«Soñar el mismo lugar es quizás la forma más antigua de encontrarse.»
Liora llegó al árbol al final de su turno en el Archivo. El día había sido largo, agotador, pero una sonrisa persistente la acompañaba: la promesa de una nueva carta de Dante. Sin embargo, cuando se inclinó para buscar el diario entre las raíces, algo le heló el estómago.
La corteza del árbol estaba agrietada. Grietas finas como venas secas recorrían el tronco, y una de sus ramas, antes elevada con dignidad, yacía ahora en el suelo, rota en su base. El aire alrededor tenía un extraño olor a tierra húmeda y savia abierta. Como si el árbol hubiera sangrado en silencio.
Con el diario entre las manos, Liora se sentó sobre las raíces frías y ásperas. Lo abrió, y la letra de Dante apareció como un susurro esperándola. Leyó la entrada una y otra vez, los ojos deteniéndose en una frase particular.
—¿Un lunar rojo? —murmuró, pasando los dedos sobre la página—. ¿Y lo llama una marca?
Miró el árbol, sus ramas desnudas agitándose suavemente con el viento. En Aetheris, las marcas físicas no se ocultaban. Se celebraban. Eran mensajes del cristal que los creaba, señales de un destino singular.
—En mi mundo —dijo en voz baja, como si hablara con el árbol—, nacemos del corazón de un cristal. No tenemos padres, ni madres. Somos criados por la comunidad, asignados a una función según nuestras capacidades. Pero si nacemos con una marca, eso es considerado un don. El cristal no deja señales sin propósito.
Miró de nuevo las palabras de Dante, las que describían la mancha roja en su rostro.
—Tu lunar rojo, Dante… no es una marca que debas ocultar. Es un beso de fuego. Un signo de que estás destinado a cosas grandes.
Sacó su bolígrafo. Escribió con calma, con la certeza de quien quiere que cada palabra llegue como un abrazo a la otra orilla.
Dante,
Leí tu entrada. Y quiero decirte algo: en mi mundo, tu lunar rojo no sería una marca. Sería un beso de fuego. Un símbolo de que fuiste elegido por el cristal para algo importante.
Aquí en Aetheris, nacemos sin familia. El sistema nos cría, nos moldea. Las marcas visibles son raras, y cuando aparecen, son vistas como señales sagradas. Indican un vínculo especial con la energía del cristal, como si ese niño o niña llevara dentro un fuego que arderá más allá de lo común.
Tu beso de fuego no es algo que debas esconder. Es tu señal. Si vivieras aquí, sería un honor ser tu compañera.
Aquí, las parejas no se unen por deseo o tradición. Lo hacen cuando sus corazones laten con ritmos compatibles. No idénticos, sino armónicos. Y aunque no te conozco del todo, siento que nuestros corazones laten así… acompasados.
—Liora.
(P.D.: Como dijiste: el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Tal vez, juntos, podamos atravesarlo. Y en el proceso, abrazar el dolor como parte de lo que nos hace quienes somos.)
Al día siguiente, Dante regresó al parque con el pecho lleno de una urgencia inexplicable. Había soñado con ella. Había visto sus ojos —aunque no recordaba su color— y sentido su voz como si flotara en el aire.
Sacó el diario del hueco y lo abrió con manos temblorosas.
Leyó. Y al leer, sintió una oleada cálida subirle por el pecho.
—¿Un beso de fuego? —murmuró—. ¿Y sería un honor…?
Pasó los dedos sobre las letras de Liora como si pudiera tocarla a través de ellas. Luego, con el pulso agitado, escribió su respuesta:
Liora,
No sé qué decir. Tu mundo suena tan diferente al mío… y, sin embargo, tan hermoso. Un beso de fuego… nunca lo había pensado así.
Nunca lo había pensado así. Pero... gracias. Aunque suene a fantasía.
(P.D.: Si nuestros corazones laten de una manera compatible, tal vez podamos ayudarnos a sobrevivir. Y tal vez, en ese proceso, aprender a vernos como realmente somos.)
—Dante —repitió en voz baja, cerrando el diario.
Entonces la sintió. Primero como una intuición, una presencia. Luego, como un susurro de hojas que no provenía del viento.
Alzó la vista. Ella estaba allí.
—¿Liora? —preguntó, la voz quebrada.
Ella asintió. Dio un paso. Luego otro. El espacio entre ellos parecía acortarse como si el mundo se estuviera replegando sobre sí mismo.
—Sí —dijo ella—. Soy yo. Estoy aquí.
Liora se sentó junto a él, y Dante la miró como si temiera que se deshiciera frente a sus ojos. Su respiración era un temblor contenido.
—¿Cómo es esto posible? —preguntó—. ¿Estamos soñando lo mismo?
Ella no respondió enseguida. Solo alzó una mano y le rozó suavemente la mejilla. Sus dedos tocaron el lunar rojo. El calor era real.
—Tu beso de fuego —murmuró—. Es hermoso, Dante.
Él cerró los ojos. Sintió cómo se disipaba el miedo, el juicio, la vergüenza. Solo quedaba el calor.
—Liora —dijo con voz entrecortada—. No sé qué está pasando, pero siento que te conozco. Siento que…
Pero entonces, el instante se rompió.
Liora se despertó sobresaltada. Estaba en su cama. El techo de su cubículo brillaba con una tenue luz azul.
Miró sus manos. Una aún temblaba. La otra, aún sentía el calor.
—¿Qué está pasando? —susurró—. ¿Por qué siento que te conozco, Dante?