La casa huele distinto sin Eliot.
Joaquín se despierta con la luz tibia del amanecer filtrándose por las cortinas. La cama sigue arrugada del lado izquierdo, como si el vacío aún estuviera caliente. Pasa su mano por las sábanas, cierra los ojos. No es tristeza, es otra cosa. Una mezcla de añoranza con esa absurda necesidad de aferrarse al recuerdo de una voz.
Se sienta al borde de la cama. Su celular vibra.
—"Buenos días, mi amor. Extraño tu café... y tus besos." —mensaje de Eliot.
Joaquín sonríe. Suspira. Le responde con un audio, su voz aún adormilada:
—"Acá todo es más gris sin vos. Hasta el cielo se olvidó de sonreír."
Silencio.
A lo largo del día, Joaquín intenta llenarse con cosas simples. Limpia. Cocina. Trabaja. Pero cada cosa lo lleva de vuelta a Eliot: cuando ve la taza que usaba, cuando encuentra una media olvidada, cuando abre el cajón donde aún hay una carta doblada en cuatro.
Por la noche, se acuesta con el celular en la mano. Eliot le propone una videollamada. Joaquín acepta. Aparece esa cara: despeinada, ojerosa, hermosa.
—"Estoy contando los días para volver a abrazarte", dice Eliot con los ojos brillosos.
—"¿Y si no basta con contar?" —pregunta Joaquín, sin pensar.
Eliot se queda callado. Ambos lo sienten. Esa pregunta es la que ha estado latiendo por dentro desde que el avión despegó:
¿Qué haremos con esta distancia cuando empiece a doler más que a alimentar el amor?
Después de unos segundos, Eliot responde:
—"Entonces aprendamos a multiplicar los abrazos en la memoria, hasta que se vuelvan suficientes… al menos por ahora."
Se miran, se ríen suave, y se quedan así… en un silencio que no pesa. Porque a veces, el amor también es saber callar juntos.