El viento del amanecer soplaba con un olor metálico, mezcla de sangre antigua, arena y cenizas.
Kael se sentó en el marco roto de una puerta, observando cómo los antiguos esclavos dormían apretujados en colchones improvisados. Algunos gemían en sueños. Otros ni siquiera se movían.
Saira regresó, cubriéndose los brazos con su capa. Había estado revisando los sellos mágicos marcados en las pieles de los liberados.
—Están… pegados al alma —susurró, sentándose a su lado—. No es solo magia. Es corrupción pura. De la peor clase. Si los forzamos a romperse, podrían perder partes de su conciencia. O morir.
Kael apretó los puños.
—¿Y no hay forma de romperlos sin que mueran?
—No lo sé… Tendría que haber sido un conjuro de alto nivel. O un ritual prohibido.
El silencio se hizo espeso.
Kael se puso de pie y buscó a Kergel, que en ese momento limpiaba su chaqueta con una piedra lisa, como si fuera lo más importante del mundo.
—Necesito respuestas —dijo Kael, sin rodeos—. ¿Hay alguna forma de quitarles los sellos a los esclavos sin matarlos?
Kergel levantó la vista, arqueando una ceja.
—Tú sí que no sabes descansar, ¿verdad?
—Responde.
—Hay una manera, sí. Pero es un suicidio —bufó—. Solo el sacerdote que colocó los sellos puede deshacerlos sin dañar el alma. Y ese sujeto ya no existe. Fue ejecutado por traición hace diez años.
Kael frunció el ceño.
—Entonces encuentra otra forma.
Kergel suspiró, cansado.
—A ver… hay rumores. Se dice que una Piedra Rúnica, la Ruval, puede convertir el dolor físico en energía espiritual pura. Esa energía puede usarse para purgar maldiciones o transferencias forzadas de maná… como un sello.
—Entonces eso es lo que necesito.
Kergel se cruzó de brazos.
—¿Y sabes dónde está? Porque yo no. Nadie lo sabe con certeza. Algunos dicen que se encuentra en el corazón del Desierto Corrupto… otros que se mueve, que cambia de lugar. ¿Planeas caminar a ciegas hasta encontrarla?
Kael sonrió.
—Eso nunca me ha detenido antes.
Horas más tarde, reunidos en la sala común, Kael trazó el mapa sobre una vieja mesa astillada. Saira, Kergel y dos de los ex-esclavos más conscientes estaban con él.
—He reunido información de las últimas ubicaciones donde se perdieron expediciones mágicas —explicó Kael—. Todas apuntan a un punto común: el cráter negro de Tuvarak, en el centro del Desierto Corrupto. Si la Piedra está en movimiento, es probable que regrese a su nido original. Las piedras siempre buscan donde fueron forjadas.
Uno de los hombres liberados —un elfo viejo de rostro surcado por cicatrices— habló con voz grave:
—Tendrás que cruzar la zona de tormentas de maná. Las criaturas allí son ciegas… pero sienten el miedo. Y los sellos que llevamos nos hacen… brillar. Es como si nos marcaran como presas.
Saira levantó la mirada.
—Entonces tendré que quedarme. No puedo arriesgar a los liberados otra vez. Puedo protegerlos mientras tú vas.
Kael asintió con respeto. Luego se volvió hacia Kergel.
—¿Y tú?
—Tú no confías en mí.
—No. Pero eres útil.
Kergel se encogió de hombros.
—Entonces supongo que vamos juntos al infierno.
Kael recogió sus armas, ajustó los guantes y la bufanda alrededor del cuello. Su mirada era fuego silencioso.
—Salimos en tres horas.
Esa noche, Kael no durmió. Se sentó al borde de una colina, observando la llanura bajo el cielo estrellado. Saira lo alcanzó, en silencio, y se sentó a su lado.
—Tú... estás cambiando —dijo ella, sin mirarlo.
—¿Para bien o para mal?
—No lo sé aún. Pero ya no estás solo.
Kael cerró los ojos. En sus pensamientos, los ecos de su antigua vida volvían con más fuerza que nunca. El desierto… la sangre… y una figura lejana, de cabello blanco, caminando hacia él.
"Ruval… estoy más cerca de ti."