La lluvia había comenzado esa mañana sin previo aviso, con la misma terquedad con la que a veces la vida giraba. Ayla despertó al sonido de las gotas golpeando la techumbre de madera y al leve aroma de tierra húmeda colándose por la ventana. Se levantó más temprano de lo habitual. Había sueños revueltos en su cabeza. Flores sin rostro. Risas que no eran suyas.
Tiel aún no había llegado para ayudarle a preparar los frascos del día, así que aprovechó el silencio para organizar los paquetes de bálsamos, separar los pétalos de lavanda, y regar las macetas del porche. Fue en ese momento, mientras inclinaba una jarra de barro sobre un helecho, que lo vio.
Un carro tirado por dos caballos, cubierto con un toldo de tela beige, se acercaba lentamente por el camino de barro que cruzaba frente a su cabaña.
Tres personas lo acompañaban: una mujer vestida con ropas de viaje empapadas, un hombre de barba trenzada que sostenía las riendas con firmeza y una joven de mirada alerta que parecía observarlo todo como si memorizara el paisaje.
No eran de la aldea. Ayla lo supo de inmediato.
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—¿Puedo ayudarlos? —preguntó con cortesía mientras los forasteros detenían el carro frente a su jardín.
La mujer fue la primera en hablar.
—¿Eres Ayla, la de las flores?
—Depende de quién lo pregunte —respondió ella, sin dureza, pero sin ceder terreno.
—Venimos de Velgard —dijo entonces el hombre, mientras desmontaba con una pesada capa que chorreaba agua—. Nos hablaron de tus remedios. De que curas más que con hierbas.
—No creemos en supersticiones —añadió la joven, como quien necesitaba aclarar algo—, pero hemos oído hablar de ti. Dijeron que ayudas a que los deseos se calmen.
Ayla se tensó.
No lo decían como una acusación, pero tampoco como un halago. En sus palabras había una mezcla de necesidad y recelo.
Habían venido por algo. O por alguien.
—Paso la mayor parte de mis días en el mercado —dijo finalmente—. Vendo bálsamos, flores, infusiones. Y a veces escucho. Si eso es lo que buscan, pueden quedarse en el porche hasta que pase la lluvia.
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Tiel llegó poco después, con el cabello empapado y la expresión confundida al ver a los tres extraños sentados bajo el cobertizo, tomando té caliente servido por Ayla.
—¿Amigos nuevos?
—Visitantes de Velgard —respondió ella—. Están de paso.
Tiel saludó con una sonrisa algo tensa y se sentó junto a ella, sin dejar de observar a los forasteros con cautela.
Durante la siguiente hora, la mujer —que se presentó como Mirenne— explicó que en su aldea las enfermedades se habían vuelto persistentes, que los médicos tradicionales ya no sabían qué hacer, y que uno de los ancianos habló de una muchacha en la aldea del bosque que "leía a las flores".
—No hacemos magia —dijo Tiel con firmeza—. Y Ayla no es un oráculo.
—No lo creo —dijo Mirenne—. Pero algo haces. Y eso nos basta.
Ayla no respondió enseguida.
Porque en realidad sí hacía algo.
Porque el claro existía.
Y porque no podía negar que a veces, los deseos podían enraizarse en las personas como enfermedades.
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—Puedo prepararles remedios para la fiebre y el dolor —dijo finalmente—. Y puedo escuchar, si eso les sirve. Pero no prometo curas milagrosas.
—¿Y si el problema no es físico? —preguntó entonces la joven, que hasta entonces no había dicho mucho. Su nombre era Carys, y tenía una voz firme, como de alguien que ha tenido que alzarla muchas veces.
—¿Cómo así?
—Mi madre ha dejado de hablar —dijo—. No come, no se levanta. Los médicos dicen que está viva… pero no presente. Dicen que tal vez es la pena.
Ayla sintió un golpe en el pecho.
Pena.
El tipo de dolor que no se ve. Que no sangra. Que se enrosca en el corazón como una raíz y lo ahoga desde dentro.
Quizá el claro pudiera ayudar.
—¿Puedes traer algo que le pertenezca? —preguntó ella.
Carys asintió lentamente.
—Tengo su pañuelo. Siempre lo llevaba al cuello.
—Entonces… regresa mañana. Con eso. Y veremos qué puede hacerse.
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Cuando se fueron, Tiel se quedó en el porche con ella, observando cómo el carro desaparecía por el camino embarrado.
—No me gusta —dijo él finalmente—. No que vengan. No que sepan.
Ayla no respondió.
Porque lo cierto era que ella tampoco sabía cuánto sabían realmente.
Ni cuánto podía ofrecerles sin que el claro pidiera algo a cambio.
Esa noche, volvió al jardín.
El claro no la llamó, pero ella fue.
Allí, entre las flores, encontró un nuevo brote.
No sabía de quién era el deseo aún.
Pero algo le decía que Velgard no solo había traído visitantes.
Había traído una historia.
Y quizás… una advertencia.