El sol apenas comenzaba a asomarse en Costa Rica cuando Joaquín abrió los ojos y vio la pantalla de su computadora aún encendida. Elliot estaba ahí, dormido, con una mano apoyada en la mejilla y el cabello un poco revuelto. La videollamada seguía activa, y solo el leve sonido de la respiración del inglés rompía el silencio.
—Buenos días, dormilón —susurró Joaquín, como si pudiese despertarlo con la voz.
Elliot abrió los ojos lentamente, parpadeando antes de enfocar la imagen.
—¿Aún estás ahí? Pensé que era un sueño.
—No, no es un sueño. Aquí estoy… con cara de zombie, pero feliz —respondió Joaquín, riéndose.
—Te ves guapo hasta con cara de zombie —dijo Elliot, sin filtro, lo que hizo que Joaquín se sonrojara.
El día comenzó con carcajadas suaves, intercambios de canciones que significaban algo para cada uno, y una competencia absurda de quién tenía la peor playlist adolescente de su pasado. Joaquín le cantó una canción tonta con la guitarra, desafinado pero con tanta entrega que Elliot terminó con lágrimas de risa.
—¿Te das cuenta de que estamos compartiendo un domingo entero, cada uno desde un rincón distinto del mundo? —dijo Elliot, cruzando los brazos sobre la almohada mientras lo miraba.
—Y sin embargo siento que estás acá. Como si estuvieras sentado en el sillón de mi sala, tomando café conmigo.
Hubo una pausa. Corta, pero llena de significado.
—¿Te gustaría eso? —preguntó Elliot con voz baja—. Que estuviera allá… o que tú estuvieras aquí.
—No me gustaría. Lo necesito.
Ambos quedaron en silencio, el tipo de silencio que no incomoda, sino que abraza. Después, Joaquín empezó a contarle un sueño raro que tuvo: estaban en un parque de diversiones, Elliot vestido de astronauta y él vendiendo algodón de azúcar. El relato fue tan ridículo que los dos terminaron llorando de risa.
—Estoy pensando en algo —dijo Elliot, aún secándose una lágrima de la risa—. ¿Y si… planeamos verte pronto? No ahora, no tan ya, pero… empezamos a pensarlo.
—Me encantaría. Quiero abrazarte, escucharte sin una pantalla de por medio. Quiero saber si tu perfume huele como imagino.
—Y yo quiero ver si tus manos se sienten tan cálidas como tus palabras.
Pasaron horas hablando de todo y de nada. Terminaron el día escuchando música suave. Joaquín, sin darse cuenta, se había quedado dormido otra vez. Elliot lo miró en silencio, con una ternura que le cubría todo el rostro.
—Buenas noches, corazón —susurró—. Quédate conmigo, aunque sea así, a la distancia.
Y entonces, con una sonrisa suave, Elliot también cerró los ojos. La videollamada quedó abierta, testigo de un amor que cruzaba mares.