El sol se alzaba sobre los muros del Reino de Mongolia, iluminando con un resplandor suave el final de una historia intensa. Allí, en el salón principal del castillo, el Duque de Mongolia observaba a Kael con interés.
—Si ya no tienes asuntos que hacer aquí en el reino de Mongolia —declaró con voz firme—, puedes irte. Esta vez, mis guardias te escoltarán al portal de forma legal.
Kael asintió sin perder la calma.
—Gracias, su majestad.
El duque entonces volvió su mirada hacia su hija.
—En cuanto a ti, hija mía, tenemos que hablar. Tu deber es estar aquí como princesa. Este es tu país.
Saira bajó la cabeza, luchando contra las lágrimas.
—Yo… solo vine aquí porque crucé el portal. No vine a quedarme. Aún tengo asuntos por resolver en mi país.
Se detuvo un momento, alzando la voz.
—¡Pero no quiero que te vayas! ¡Es muy pronto!
Kael se acercó sin decir palabra, la miró a los ojos y con suavidad le acarició la cabeza.
—Eres la princesa. Tienes poder. Y eres fuerte. Ya sabrás qué hacer.
Hizo una pausa, y con una media sonrisa añadió:
—Nos veremos.
Un silencio se apoderó del lugar. Incluso el hermano de Saira, de pie a un costado, apretó los dientes con rabia contenida.
—Hazle caso al joven duque —dijo Kael, sin mirar atrás.
—¿Joven… duque? —murmuraban entre los presentes, sorprendidos.
Incluso el duque soltó una risa breve pero sincera.
Saira no respondió. Solo lo observaba mientras las lágrimas caían por sus mejillas.
Desde un balcón elevado, figuras sombrías que habían estado presentes desde la subasta observaban en silencio.
—Interesante… —susurró una voz encapuchada—. Ese chico… cada vez se vuelve más incómodo para los altos círculos.
Mientras tanto, en la Fortaleza del Clan Araragi, el caos estallaba con furia.
—¿¡Qué has dicho!? —gritó Cedric, arrojando un libro contra la pared—. ¡Ese perro fue encarcelado en Mongolia y liberado el mismo día! ¡No me mientan, maldición!
El consejero, sudando, intentó calmarlo.
—Los informes son correctos. El Duque de Mongolia lo liberó personalmente. Parece que… valoró sus acciones.
—¡Es como una maldita cucaracha! —vociferó Cedric, los ojos llenos de ira—. Llega la hora.
Se giró bruscamente hacia los soldados de élite a su derecha.
—¡Traigan al Escuadrón de Vorpek! ¡Convóquenme a los tres magos de nivel imperial! Es hora de movilizarse. ¡Rastréenlo! ¡Encuéntrenlo! ¡No quiero que vuelva a tener un solo día de paz!
—¡Enseguida, su majestad! —dijeron los presentes, casi con miedo.
El consejero, a un lado, musitó:
—Una sabia decisión, amo Cedric… muy sabia…
Horas después, a las afueras del castillo de Mongolia, Kael caminaba hacia el portal con paso firme. Cuatro guardias reales lo escoltaban. Su silueta era imponente, el tatuaje en su brazo destellaba débilmente mientras sus pistolas legendarias, ocultas en su ser, se mantenían selladas.
Desde lo alto de las murallas, Saira lo observaba. No lloraba esta vez, pero su corazón se sentía más pesado que nunca.
—Kael… —susurró—. Volverás, ¿verdad?
Kael se detuvo, justo al borde del portal. No miró atrás. Solo alzó una mano en despedida.
—Pronto.
Y desapareció entre destellos de energía mágica, cruzando el umbral.
Un día después, en una región montañosa, lejos de los ojos del gobierno, Kael se encontraba en un refugio oculto. Frente a él, un contacto neutral colocaba un mapa sobre la mesa.
—Este es tu próximo destino —dijo el hombre, señalando con el dedo—. El Museo Mágico Imperial de Kioto.
Kael observó en silencio.
—Ahí se encuentra la Piedra de Zarneth. Permite absorber y copiar hechizos ajenos… por un breve tiempo.
Kael asintió con seriedad.
—Eso podría darme una gran ventaja.
El contacto guardó silencio unos segundos.
—Pero debes saber algo, Kael… los rumores dicen que el Escuadrón de Vorpek ya se movilizó. Y no vienen solos.
En una colina distante, una figura encapuchada también observaba el mapa con una sonrisa helada.
—El tablero se amplía. Las piezas ya se mueven.