El aire del claro amaneció cargado.
No de humedad, ni de rocío ni de luz filtrada entre las ramas como de costumbre. Era algo distinto. Como si alguien hubiera susurrado demasiado fuerte y el silencio se hubiese ofendido.
Ayla lo notó al entrar.
Las flores estaban agitadas. No literalmente, pero sí en esa forma peculiar en que el claro le hablaba a su cuerpo: un escalofrío en el antebrazo, una vibración muda bajo los pies descalzos, un pequeño latido en la parte del pecho donde antes había sólo quietud.
—¿Hay un deseo nuevo? —preguntó en voz baja, aunque sabía que nadie respondería con palabras.
Se agachó entre las hileras de flores que no recordaba haber visto el día anterior. Un grupo de ellas, color melocotón y centro dorado, parecían inclinarse apenas hacia el este. Una señal. Las acarició con la yema de los dedos y, como siempre, un fragmento de imagen invadió su mente.
Un deseo.
Una voz.
Un pensamiento apenas formado.
> “Quisiera saber por qué siempre sonríe cuando está triste. Quisiera comprenderla.”
La frase le cayó encima como un balde de agua helada. No era un deseo común. No era un anhelo de amor, de salud, de valentía. Era un deseo que no buscaba algo para quien lo pedía, sino para entender a otro.
Y lo que era peor… esa sonrisa de la que hablaba, le era familiar.
Demasiado familiar.
Ayla retrocedió y se sentó sobre sus talones.
No había rostro, no había voz reconocible. Como muchas veces antes, la flor mostraba solo el eco emocional del deseo.
Pero esta vez se sintió… vulnerable.
Como si algo invisible la estuviera mirando.
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—Estás más callada que de costumbre —dijo Tiel esa misma tarde, mientras la ayudaba a empacar unas infusiones para entregar en la aldea.
Ayla le sonrió, de esa manera en que lo hacía siempre: con la comisura del labio izquierdo más levantada, los ojos ligeramente entrecerrados, como si se esforzara en mostrar tranquilidad. Y sin embargo, en su interior, un torbellino seguía girando desde que tocó aquella flor.
—Solo estoy cansada. Mucho que hacer últimamente.
Tiel la observó. Más de lo habitual.
—¿Tú siempre sonríes así? —preguntó, como si hubiera estado guardando la pregunta durante días.
—¿Así cómo?
—Así como si estuvieras calmando a alguien más… y no a ti.
Ayla bajó la mirada.
Tiel no insistió. Solo siguió ordenando frascos, pero la tensión ya se había instalado como una tercera presencia entre ellos. Ayla quería preguntar si él había estado en el claro recientemente. Si había tocado algo, pensado algo, sentido algo extraño. Pero no se atrevió.
No cuando su propio pecho aún dolía con la idea de haber sido observada, desarmada, revelada.
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Esa noche volvió al claro. Necesitaba confirmar algo.
La flor del deseo seguía allí. Un poco más abierta. Brillando de forma imperceptible bajo la luz lunar.
—¿Quién fuiste? —susurró, acariciando el borde de los pétalos con cuidado—. ¿Fuiste tú, Tiel?
No hubo respuesta.
Pero una imagen vaga cruzó por su mente.
Una figura sentada a orillas del claro.
Un cuaderno abierto.
Una mirada preocupada mientras Ayla le contaba sobre su abuela… con una sonrisa.
> “Quisiera saber por qué siempre sonríe cuando está triste.”
Era de Tiel. Tenía que serlo.
Y el dilema se volvió ineludible.
Cumplir el deseo significaba… mostrarse.
Abrir la puerta. Dejar que alguien viera el dolor detrás de su sonrisa.
Pero eso no era como entregar una infusión o una vela.
No era un favor. Era un riesgo.
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Durante los días siguientes, Ayla evitó el claro.
Se volcó al trabajo. A las entregas, a preparar bálsamos, a secar hojas. Tiel notó su ausencia, y la buscó más de una vez. Siempre encontraba una excusa para no quedarse mucho tiempo con él.
Pero el deseo… seguía latiendo.
Era una flor persistente.
Y las flores del claro no se marchitaban hasta cumplirse… o hasta que quien las había deseado entendía que ya no lo necesitaba.
Pero Tiel no lo había olvidado. Porque, sin saberlo, empezó a hablarle de cosas pequeñas.
Historias de cuando era niño, miedos que no había dicho en voz alta.
Cosas tontas, como la vez que se cayó de un árbol y lloró por el orgullo más que por el golpe.
Y Ayla, sin querer, comenzó a responder. No con palabras.
Pero sus sonrisas ya no eran tan completas.
A veces se rompían a mitad.
Y otras, eran verdaderas. Dolorosas… pero verdaderas.
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Una noche, mientras regresaban del mercado bajo un cielo que amenazaba lluvia, Tiel la detuvo.
—No sé por qué —dijo— pero últimamente siento que ya no sonríes igual.
Ayla se quedó quieta.
Y por primera vez, no fingió.
No sonrió.
—Tal vez… estoy aprendiendo a hacerlo mejor —respondió en voz baja.
Tiel no dijo nada más. Solo le ofreció su capa, porque el viento se había vuelto frío.
Ayla la aceptó sin hablar.
Y por dentro, sintió cómo una flor en algún rincón del claro, comenzaba a cerrarse.