La mañana siguiente amaneció despejada, con la luz del sol atravesando los grandes ventanales arqueados del comedor del Marqués Ventor. La habitación, con sus muebles de caoba pulida y su decoración sobria pero elegante, hablaba de riqueza discreta. El aire llevaba el tenue aroma a pan recién horneado, miel y hierbas asadas —un aroma acogedor que ocultaba la tensión subyacente entre los invitados.
Llegué para encontrar a Valeria ya sentada, su postura tan recta como siempre, un modelo de disciplina Olarion. Frente a ella, el Marqués Ventor se sentaba con la desenvoltura sin esfuerzo de un hombre acostumbrado al poder, su abrigo a medida inmaculado como siempre. Y a su lado estaba su esposa, Nadoka. Era una visión de gracia, su expresión serena revelando poco, aunque sus ojos agudos no se perdían nada.
—Ah, Lucavion —me saludó el Marqués cuando entré, su tono cálido pero medido—. Empezaba a pensar que te habías quedado dormido.