Los días pasaban, pero el silencio volvía a colarse entre las llamadas. No era como antes, no era frío… pero era espeso, lleno de pensamientos no dichos.
Joaquín caminaba por las calles de San José con los auriculares puestos, la voz de Eliot en su oído, contándole sobre su semana, sobre sus alumnos, sobre una nueva cafetería en el barrio. Pero por dentro, Joaquín no podía callar la pregunta que lo desvelaba.
Una noche, en medio de una videollamada, cuando el reloj ya marcaba la madrugada para Eliot, Joaquín se quedó callado por unos segundos.
—¿Qué pasa? —preguntó Eliot.
—Siento… que nos estamos preparando para decir adiós —soltó Joaquín, con un nudo en la garganta.
Eliot lo miró desde la pantalla. Se le notaban los ojos húmedos.
—Yo también lo siento. Y eso me parte al medio.
Silencio. Uno largo, denso. Joaquín suspiró.
—No quiero perderte, Eliot. Pero no sé si puedo seguir sintiéndote lejos. Necesito… necesito estar con vos. De verdad.
Eliot asintió.
—Yo también quiero eso. Pero tengo miedo. Miedo de cambiar todo y que no funcione. Miedo de lastimarte.
Joaquín apretó los labios, intentando contener las lágrimas.
—No nos lastimaríamos si lo hacemos con amor. Si lo hacemos con verdad. Lo que duele es esta espera, esta distancia.
La voz de Eliot bajó, como una confesión:
—A veces pienso en dejar todo y volver a Costa Rica. Y a veces me imagino vos en Londres, conmigo… despertando juntos, tomando café, peleando por el lado de la cama. No puedo dejar de soñarlo.
Joaquín lo miró con una sonrisa temblorosa.
—Yo también lo sueño. Cada noche.
Y así, con el corazón temblando, se despidieron esa noche. Pero algo era distinto.
La duda ahora no era si se amaban.
La pregunta era cuándo iban a atreverse a vivir ese amor sin distancias.
Y en el pecho de Joaquín, una decisión crecía como una semilla lista para romper la tierra…