aún goteando la sangre del matón caído, Valeria finalmente se tomó un momento para mirar alrededor, y lo que vio le revolvió el estómago.
Los cuerpos yacían esparcidos por la posada, con extremidades desparramadas y armas aferradas en manos sin vida, sus rostros congelados en expresiones de furia, miedo o sorpresa. La sangre se acumulaba a su alrededor en la oscuridad, formando manchas que se extendían, pintando el suelo de madera en tonos rojos profundos. La posada, antes bulliciosa, había caído en un silencio inquietante, roto solo por el tenue olor metálico de la sangre que llenaba el aire.