La última semana en Costa Rica transcurrió como un suspiro largo y dulce. Joaquín y Eliot aprovecharon cada segundo: desayunos en la terraza, tardes de cine bajo las sábanas, paseos de la mano por mercados locales y noches interminables donde los cuerpos hablaban más que las palabras.
Había algo distinto en la forma en que se miraban. Más intensidad. Más deseo de detener el reloj.
Una noche antes del vuelo de regreso, estaban acostados en la cama, con la ventana abierta y la brisa jugando con las cortinas. Eliot tenía la cabeza apoyada en el pecho de Joaquín, y dibujaba círculos suaves con sus dedos sobre su piel.
—No quiero irme —susurró Eliot, rompiendo el silencio que los envolvía desde hacía minutos.
—Yo tampoco quiero que te vayas —dijo Joaquín, besándole la frente—. Pero sabíamos que esto iba a pasar.
—Sí… pero no pensé que iba a doler tanto.
Se abrazaron más fuerte. La noche era densa, como si también ella sintiera la melancolía.
—¿Qué va a pasar con nosotros, Joaquín? —preguntó Eliot, con voz temblorosa.
Joaquín no respondió de inmediato. Miró al techo como buscando respuestas escritas en las sombras. Luego bajó la mirada, y sus ojos se encontraron con los de Eliot, que lo observaban con una mezcla de amor y miedo.
—No lo sé, Eli —respondió, sincero—. Solo sé que te amo… y que no quiero perder esto. Pero el tiempo, la distancia, la vida… todo eso pesa.
—¿Y si el amor no alcanza?
—Entonces vamos a necesitar coraje.
Se quedaron en silencio otra vez. Afuera, un perro ladraba a lo lejos. Dentro de la casa, el tiempo parecía suspenderse.
La escena terminó con ellos abrazados, los ojos cerrados, los corazones latiendo al mismo ritmo. Como si, por esa noche al menos, pudieran resistirlo todo.
Pero mientras Eliot dormía, Joaquín seguía despierto. Y en su mente flotaba una sola pregunta, como un eco:
“¿Y si cuando se vaya… nada vuelve a ser igual?”