Capítulo 11 : Voces entre la Arena

El calor comenzaba a calar hasta los huesos, pero Kael se mantenía imperturbable. El mapa en su libro seguía indicando un punto fijo, y aunque la ubicación era clara, el cómo llegar no lo era tanto. Frente a él, extendiéndose como una bestia dormida, un río de agua estancada cruzaba el paisaje corrompido. Negro como la obsidiana, y tan ancho que cruzarlo sin una guía parecería suicidio.

Pisadas suaves lo alcanzaron desde atrás. No necesitaba mirar para saber que era ella.

—¿Por qué me sigues? —dijo sin girarse, con voz seca.

Saira sonrió, su tono lleno de una ligereza que contrastaba con el ambiente hostil.

—Supongo que eres interesante. No todos los días aparece un no mago con esas habilidades en el Desierto de los Ocho Corazones.

Kael no respondió. Se limitó a seguir caminando, analizando las rocas, el cauce del río, la presión espiritual que emanaba desde lo profundo del agua.

Saira frunció el ceño.

—También es obvio que no conoces este lugar tanto como yo.

Kael se detuvo un segundo, apenas girando su rostro para mirarla de reojo.

—Haz lo que quieras.

—No me ignores, Kael. —Su tono se tensó, con una mezcla de orgullo herido y genuina molestia.

Kael solo encogió los hombros.

—Mientras no interfieras.

Volvió la vista al libro. El mapa brillaba más intensamente cerca del río. El punto exacto estaba justo debajo de su cauce, lo que complicaba las cosas.

—¡Vaya! —exclamó Saira, asomándose por encima de su hombro.— Así que tienes un mapa. Te preparaste bien.

Kael cerró el libro.

—Así son las cosas.

Un silencio breve los envolvió. Luego ella soltó una risa suave.

—Debes tener hambre. ¿Por qué no vienes a mi casa? Está cerca de aquí. Una cabaña, nada lujoso... pero podrás reponer fuerzas.

Kael se lo pensó por un instante. Evaluó los alrededores, el nivel de maná, los posibles emboscadores. No captaba ninguna intención hostil en ella.

—Supongo que podré reponer fuerzas.

Asintió en silencio.

Ambos comenzaron a caminar en dirección contraria al río, cruzando dunas y fragmentos de estructuras olvidadas, hasta que en la lejanía una pequeña cabaña de piedra se alzó entre formaciones rocosas. Había amuletos colgados, runas protectoras grabadas en el umbral y un brasero encendido que mantenía el interior cálido.

Desde lo alto de una colina cercana, una sombra los observaba.

No hablaba. No se movía. Solo observaba.

Kael, sin saberlo, ya había sido marcado por el desierto corrupto. Y no todos los ojos en Mongolia eran humanos.