Parte I: Reencuentro bajo el Amanecer
El cielo aún estaba teñido de rojo por la explosión. Las cenizas flotaban como copos de nieve maldita.
Kael emergió entre los escombros. Su abrigo hecho trizas, su rostro cubierto de cortes, pero su mirada… más afilada que nunca.
Saira corrió hacia él, empujando a un orco adolescente que intentaba ayudar.
—¡Kael! ¡Estás vivo! —gritó ella, con lágrimas que no sabía que tenía.
Kael solo sonrió, débilmente.
—¿Dudabas?
—¡Eres un idiota! —le gritó, golpeándole el pecho con los puños antes de abrazarlo con fuerza—. ¡Pude haberte perdido!
Kael murmuró contra su cabello.
—No tan fácil.
Detrás de ellos, los esclavos liberados miraban en silencio. Algunos caían de rodillas. Otros lloraban sin emitir sonido. No entendían quiénes eran esos dos, pero sí sabían una cosa: por ellos, eran libres.
Kergel se acercó, cojeando, con su brazo en cabestrillo.
—Bonita explosión, chico. ¿Y ahora qué? ¿Crees que esto quedará impune?
Kael lo miró con ojos grises, firmes.
—No.
Parte II: Sacudida Global
Horas después, las primeras ondas de choque llegaron a los núcleos mágicos del mundo.
En un edificio flotante sobre el distrito de Kioto, un anciano con túnicas doradas dejó caer su taza de té.
—¿Qué dijiste?
—El Mercado Azul… ha caído, maestro —dijo su asistente, con voz temblorosa—. Muertos confirmados: representantes del Clan Miragen, dos miembros del Senado mágico de Francia, el coleccionista del Gremio de Transmutadores, y el Conde Ferenz de Sangre Pura.
En la pantalla flotante, imágenes de la explosión mostraban un cráter ardiendo en medio del desierto mongol.
En el norte de Rusia, la líder de los cazadores de niebla acariciaba su báculo.
—¿Un solo sujeto hizo eso…? ¿Con armas no mágicas?
En una sala subterránea, el Consejo Oscuro de los Nobles Mágicos discutía agitados.
—¡Esto es una declaración de guerra! —bramó uno.
—¡Callen! —interrumpió una mujer encapuchada—. Aún no sabemos quién fue. Hay reportes contradictorios.
—No es contradictorio —habló un hombre con media cara cubierta por vendas—. Hay un nombre en común entre los testigos…
Kael.
Saira cuidaba de los liberados en una cabaña escondida a kilómetros del lugar. Sanaba con su magia, calmaba niños, organizaba raciones.
Kael estaba afuera, en lo alto de una colina. Observaba el cielo gris y la nube de ceniza aún flotando a lo lejos.
Kergel se acercó.
—Ya todos saben que lo hiciste. Tienen tu nombre, tu cara… Van a venir por ti.
—Lo sé —respondió Kael.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
Kael se giró lentamente, cargando sus pistolas.
—Lo mismo que siempre:
Seguir destruyendo todo lo que está podrido.
En una catedral abandonada al otro lado del mundo, una figura femenina observaba el fuego en una bola de cristal.
—Así que aún estás vivo, Víctor… o como sea que te llames ahora.
Su rostro envejecido, cubierto con vendas mágicas, sonrió.
—Nos veremos pronto.