¡Perfecto! Continuamos con el CapíEra temprano cuando Ayla volvió a sentir la marca en su brazo brillar con suavidad. Ni siquiera había salido el sol. Desde su cama, aún envuelta en las mantas, la joven levantó el brazo dormido y observó cómo el dibujo de la flor parecía latir, como si un corazón silvestre se escondiera en su piel.
—¿Otra vez? —murmuró, apenas con voz.
Se levantó sin despertar a su abuela, quien dormía en la habitación contigua, y salió envuelta en su capa raída. El aire de la mañana aún estaba cargado de rocío. Cada hoja parecía suspirar con el aliento del bosque.
El camino hasta el claro ya lo conocía de memoria. Las piedras, las ramas torcidas, el canto distante del búho madrugador. Cuando llegó, el jardín de deseos la recibió con un leve resplandor en la bruma, como si todo el claro flotara entre dos mundos.
La flor que la había llamado esta vez no era grande.
Era una violeta menuda, casi escondida entre las raíces de un roble.
Pero brillaba con insistencia.
Ayla se agachó y apoyó la mano sobre sus pétalos. La visión llegó de inmediato.
Una voz áspera, como quebrada por el tiempo, susurró con rabia contenida:
“Deseo que ella desaparezca. Que se olvide de mí.”
La imagen era breve, como una chispa fugaz: una mujer mayor, de rostro curtido por los años y mirada vacía, sentada sola frente a una ventana.
—¿Desaparecer...? —repitió Ayla en voz baja.
Anotó de inmediato en su libreta:
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Flor 23
Deseo: Ser olvidada.
Persona: Mujer mayor, sola.
Posible acción: Investigar identidad. Intentar comprender origen del deseo.
Nota: Cuidado emocional: deseo autodestructivo.
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Suspiró, cerrando el cuaderno con cuidado. Por alguna razón, este deseo la había calado más profundo que los otros.
¿Cómo alguien podía desear dejar de ser recordado?
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Esa mañana, en el mercado, Ayla observó más que nunca. Se fijó en los rostros cansados, en las arrugas que no solo hablaban de edad, sino de abandono.
Y fue entonces cuando la vio.
Sentada en un banco de piedra, mirando sin ver.
Cabello recogido, ropas limpias pero antiguas.
Una señora que nadie parecía notar.
Ayla se acercó lentamente, con una canasta de flores en los brazos.
—Buenos días —dijo con voz suave.
La mujer tardó en responder.
—¿A mí me hablas?
—Sí. ¿Le gustan las violetas?
Los ojos de la anciana se suavizaron por un momento.
—Mi hija solía traerme… antes.
—Tal vez yo pueda hacerlo ahora —dijo Ayla, tendiéndole una flor.
La mujer la tomó sin rechazarla. No sonrió, pero bajó la mirada como si algo en su interior se hubiera quebrado levemente.
Ayla anotó todo esa noche en su libreta.
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Avance en Flor 23:
Nombre posible: Marta.
Emoción detectada: Soledad extrema. Ausencia de contacto familiar.
Acción futura: Buscar a la hija. Reencuentro si es seguro. Alternativa: nuevos lazos.
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Esa noche, la flor había perdido parte de su brillo. No porque se marchitara, sino porque el deseo comenzaba a desvanecerse. Ayla lo sentía. Era como si la flor se convirtiera en una pregunta que empezaba a encontrar respuesta.
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Pasaron los días.
Ayla seguía con sus tareas diarias: ayudaba a su abuela, recogía plantas para vender y escribía en secreto cada avance en su libreta de los deseos. Pero una inquietud empezó a instalarse en ella.
No todos los deseos estaban solos.
Uno de ellos… parecía moverse.
Sí, literalmente.
Cada vez que iba al claro, esa flor no estaba donde la había visto antes.
Era azul profundo, casi índigo.
Y no importaba dónde estuviera, siempre la encontraba en un nuevo lugar del jardín.
A veces entre los lirios.
Otras junto a la fuente.
Incluso una vez, al pie de la propia puerta dorada.
Cuando la tocó, la visión fue confusa.
Niebla.
Siluetas en movimiento.
Una voz apagada que murmuraba:
“No sé quién soy. No sé qué deseo. Pero algo me falta…”
Esa noche, Ayla no escribió nada.
Solo dibujó la flor errante en una página en blanco y la tituló:
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Flor 28 – El deseo sin rostro.
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Y entonces lo entendió.
No todos los deseos eran pedidos concretos.
Algunos… eran llamados de ayuda.
Gritos sin palabras de quienes ya no sabían cómo pedir.
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Poco a poco, el jardín empezó a cambiar.
Las flores hablaban en sus sueños.
Algunas le cantaban canciones tristes.
Otras reían con su presencia.
Y cada vez que un deseo era resuelto o transformado, una pequeña raíz dorada se extendía desde el jardín hacia la base de la puerta dorada.
Era como si estuvieran reconstruyendo el candado desde dentro.
Y esa noche, por primera vez…
La puerta hizo un sonido.
Un leve “clic”, como un engranaje moviéndose tras años de quietud.
Ayla se detuvo en seco frente a ella. La miró con los ojos muy abiertos.
La estrella que sellaba el centro de la puerta se había resquebrajado un poco.
Solo una grieta, minúscula.
Pero real.
Y entonces, la marca en su brazo brilló más fuerte que nunca.
No era un final.
Era una advertencia.
“No todos los deseos quieren ser encontrados.”