El cielo se teñía de un tono púrpura enfermizo cuando Kael emergió del portal. El aire olía a hierro y a polvo antiguo, como si el tiempo mismo se hubiera detenido en esa región desolada. El zumbido residual del transporte dimensional se disipó rápidamente, tragado por el inmenso silencio que cubría el lugar.
Mongolia.
No la Mongolia que recordaba de su vida pasada como Víctor.
En su anterior existencia, aquel terreno era seco pero lleno de rutas de cazadores, campamentos tribales, e incluso zonas de comercio ilegal. Ahora… era otra cosa. Silenciosa. Rota. Cubierta por restos de estructuras deformadas por la magia. Como si el mundo hubiera respirado mal y exhalado una deformidad.
Kael se ajustó los guantes. El viento levantaba remolinos de arena negra, y cada grano parecía pulsar con energía corrupta.
Entonces, el libro —aquella reliquia vieja que había robado de los restos óseos junto a sus pistolas— comenzó a brillar. Se movió por sí solo dentro de su abrigo, como si respondiera al lugar. Cuando lo sacó, una página que antes estaba en blanco comenzó a mostrar un mapa, dibujado en líneas de luz azul.
Un punto resaltaba, más al norte.
La Piedra de Ruval.
Kael bajó el libro. Dio un paso… y una explosión mágica cayó a solo unos metros de él, levantando una columna de fuego.
No fue difícil esquivarla. Había sentido la presión mágica antes del impacto. Saltó hacia un costado con precisión milimétrica, rodó por la arena y se puso de pie con ambas pistolas apuntando al origen del ataque.
Desde una duna al este, una figura femenina lo observaba con desdén. Llevaba una túnica de entrenamiento ligera, decorada con motivos dorados. El fuego danzaba en sus palmas como si lo moldeara a voluntad. Su cabello, de un castaño rojizo, se movía con el viento abrasador. Su tono era arrogante, casi condescendiente.
—No sé quién eres, forastero —dijo con voz clara—, pero este lugar no es para turistas. Es mi terreno de entrenamiento. Y no tolero intrusos.
Kael no respondió de inmediato. Analizó su postura, el flujo de maná, la manera en que sus ojos se movían. No era solo una noble… era alguien entrenada.
—El portal me trajo aquí —respondió finalmente, sin bajar sus armas—. No vine por ti ni por tu terreno. Solo paso.
La chica frunció el ceño. Otro círculo mágico se abrió en el aire, acumulando fuego más denso.
—¿Y qué casualidad que el portal prohibido deje caer a un no-mago justo en la zona de entrenamiento de una noble de Mongolia? —Soltó una risa corta y seca—. O eres un espía… o un suicida.
La siguiente bola de fuego fue más rápida. Pero Nocturne habló antes. Un disparo sordo, revestido en energía espiritual, chocó contra el hechizo en el aire, haciéndolo explotar antes de que se formara por completo. El retroceso empujó apenas a Kael, quien ya estaba en movimiento.
Rodeó la duna, esquivando otra ráfaga, y saltó desde un ángulo ciego, encañonándola.
Ella se sorprendió un segundo. No porque la apuntara, sino por cómo se había acercado sin dejar rastro espiritual.
—Tienes habilidad… para alguien sin magia.
—No la necesito.
Un silencio tenso. Luego, bajó las manos y dispersó el fuego.
—Mi nombre es Saira Batu —declaró, sin bajar la guardia—. Quinta hija de la Casa Batu, protectores del Desierto de los Ocho Corazones.
Kael bajó el arma. Solo un poco.
—Kael. Solo eso.
Saira lo observó unos segundos, evaluándolo.
—Eres raro, Kael. Y en este desierto, lo raro sobrevive… o muere rápido.
Volvió la vista al horizonte. Kael también. El punto del mapa brillaba con más intensidad.
La cuarta piedra lo esperaba.
Pero ahora sabía que este nuevo terreno no solo lo pondría a prueba… también tenía guardianes. Y esta vez, no todos serían monstruos.
Algunos… serían humanos.