Dónde estaba?
Bill abrió lentamente los ojos y se incorporó sobre lo que parecía ser piedra áspera. A su alrededor, no había más que rocas: sobre su cabeza, a los lados… Estaba en una cueva estrecha.
Ya no sentía dolor. Al contrario, su cuerpo parecía perfectamente sano. Incluso su armadura de tela seguía intacta.
Entonces lo oyó.
Un crujido seco, como de huesos, retumbó en la oscuridad. Instintivamente intentó tomar su espada, pero no la encontró.
—Cierto… se destruyó en la batalla —murmuró para sí mismo.
Fijó la mirada al frente, donde la penumbra se tragaba la cueva. No había lámparas ni antorchas. No había ninguna fuente de luz aparente. Aun así, podía ver.
El crujido volvió a escucharse, esta vez más cerca.
Bill se tensó. Un frío extraño se arrastró desde la oscuridad como una garra invisible que le tocaba el pecho. Tragó saliva.
—¿S… Svend? —susurró, con la voz temblorosa.
El sonido se detuvo de golpe, como si su voz lo hubiera silenciado. Pero luego volvió, más fuerte. Ya no era un simple crujido: era repulsivo, como huesos partiéndose y siendo masticados.
Y entonces llegó el olor.
Un hedor putrefacto, como el de un cadáver en descomposición, lo envolvió por completo. La bilis le subió por la garganta, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Recordó al gigante. Rápidamente se tapó la boca con una mano para no vomitar.
Su mente le suplicaba que no se moviera. Que no avanzara. Que lo que fuera que se escondía en esa oscuridad… no podía ser bueno.
Pero algo más fuerte que el miedo lo empujaba hacia adelante.
Y sus pies, temblorosos, comenzaron a moverse.
Se adentró en la negrura, con el hedor intensificándose y los crujidos volviéndose más nítidos con cada paso.
No sabía qué lo esperaba. Pero la curiosidad le carcomía por dentro.
Y entonces lo vio.
Una luz anaranjada, como un resplandor espectral, comenzó a rodearlo. Gracias a ella pudo distinguir la fuente del sonido: una espalda pequeña, cubierta por una camisa escolar que reconocería en cualquier parte… y un cabello negro como la noche.
Lo supo al instante. Sabía quién era. Y también, probablemente, qué estaba haciendo.
—¿L… Lucas? —logró decir, tartamudeando. El sudor le resbalaba por la frente.
Su voz fue como un cuchillo. Los crujidos se detuvieron.
Lucas permaneció quieto. El único sonido era el de los latidos de Bill, retumbando como tambores en la cueva.
Quiso correr hacia él. Abrazarlo. Sacarlo de allí.
Pero ese… no era Lucas.
El niño se giró lentamente. Y en cuanto Bill vio su rostro, lo supo.
Donde antes había iris dorados, ahora solo había dos pozos de oscuridad. Una oscuridad tan profunda que le heló la sangre.
Pero no fue eso lo peor.
En sus labios colgaban dedos ensangrentados, goteando hasta empaparle el cuello. En su mano sostenía un brazo mutilado, sin dedos.
Y detrás de él…
Algo, o alguien, emergía de las sombras. Bill apenas pudo mirarlo un segundo. El asco lo invadió y tuvo que apartar la vista. Vomitó sobre la piedra.
No entendía nada. No sabía por qué Lucas estaba haciendo eso.
Es un sueño… Tiene que ser un maldito sueño.
—Tú has provocado esto —dijo Lucas con voz hueca.
—No tenía otra opción —repitió.
Después de esas palabras, Bill sintió que su cuerpo flotaba, alejándose, regresando al sitio donde había despertado.
Y mientras lo hacía, escuchó una vez más:
—Este es el resultado de tu fracaso, hermano.
Aquellas últimas palabras lo golpearon con una amargura profunda.
Abrió los ojos.
Lo que había presenciado se sentía tan real que tardó varios segundos en comprender que todo había sido una pesadilla.
O al menos, eso quería creer.
Pero entonces notó que estaba siendo arrastrado.
Unas pequeñas criaturas, del tamaño de Lucas, tiraban de sus pies. Llevaban armaduras negras, piel grisácea, orejas largas y puntiagudas. No tenían pelo. Parecían duendes.
Giró el cuello. Svend también era arrastrado, inconsciente, por dos de ellos.
Intentó moverse, pero un dolor agudo le atravesó el cuerpo. Uno de sus brazos colgaba por encima de la cabeza con el hombro dislocado. En la mano derecha, los nudillos estaban destrozados. Y el tobillo… probablemente torcido.
No podía ponerse de pie. Mucho menos enfrentarse a cuatro duendes y cargar con Svend.
Por ahora, lo único que podía hacer era observar.
Siguieron arrastrándolos por tierra y pasto. De vez en cuando, la cabeza de Bill golpeaba alguna piedra o raíz, y el dolor muscular lo paralizaba. Pero aguantaba. En silencio. Atento.
Pasó casi una hora antes de que llegaran a lo que parecía una cueva subterránea.
Era amplia. Desde dentro se oían gritos.
A medida que se acercaban, más duendes salían de entre los árboles, arrastrando cuerpos.
Si antes existía alguna posibilidad, aunque fuera mínima, de escapar, ahora era imposible. A menos que lograra recuperarse.
De reojo, vio también al caballero al que le había desfigurado el rostro.
Se adentraron más en la cueva. Los gritos se volvían ensordecedores.
Y entonces lo vio.
Con los ojos entreabiertos, Bill observó algo que le robó toda la fuerza… y la esperanza.
Miles de duendes.
Era una colmena completa.
Los gritos, los abucheos… venían de ellos.
Y en ese instante, se arrepintió profundamente de no haber intentado escapar antes.
Tenía que hacer algo, tenía que moverse y huir. Pero… ¿hasta dónde podría llegar su cuerpo maltrecho antes de ser atrapado y devorado?
Si van a comerme, que me coman otro día. No hoy.
Siguió siendo arrastrado por los dos duendes, esta vez rodeado por miles de ellos, que lo observaban como si fuera un banquete.
Lo arrojaron a una pequeña celda donde había más cuerpos: algunos desmembrados, otros heridos o inconscientes, igual que él.
Svend también estaba allí, fingiendo estar inconsciente. Tenía los ojos temblorosos, como si rezara para no ser descubierto.
Pero ya se habían ido. No había peligro… por ahora.
Bill intentó sentarse. El cuerpo le temblaba, adolorido por todas partes.
Entonces, una ventana amarilla se manifestó frente a él:
[Voluntad de la espada: Habilidad que se le otorga a los caballeros reales. Sin importar qué ni cómo, esta habilidad otorga una cuchilla de acuerdo a la voluntad del guerrero. (uso activo)][¡Advertencia! Requiere maná para activar]
Su rostro se iluminó apenas, y susurró:
—Qué conveniente…
Pero entonces frunció el ceño.
—¿Qué es el maná?