Capítulo 18: El Lienzo de los Silencios

El día siguiente llegó sin lluvia, pero con un cielo tan gris que parecía que el mundo había olvidado cómo ser azul. El silencio que colgaba en el aire tenía un peso particular, como si algo estuviera a punto de revelarse. Ayla lo sintió incluso antes de abrir los ojos.

Había soñado con flores que no brotaban, con tierra seca y raíces rotas. En el centro del claro, su abuela la observaba sin hablar. Solo le tejía, en silencio, otra manga como la que ahora cubría su brazo, y cuando se la colocaba, el dibujo que solía aparecer en su piel no estaba.

Despertó inquieta.

Y aún no entendía por qué.

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Carys volvió poco después del mediodía. Venía sola, y traía entre sus manos un pequeño pañuelo de lino color lavanda, gastado en las orillas, con una bordadura deshilachada en una esquina. Cuando lo extendió en la mesa, lo hizo como si pusiera algo sagrado.

—Era suyo —dijo—. Lo lavé, pero aún huele a ella.

Ayla lo tomó con cuidado. No necesitaba olerlo. Podía sentirlo.

No era un objeto cualquiera.

Estaba impregnado de deseo. De un dolor callado. De una promesa que no se cumplió.

Y algo más.

Un rastro casi imperceptible de resistencia. Como si alguien se aferrara a una sombra para no desaparecer del todo.

—¿Puedo tocarlo… en otro lugar? —preguntó Ayla—. Uno más privado.

Carys dudó, pero asintió.

—Solo… ayúdame a entender. Si no puedes salvarla, al menos dime si todavía está allí.

Ayla no prometió nada. Solo llevó el pañuelo al claro.

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El jardín la recibió con un murmullo suave. Las flores se mecían sin viento.

Una flor nueva —de pétalos color lila con bordes oscuros— había crecido cerca del círculo central. Ayla no había visto esa flor antes. Sabía que no estaba ayer.

El pañuelo pareció responder al aire del claro. El dibujo en su brazo, oculto bajo la manga tejida, se movió apenas, una línea tenue brillando como si estuviera viva bajo su piel.

Se arrodilló frente a la flor y la tocó.

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Fue como caer en una habitación sin luz.

Un espacio sellado, quieto, envuelto en seda y silencio.

Y en el centro, una figura sentada en una mecedora invisible, los ojos abiertos pero sin ver, las manos cruzadas sobre el regazo.

Ayla comprendió, sin palabras, que era la madre de Carys.

No era pena.

Era exilio. Voluntario o no, esa mujer se había refugiado en algún rincón profundo de sí misma, y ahora no sabía cómo volver.

Y entonces, una voz. Suave, rota.

—“No quería ser un peso. Solo quería que nadie me viera desmoronarme.”

—¿Quién te pidió que te ocultaras? —preguntó Ayla, aunque la mujer no podía oírla—. ¿Por qué crees que amar es no molestar?

Una flor creció a su lado. Pequeña, blanca, temblorosa.

Y otra línea se dibujó en su brazo: “No toda tristeza necesita cura. Algunas solo piden ser compartidas.”

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Cuando abrió los ojos, aún estaba en el claro.

Y el pañuelo… el pañuelo ya no pesaba como antes. Era solo tela. Lino viejo.

Pero en la flor lila recién nacida, Ayla sintió un cambio: la tristeza aún estaba allí… pero ya no era una prisión. Solo un cuarto oscuro donde alguien había encendido una vela.

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Volvió a la cabaña al atardecer.

Carys estaba en el porche, mordiéndose las uñas. Tiel le había servido té, pero no lo tocaba.

—¿Y bien?

—Tu madre sigue ahí. No está perdida —dijo Ayla—. Pero necesita que la esperes. Que le hables aunque no responda. Que le digas que su dolor no te aleja.

Carys respiró hondo. Y después, por primera vez, lloró.

No de desesperación. Sino de comprensión.

—Gracias. No sé si ella podrá oírme… pero yo sí necesitaba saberlo.

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Cuando cayó la noche, Ayla pensó en la flor nueva.

En cuántas veces alguien se había escondido en su propio corazón para no molestar.

Y entonces notó algo que la inquietó.

La flor no había desaparecido como otras.

Seguía allí.

Brillando apenas.

Como si ese deseo no fuera solo de Carys.

Como si alguien más compartiera ese anhelo… ese intento de comprender a quien siempre sonreía, incluso cuando dolía.

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Esa noche, cuando Tiel vino a despedirse, Ayla lo observó más de lo habitual.

Él le preguntó si estaba bien. Ella dijo que sí. Y él sonrió. Pero no del todo.

Y entonces lo supo.

La flor no era solo de Carys.

Había otra persona que deseaba entender.

Que deseaba saber por qué Ayla siempre sonreía cuando estaba triste.

Y esa persona estaba cada vez más cerca.

Demasiado cerca.