La noche había caído por completo cuando Kael y Saira llegaron a la cabaña. El lugar se alzaba entre árboles retorcidos por la magia del desierto, aunque protegidos por una barrera de clima templado. Era una estructura antigua, de madera reforzada con runas brillantes apenas perceptibles, como si la cabaña misma respirara.
Kael entró primero, guiado por el gesto de Saira. Sus ojos grises se movieron lentamente por el interior, analizando cada rincón con la misma atención que si inspeccionara un campo de batalla. Lo primero que notó fueron las paredes: estaban cubiertas con fotografías antiguas, dibujos a mano, retratos en tinta mágica. Una figura sonriente aparecía en varios de ellos, un hombre de aspecto orgulloso junto a una familia de cabello oscuro.
—Veo que te interesaron las fotos —dijo Saira, sin siquiera mirarlo, mientras dejaba su capa sobre un perchero mágico que flotó por un momento antes de acomodarse solo.
Kael mantuvo sus manos dentro de los bolsillos de su chaqueta táctica.
—¿Ellos son tu familia?
Saira asintió con nostalgia.
—Mi abuelo construyó esta cabaña. Solía usarla como refugio cuando entrenaba a los jóvenes de la región. Él decía que el verdadero poder no se medía en el palacio, sino aquí... donde nadie te ve fallar.
Kael observó un retrato en particular: una niña pequeña, de cabello revuelto, en los hombros de un hombre vestido con un uniforme ceremonial.
—¿Y por qué una noble está tan lejos de su palacio? —preguntó finalmente.
Saira se giró para mirarlo directamente. Su expresión había cambiado. Había algo más serio en sus ojos castaños, una sombra que no había mostrado antes.
—No me gusta la clase. Las fiestas vacías, los bailes pactados, las sonrisas falsas. Aquí puedo ser útil. Aquí puedo ser yo misma.
Kael no respondió. No por desinterés, sino porque entendía demasiado bien lo que implicaba vivir bajo una etiqueta impuesta. Decidió no insistir más. En su mundo, el silencio a veces decía más que las palabras.
Saira caminó hacia una pequeña cocina en la esquina y abrió un compartimento brillante, emitiendo un leve zumbido mágico. Sacó de allí varios recipientes herméticos con comida humeante aún dentro, como si acabaran de cocinarse.
—¿Qué es eso? —preguntó Kael, frunciendo el ceño.
Ella giró hacia él con una sonrisa burlona, casi incrédula.
—¿Estás hablando en serio? ¿No sabes qué es un refrigerador temporal?
Kael negó lentamente con la cabeza. Saira soltó una carcajada.
—Estás loco… ¿En serio no sabes? Fue una de las primeras invenciones del siglo moderno. Conserva la temperatura de los alimentos durante semanas gracias a una runa de preservación vinculada al ciclo lunar. ¡Hasta en los barrios bajos tienen uno! ¿Acaso vives en una cueva?
Kael desvió la mirada con un gruñido apenas audible, rodando los ojos.
—Algo así.
Saira seguía riendo mientras colocaba los platos en una mesa flotante que se extendió desde una de las paredes como si hubiera estado esperando la orden.
—No te preocupes, cavernícola. Comerás bien esta noche. Es estofado de raíz mágica con pan de centella. Mi especialidad —dijo con orgullo.
Kael se sentó frente a ella, aún sin quitarse la chaqueta ni los guantes. Olió la comida con cautela. El aroma era potente, especiado, con un dejo dulce al final. Dio una cucharada. Silencio. Luego otra.
—¿Está… pasable? —preguntó Saira con un toque de sarcasmo.
—No está mal —dijo Kael finalmente, lo cual en él equivalía a una ovación.
Comieron en silencio durante un rato. El fuego encantado en la chimenea crepitaba sin emitir humo, y en el aire flotaba una sensación de pausa, como si la cabaña estuviera suspendida en un mundo entre mundos.
Saira fue la primera en hablar de nuevo.
—Mañana deberíamos movernos antes del amanecer. Las criaturas de la arena se vuelven más activas cuando el calor cede. Si de verdad quieres llegar al río, lo mejor es que no lo hagas solo.
Kael bajó la mirada al mapa que había dejado sobre la mesa. El punto señalado estaba justo en medio de una cuenca oculta por años, probablemente sumergida. La piedra estaba allí. Lo sabía.
Desde una colina cercana, entre la maleza encantada que bordeaba la cabaña, unos ojos brillaban en la oscuridad. Una figura encapuchada los observaba desde la distancia, en completo silencio.
La noche, sin embargo, aún no había mostrado todo lo que escondía.