La puerta dorada seguía allí, imponente y majestuosa, incrustada en el aire como si el bosque hubiera decidido guardar un secreto antiguo detrás de un velo de oro.
Ayla había intentado todo.
Tocarla.
Susurrar palabras.
Pedir permiso con el corazón abierto.
Pero el candado en forma de estrella permanecía inmutable.
No había cerradura visible. No tenía bisagras ni ranuras, solo una superficie pulida que reflejaba su rostro confundido y un poco asustado.
Frustrada, se dejó caer de rodillas frente a ella, respirando hondo mientras acariciaba la marca luminosa en su brazo.
La sensación que le devolvió fue diferente esta vez: como un leve cosquilleo, una invitación suave pero insistente.
Ayla se puso de pie lentamente.
La marca brilló otra vez, y esta vez, un hilo de luz se extendió desde ella, serpenteando sobre la hierba como si marcara un camino.
—¿Quieres mostrarme algo? —preguntó con voz temblorosa.
Sin esperar más, siguió el sendero de luz. Atravesó el claro, bordeó un viejo tronco cubierto de musgo y se detuvo en una zona que parecía hervir de energía: un rincón donde las flores luminosas crecían más densamente, más altas y más brillantes que en cualquier otro lugar.
Parecían llamarla.
Una de ellas, más dorada que las demás, se inclinó levemente hacia su mano.
Ayla dudó.
Luego, estiró los dedos y la tocó.
En cuanto lo hizo, el mundo cambió.
No físicamente, sino dentro de su mente: una visión la envolvió, vívida y clara.
Vio a una niña de cabellos trenzados, arrodillada junto a un arroyo, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas.
“Deseo que mi hermano vuelva a hablar conmigo. No me odies, por favor…”
La imagen se desvaneció. Ayla jadeó, apartando la mano de la flor como si se hubiera quemado.
La flor seguía brillando suavemente, pero ahora parecía… comprendida.
—¿Un deseo? —susurró, mirando a su alrededor.
Cada flor era un deseo.
Miles, millones tal vez.
Cada una nacida de un corazón humano, plantada como semilla de luz.
Y ella… podía verlos.
La idea era tan maravillosa como aterradora.
Se arrodilló y tocó otra flor.
Un anciano mirando el cielo nocturno:
“Ojalá pudiera volver a ver a mi esposa, solo una vez más.”
Otra:
Un niño abrazando una piedra como si fuera un animal:
“Quiero un amigo, aunque sea solo uno.”
Ayla tuvo que detenerse. El peso de cada visión era profundo, cargado de emociones que no le pertenecían pero que sentía como suyas.
Las lágrimas se le escaparon sin que pudiera evitarlo.
Fue entonces cuando lo entendió.
No podía abrir la puerta hasta que comprendiera los deseos.
Hasta que ayudara a sanar.
La marca en su brazo volvió a brillar y dejó aparecer una pequeña figura de luz en su palma: una pluma diminuta, formada por hilos dorados. Ayla la tomó con cuidado, y de inmediato apareció frente a ella una libreta delgada, como hecha de pétalos secos.
Era ligera, pero al abrirla, notó que cada hoja estaba en blanco… y esperaba ser escrita.
Ayla asintió.
Estaba lista para comenzar.
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Volver a su vida diaria fue difícil.
Después de lo vivido en el jardín, la rutina le parecía ajena, como si viviera entre dos mundos. Pero debía seguir aparentando normalidad, porque el pueblo no perdonaba a quienes “perdían el juicio”.
Durante el día, vendía flores y hierbas en el mercado como siempre. Atendía a los niños que pasaban corriendo, regañaba a las cabras que robaban manzanas del huerto y charlaba brevemente con los vecinos que aún le tenían cariño.
Pero por la noche, volvía al jardín.
Cada vez tocaba más flores.
Y cada vez llenaba más hojas en su libreta:
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Flor 1
Deseo: Reconciliarse con el hermano.
Persona: Lía, 11 años.
Posible acción: Hablar con ambos. Saber qué ocurrió.
Ubicación: casa cerca del molino.
Flor 2
Deseo: Ver a su esposa fallecida.
Persona: Don Remo, 72 años.
Posible acción: Llevarle una carta escrita con sus palabras. Tal vez un recuerdo.
Flor 5
Deseo: Ser valiente para hablar con su padre.
Persona: Hugo, 15 años.
Nota: Tiene miedo de decepcionarlo. Debe saber que ya es suficiente.
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Cada entrada era una historia.
Cada historia, una puerta a un alma.
Y Ayla, aunque temblorosa al principio, comenzó a intervenir.
A veces bastaba con dejar una flor en la puerta.
Otras, con una conversación fingida, una palabra lanzada en el momento justo.
No todos los deseos podían cumplirse… pero algunos podían transformarse.
Y cuando alguien dejaba atrás su necesidad, cuando entendía que su deseo ya no lo definía, la flor correspondiente desaparecía del jardín.
Se desvanecía como ceniza en el viento.
Y Ayla sentía la puerta dorada vibrar levemente.
Era como si una cerradura invisible se estuviera debilitando.
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Pero no todos los deseos eran dulces.
Una noche, encontró una flor negra.
Su luz era opaca, como humo atrapado en cristal.
Cuando la tocó, vio a un hombre de mirada dura susurrando:
“Quiero venganza. Quiero que sufra como yo sufrí.”
Ayla se apartó de golpe, asustada. La flor no dejó de brillar.
—No todos los deseos deben cumplirse —dijo en voz alta.
Anotó con mano temblorosa:
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Flor 17
Deseo: Venganza.
Persona: Pendiente de identificar.
Acción: Evitar a toda costa que este deseo se cumpla.
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Cada noche, Ayla se hacía más fuerte.
Más segura.
Y aunque la marca en su brazo seguía guiándola, ella ya no dependía solo de su brillo.
Ahora tenía un propósito.
Y poco a poco, el jardín también parecía responder.
Algunas flores comenzaban a hablarle en sueños.
Susurros suaves, como un coro invisible:
“Guardiana. Sigues el camino correcto.”
“No todos los deseos sanan.”
“Pero cada paso limpia la llave.”
Ayla aún no entendía todo.
Pero tenía fe.
Y una libreta llena de vidas.
El candado de estrella aún permanecía cerrado…
Pero una pequeña grieta, casi imperceptible, empezaba a cruzar su superficie.