El aire del cráter ya no pesaba como antes.
El guardián había caído. Las ruinas ardían suavemente, como si el fuego espiritual de la criatura aún danzara en el ambiente. Kael se quedó en silencio unos segundos, sintiendo cómo la Piedra de Ruval se fusionaba con su cuerpo. El cristal rojo, ahora fundido en su pecho, latía con un pulso que no era físico… era más bien emocional.
Cada latido lo conectaba a su dolor.
A cada insulto.
A cada mirada vacía.
A cada día que caminó entre nobles como si fuera un fantasma.
Pero ahora… ese peso se había convertido en un núcleo brillante, un foco de poder que le recorría los huesos. Su sangre, antes fría, ahora ardía como brasas.
Cerró los ojos. Respiró profundo.
Y por primera vez, el vacío en su interior no le pesó… lo sostuvo.
Kael se giró hacia Kergel, que esperaba a varios metros del altar, con el rostro pálido y la mano cerca de su arma, por si las dudas.
—Regresamos —dijo Kael, con voz firme—. Tengo trabajo que hacer allá.
—¿Seguro? —respondió Kergel, observando su mirada—. Luces… diferente.
Kael no respondió. Caminó en silencio, como si sus pasos ya no dejaran sombra.
Horas más tarde, de vuelta al refugio entre montañas, Saira lo esperaba junto a la entrada de una vieja capilla abandonada, donde se refugiaban los esclavos liberados del Mercado Azul. Al verlo acercarse, algo en su expresión cambió.
—Kael… —dijo, con voz suave—. Luces diferente.
Él se detuvo frente a ella. Sus ojos grises ya no eran gélidos. Eran profundos… como si llevaran siglos guardando algo que por fin emergía.
—¿Podrías ayudarme? —preguntó con una sonrisa tenue—. Quiero traer a todos. Vamos a liberarlos del sello.
Saira entreabrió los labios, sorprendida.
—¿Eso significa que…?
—Así es —asintió él—. Ya la obtuve. La Piedra de Ruval. El dolor es poder… y ahora, es la clave para romper sus cadenas.
A lo lejos, Kergel observaba en silencio, cruzado de brazos. Por primera vez… no decía nada.
Horas después.
Dentro de la capilla, más de cincuenta personas esperaban. Muchos aún con cadenas espirituales. Otros con marcas en la piel, mezcla de runas de esclavitud y magia negra. Kael caminaba entre ellos, uno por uno, colocando su mano sobre sus pechos, activando el nuevo poder.
Una tenue luz roja brotaba de sus dedos.
Un grito, una chispa… y luego, el sello se deshacía como ceniza.
Saira coordinaba con los más capaces, entregando comida, cobijas, y abriendo rutas hacia refugios seguros.
Kael seguía, sin descanso.
Uno.
Dos.
Diez.
Treinta.
Cada vez que liberaba a alguien, sentía el dolor de esa alma filtrarse en él. Breves memorias… gritos… desesperación. Pero no lo rechazaba.
Los abrazaba.
Eso era el poder de Ruval: aceptar el dolor ajeno y transformarlo en fuerza.
Ya había pasado la medianoche cuando terminó. Frente a él, una multitud lo miraba. Algunos temblaban. Otros lloraban. Algunos aún no sabían si debían confiar.
Kael alzó la voz:
—Cada uno de ustedes… es libre. El camino ahora es suyo. No esperen que alguien les diga a dónde ir. No me deben nada. Esta es su nueva libertad.
Silencio.
Luego, una mujer joven con un tatuaje roto en el cuello se arrodilló y susurró:
—Gracias…
Otros la siguieron. Algunos lo abrazaron. Uno le entregó un anillo de cobre. Una niña le dio una flor marchita.
Kael no respondió. Solo aceptó.
Kergel se acercó por fin.
—Tú… realmente hiciste todo esto. No creí que fueras del tipo que se… compromete con los demás.
—No lo hago por ellos —respondió Kael, mirando al cielo oscuro—. Lo hago porque yo también estuve encerrado. No con sellos mágicos… sino con cicatrices.
Desde la colina cercana, una silueta observaba todo con una capa negra ondeando al viento.
Sus ojos brillaban con un tono dorado, y una serpiente tatuada se deslizaba por su cuello.
—Así que tú eres el famoso Kael… el "Vacío sin magia" —murmuró—. Será divertido destruirte.