Elliot se despertó antes que Joaquín esa mañana. El reloj marcaba las ocho de Londres, y del otro lado del mundo, en Costa Rica, la madrugada apenas susurraba. La cámara seguía encendida. Joaquín dormía con el rostro relajado, el cabello un poco alborotado y una expresión serena, como si en su sueño supiera que Elliot lo observaba con cariño.
Elliot sonrió, tomando una captura de pantalla en silencio. “Para cuando me digas que no te ves bien durmiendo”, pensó.
Poco después, Joaquín se movió entre las sábanas, abrió un ojo y murmuró medio dormido:
—¿Me estuviste espiando dormido?
—Claro. Y no me arrepiento de nada —respondió Elliot, levantando una ceja—. Pareces un ángel desordenado.
—Qué forma rara de decir que tengo cara de dormido —bromeó Joaquín, estirándose con pereza.
El día comenzó entre bromas, pero esa mañana tenía un tono distinto. Más suave, más íntimo. Había algo en el aire. El deseo flotaba en cada palabra, sin necesidad de decirlo directamente.
—¿Sabés qué estuve pensando? —dijo Joaquín, con voz un poco más baja—. Que a veces me dan ganas de cerrar los ojos y que aparezcas en mi cama. Así, sin preguntas, sin explicaciones.
—¿Y qué harías si eso pasara?
Hubo una pausa. Joaquín mordió su labio inferior, como si sopesara cuánto decir.
—Te abrazaría primero… fuerte. De esos abrazos que curan.
—¿Y después?
—Te besaría como si tuviera sed. Como si tuviera años sin agua. Y te tocaría despacio… para que supieras que no es solo deseo. Es necesidad de tenerte.
Elliot se quedó en silencio unos segundos. Luego tomó aire.
—No me digas esas cosas si no estás preparado para que me aparezca en tu puerta con una valija y un corazón temblando.
—¿Y quién te dijo que no estoy preparado?
Las palabras quedaron flotando. Un silencio eléctrico. Ambos sabían que algo había cambiado.
Ese día fue distinto. No hablaron solo de tonterías o sueños. Hablaron de lo que querían hacer con sus cuerpos, pero también de lo que querían construir con sus almas. Tocaron el borde de la pantalla con las yemas de los dedos, como si eso los acercara más. Se rieron, se sonrojaron, se desearon con dulzura.
Y antes de dormir, Joaquín le dijo:
—Elliot… prometeme algo.
—Lo que quieras.
—Que cuando nos veamos… no va a ser solo un viaje. Que será el inicio de algo real.
—Te lo prometo. Con cada latido.
Y así terminó el capítulo, con los dos acostados, uno mirando el techo en Londres, el otro el cielo estrellado de Costa Rica. Soñando con el día en que ya no haya más pantallas entre sus labios.