Desde aquella madrugada, hablarse ya no era una casualidad. Era parte de la rutina.
Joaquín se despertaba temprano, mucho antes de que Londres abriera los ojos. Se preparaba un café, saludaba a su gato, revisaba algunos correos… y luego, siempre, enviaba un mensaje.
Joaquín:
"Buenos días, allá en el futuro."
Horas después, entre una calle húmeda y el sonido de pasos acelerados, Elliot leía el mensaje mientras caminaba hacia el subte.
Elliot:
"Y vos en mi pasado, me hacés sonreír como si ya fuera mañana."
Los días se fueron volviendo más suaves. Las horas menos pesadas. Se contaban pequeñas cosas: qué habían desayunado, qué clima hacía, qué canción no podían dejar de escuchar. Joaquín mandaba fotos del atardecer sobre las montañas. Elliot respondía con imágenes de los cielos nublados de Londres.
Eran distintos, pero eso no los alejaba. Al contrario. Les enseñaba cosas nuevas. Joaquín se reía cuando Elliot pronunciaba palabras en español con acento británico. Elliot le pedía que le leyera mensajes de voz, porque le encantaba cómo sonaba su voz del otro lado del mundo.
Una noche, Joaquín dijo:
—¿No es una locura esto? Me siento más cerca de ti que de mucha gente que veo todos los días.
—No es locura —respondió Elliot—. Es lo que pasa cuando alguien te toca el alma. La distancia no tiene poder ahí.
Y por primera vez, ambos se quedaron dormidos al mismo tiempo, con los teléfonos cerca, como si el uno velara los sueños del otro desde un lugar imposible.