Pérdida

La cámara estaba vacía ahora.

Pero la rabia permanecía.

El Duque Thaddeus permaneció inmóvil, de espaldas a la puerta por la que Madeleina había desaparecido. Su pecho subía y bajaba en respiraciones irregulares y medidas. Sus dedos temblaban a los costados, sus nudillos tensos, blancos por la presión.

Había querido matarla.

En ese momento, cuando su palma se había detenido a escasos centímetros de su rostro, cuando su mana había agrietado el aire mismo a su alrededor—había querido pulverizarla, reducirla a nada, aplastarla bajo el peso de su dolor.

Pero no lo había hecho.

Porque conocía a Madeleina.

Conocía a su padre—el hombre que una vez había servido a esta casa con lealtad inquebrantable, que se había entrenado bajo su propio padre. La sangre de ese mismo hombre corría por sus venas. Ella había sido criada como una sombra del deber, forjada en la lealtad, templada por la responsabilidad.

No era una traidora.

Había fallado, sí. Había perdido a Aeliana.