primera decision

¿Qué había hecho? Bill lo había matado… ¿Se defendió? Sí… Pero al final, él lo hizo.

Asesino.

Un maldito asesino.

No entendía nada desde que había llegado aquí. Su primer acto había sido matar.

La culpa lo invadió, pesada, como una roca en el pecho.

No importaba si fue en defensa propia… matar era matar.

¿Qué pasaría si ese soldado tenía una familia? ¿Y si alguien lo esperaba en casa, con la cena caliente?

Familia...

Un pensamiento fugaz atravesó su mente como un rayo.

“¡Mis hermanos! ¡Mi mamá!”

Volteó bruscamente, como despertando de un trance, buscando al otro hombre… al que le había cortado el brazo.

Seguía allí, gimiendo de dolor, su cuerpo retorcido en el suelo, desangrándose.

Su brazo yacía a unos pasos de él, junto a su lanza, como una escena arrancada de una pesadilla.

—Oye… ¿estás bien? —preguntó Bill en voz baja, con culpa en la voz.

“¡Idiota! Claro que no está bien. Le cortaste un maldito brazo…”

Aunque fuera un soldado entrenado, perder una extremidad no era algo menor.

Se acercó lentamente, con pasos pesados, como si caminara en lodo. Iba con la intención de ayudarlo, de hacer algo… cualquier cosa.

Pero el hombre le escupió con furia:

—¡Aléjate, imbécil! ¡No te acerques, demonio!

—Solo… solo mátame ya. ¿No es eso lo que haces? No tienes por qué torturarme… Solo soy un soldado de bajo rango. No esperes nada de mí.

Desviaba la mirada como quien oculta algo.

Bill lo observó, desconcertado por la imagen que aquel hombre tenía de él.

Recordó lo que había escuchado antes… su conversación.

—Solo quiero saber unas cosas.

—Ya te dije que no sé nada —respondió el soldado, jadeando, con el rostro desfigurado por el dolor.

—¿Cuál es mi nombre?

—¿Eh?

Lo miró como si le hubiese hablado en un idioma olvidado. Claro, cualquiera se confundiría.

No todos los días te ataca un espadachín salvaje… y luego te pregunta cómo demonios se llama.

—¿El… espadachín del bosque?

—Ahh… —suspiró, dejando caer el peso de sus hombros—. No. Mi nombre. Mi nombre real. ¿Cuál es?

El soldado parpadeó, olvidando por un segundo su sufrimiento. Lo examinó con la mirada, como si algo dentro de él finalmente se alineara.

Y entonces lo dijo, con tono grave, como si revelara una verdad que ni él mismo comprendía del todo:

—Desmond Rusel. Tu nombre es Desmond Rusel.

Bill sintió un temblor en el pecho.

—¿En qué año estamos?

El soldado parpadeó, desconcertado. Tragó saliva con fuerza y respondió:

—¡En el año 1260, señor! —dijo con rigidez.

1260… eso era seis años antes de la Grieta.

Su nombre. La época. Todo encajaba.

Estaba en el pasado.

Estaba… antes de que todo se rompiera.

—Disculpe… ¿acaso usted también tiene la enfermedad de la identidad? —preguntó el soldado, visiblemente confundido.

—¿La qué? ¿Qué estás diciendo?

El hombre se encogió, desvió la mirada hacia el suelo y formó una mueca de dolor al intentar reincorporarse.

—Últimamente, algunas personas han estado actuando raro… diciendo cosas sin sentido.

Algunas mujeres afirman que fueron hombres en otra vida. Otras hablan de una grieta en el cielo. Algunas incluso olvidan su propio nombre y se hacen llamar de otra forma.

Creemos que es un maleficio. Un castigo de un mago antiguo… o una plaga que devora la mente.Por eso lo llaman la enfermedad de la identidad.

—Eso… eso es todo lo que sé. Así que… ¿puedo irme?

Entonces, eso era.

Había despertado en un cuerpo que no era suyo…

La Grieta lo había lanzado allí. Lo había incrustado en la historia como una piedra fuera de lugar.

Pero…

Limpiaba la sangre de su espada, balanceándola en el aire. Sintió la mirada de pánico del soldado, pero no se detuvo.

Se observó en el reflejo de la hoja.

Ahí estaba:

Un joven de unos veinte años, el cabello negro como la noche y los ojos…

dorados. Penetrantes.

Había algo distinto. Se veía… ¿más maduro?

La mandíbula marcada, el mentón exaltado. Como una celebridad.

Por supuesto, incluso el hombre frente a él —pálido del dolor— era mucho más guapo que Bill, así que no le dio importancia a ese detalle.

Bajó la espada y la enfundó con cuidado, dirigiéndose hacia el herido.

—Puedes irte.

El soldado dejó escapar un suspiro entrecortado. Se arrastró hacia su brazo tirado en el suelo, junto a su lanza.

Pero justo cuando parecía que lo dejaría marchar…

—No sin antes responderme una última pregunta.

El soldado se congeló. Su espalda comenzó a temblar.

—¿Qué asuntos tenían conmigo?

La sonrisa de alivio se deshizo de su rostro como cera al fuego. Y el miedo volvió, más denso que nunca.

—¡Espere un segundo! Señor, yo... déjeme explicarle —suplicó el soldado, arrastrándose por el suelo.

Bill lo observó en silencio, la mano aún firme sobre la empuñadura de su espada. No era su intención matarlo. No sin una buena razón.

Pero ahora... ahora que existía una posibilidad, por mínima que fuera, de que su familia también estuviera en ese mundo...

No podía arriesgarse. No podía dejar cabos sueltos que luego regresaran a desgarrarlos.

—Bien —dijo con una sonrisa tranquila, midiendo cada palabra como quien mide el filo de un cuchillo—, ¿puedes explicarme por qué dos soldados armados vendrían desde la capital para buscar a un solo hombre?

Se acomodó contra el tronco de un árbol, los brazos cruzados sobre el pecho. La corteza áspera crujió bajo su peso.

—¿Cómo te llamas?

—…Me llamo Svend, señor.

—Muy bien, Svend. Puedes llamarme Bill a partir de ahora —dijo, dejando que su voz se tiñera de una falsa amabilidad.

Svend ladeó la cabeza, confundido.

—Es un apodo —aclaró Bill, y el soldado asintió lentamente, comprendiendo.

El viento volvió a soplar, moviendo los arbustos cercanos.

—Entonces… ¿quieres contarme qué sucede, Svend?

Svend bajó la vista hacia su brazo amputado. Bill vio cómo apretaba los dientes antes de responder:

—Llegó una carta, señor…

—¿Señor? Te dije que me llames Bill. ¿Y cuál era el contenido de esa carta?

—Decía que el espadachín del bosque... se volvería loco —aún más— y que atacaría la capital. Entre los soldados de bajo rango, como mi compañero Mark y yo, corrió el rumor de que había una recompensa considerable para quien diera contigo. Así que vinimos... al menos para intentar persuadirte o conocer tus intenciones.

El silencio entre ambos se volvió denso, pesado.

—¿Sabes quién la envió?

—Nadie lo sabe exactamente, pero… —Svend tragó saliva y respiró hondo— llevaba un sello real.

Bill respiró profundo, luchando por mantener la calma.

"Recién despierto en este mundo y ya soy enemigo de la realeza. ¿Qué clase de broma es esta?"

—Dices que entre los soldados de bajo rango... ¿Cuántos vienen hacia aquí?

—No demasiados —dudó Svend—. Si contamos a los que están en la capital y a los que vieron la recompensa... diría que solo unos pocos.

—¿Cuántos exactamente? —preguntó Bill, mirándolo fijamente a los ojos.

—…Al menos unos cientos... tal vez...

"¿¡Unos cientos!? ¡¿Eso le llama pocos?! Apenas pude con dos..."

—Oye, Svend, tengo una última pregunta. Quiero que seas completamente sincero.

El soldado se irguió con seriedad.

—Puede preguntar, señor.

"Otra vez 'señor'..." pensó Bill, conteniendo una sonrisa. Le señaló con el dedo.

—¿Tú también puedes ver esta extraña ventana amarilla frente a mí?

Por un momento, el rostro de Svend mostró una absoluta perplejidad.

—Señor, ¿acaso... ya le dio esa extraña enfermedad? ¿Será un nuevo síntoma...? —murmuró para sí mismo, desconcertado.

Bill rodó los ojos y se dirigió hacia la extraña ventana flotante. 

[¿Activar cobertura de cuerpo: Sí / No?

Su dedo se acercó al botón. Pensó en su madre, en Ana y Lucas... en cómo podría estar perdiendo el tiempo dudando mientras ellos… tal vez, estaban en peligro.

No. No podía permitirse flaquear. No aquí. No ahora. ¡Tomaría cualquier ventaja!

El gigante, los cientos de soldados, la realeza, la grieta en el cielo… No le importaba. Aplastaría cualquier obstáculo entre él y su familia.

Respiró profundamente, el aire frío llenando sus pulmones. Extendió la mano hacia la ventana flotante.

—Sí —susurró, y la ventana estalló en luz dorada.

La presión que sentía desapareció, y un resplandor cálido envolvió su cuerpo.