Al menos la comida es decente. Y la ducha caliente ha hecho maravillas en mi cuerpo. Me escuecen las marcas de la fusta del profesor, pero al menos he podido lavarme con tranquilidad. El vestuario de hombres estaba en silencio, así no el de las mujeres, que hemos podido oír gritos a través de las cañerías de la ducha. ¿Pero qué estarían haciendo?
He seguido al grupo, como una oveja al matadero, siguiendo el olor de comida recién hecha. El lugar es amplio, con grandes ventanales y mesas largas dispuestas en ocho líneas. La mayor parte de los lugares están ya ocupados por gente que no han tenido que ducharse tras correr bajo el sol, suertudos de ellos. He cogido una bandeja y, sorpresa, es un menú cerrado. Más pesadillas del colegio. No es que sea tiquismiquis, pero, hombre, si no me apetece guisantes tampoco se va a acabar el mundo, ¿no? Que ya no soy un niño.
Me siento en la primera mesa con hueco y me sorprendo cuando a mi alrededor toman asiento el resto de mis compañeros. Está el tipo con pinta de hípster, Jade o Jake, o algo por el estilo, Zacarias y el casi jubilado. A los lados se extienden otros tipos, y en segundos todo se llena de ruidos y conversaciones.
―Tiene una pinta asquerosa ―suelta el malcriado adolescente.
―No es para tanto ―le respondo, agradecido por el plato de verduras cocidas. El sabor no está mal.
―Tú no tienes gusto ―me increpa, y yo lo miro por encima de mi tenedor―. Te has corrido porque un tío te ha tocado los pezones, tienes un gusto nefasto
Suelto un suspiro. Me lo esperaba, desde el momento en el que el profesor, de cierta manera. La adultez después de todo no es más de la sala posterior a la adolescencia, y no todos se sacuden la estupidez en la primera etapa. Este ni siquiera ha dado un paso fuera de esa etapa.
―Cállate, Zacarias ―le ordena el hípster. Jade, definitivamente era Jake―. Todos vamos a acabar ahí arriba, más te vale comenzar a aceptar las cosas tal como son.
―A mí nadie me va a tocar los pezones, te lo aseguro ―dice, brabucón. Me planteo cambiar de mesa, miro a mi alrededor y veo que ya no hay sitios. Mierda, siempre tarde.
―Pero reconozco que la jovencita, esa pequeñita, ayudó mucho ―dice el viejales de barba blanca. Me ofrece la mano por encima de la mesa y yo se la cojo dubitativo. Este es el capullo―. Soy Ramiro, mucho gusto.
―Paul.
―Sí, sí, todos te conocemos ya tu nombre. Eres el preferido de los profesores.
―¿Qué? Yo no soy el…
―¡Claro que sí! ¿Acaso no te han elegido ambos?
Me muerdo la lengua, consciente de esa coincidencia y maldiciendo por ello. Solo me faltaba criar ese tipo de fama. Me callo y aparto los guisantes del salmón. No pienso comérmelos, gracias.
―¿Qué nos toca esta tarde? ―pregunta Jake.
―Ni zorra, algo sobre Ética o lo que quiera que signifique eso.
―Oh, te vendrá bien entonces.
Le levanta el dedo de en medio, y yo escondo mi sonrisa. Jugueteo con el pan mientras miro por si encuentro a Vera. Quería haber hablado con ella un poco. Quizás después de clase… tenemos varias horas libres antes de la cena y los juegos de convivencia obligatorios, si pudiera tenerla solo unos minutos para mí… Mierda, ¿en qué estoy pensando’ ¿Qué le diría? ¿cómo vamos a comentar todo lo que nos está pasando? Con lo vergonzosa que es, seguro que sale corriendo toda roja. Aunque, por otro lado, me ha sorprendido su audacia. Era como si convivieran en ella dos personas distintas, y cuando la ropa se le cae, llega la lanzada, la chica que no duda en lamerme los pies. Su mirada, lasciva y ardiente, aún me pone.
―Se van a hacer largos estos tres meses… ―suspira Jake.
―Yo ni siquiera debería estar aquí ―gruñe el viejo.
―¿Te denunció tu mujer o qué? ―pregunta sin ninguna delicadeza el gallito.
―A ti seguro que te metió aquí tu madre ―le responde enfurecido Ramiro.
―¡No menciones a mi madre! ―salta Zacarias, poniéndose de pie y amenazándole con un tenedor.
―Vale, vale, calma ―dije. A ver, que me importa un dedo que estos dos se maten entre ellos, pero estoy en el camino de ese tenedor y me gusta tener dos ojos.
―¡Pues que él no mencione a mi madre! ―se repite más que el ajo.
―Sí, sí, lo siento, chaval, anda, cómete la verduras.
Menos mal que corta el rollo la voz de megafonía, porque si no aquí corre sangre seguro. Me anoto mentalmente que debo encontrar otros tipos con los que socializar.
―Disponen de una hora de descanso, pueden salir al exterior, dentro de la demarcación del colegio. No está permitido el contacto con el exterior, se les recuerda que las verjas están electrificadas. No está permitido invitar a otros compañeros no autorizados a sus dormitorios, por favor, absténganse de comportamientos impropios. Mantengan la decencia fuera de las aulas. El postre se servirá en la sala anexa en cinco minutos. Un postre por persona, aquellos que incumplan las normas serán sancionados.
La gente que ha dejado de hablar se lanza a comentar las indicaciones. Supongo que todas ellas estarían en los papeles que he firmado, pero ¿quién lee toda esa palabrería? He aceptado tantas coockies en mi ordenador que seguramente mi alma ya se haya subastado al mejor diablo. Termino con el salmón crudo, el resto se apresuran a terminar sus raciones a regañadientes. Una hora no es mucho tiempo, aunque seguro que me da tiempo a echarme una cabezadita.
Se escucha una alarma petrolífera y las puertas del fondo se desbloquean. Los que están más cerca se apresuran a llevar la bandeja a los contenedores y tirar las sobras.
Yo también me levanto, me apetece algo dulce para quitar el mal sabor de boca, y cuando me acerco a las puertas, veo que está casi a oscuras. Frunzo el ceño, y mientras la cola avanza y mis ojos se van acostumbrando, comienzo a percibir otras cosas. Han echado las cortinas, no dejan pasar la luz. La fila pasa por delante de las mesas del fondo y después sale por la otra parte. Hay un silencio sobrecogedor, solo roto a ratos por los susurros nerviosos de los que me preceden. Han encendido velas, velas de verdad, que titilan y mueven las sombras de manera sugerente. Esto tiene algo de confesionario, de recogimiento.
Huele a algo dulce, como a fresas, y se me hace la boca agua. ¿Nos darán helados? ¿Pastel de fresas?
―Da un mal rollo que te cagas ―susurra una mujer alta de piel oscura detrás de mí.
Llego al fin a la primera mesa, y me paro de golpe. Sí, definitivamente son pastel de fresas. Tienen una pinta estupenda, cortados en cuadraditos, con nata montada y bizcocho suave. Si no fuera por la prohibición me comería dos o tres trozos. El problema es que la bandeja.
O la falta de ella, más bien.
Porque los pastelitos están expuestos sobre una mujer desnuda, con los ojos vendados. Está ahí tumbada, la mar de relajada, totalmente inmóvil porque tiene todo esos pequeños pastelillos sobre la piel. Sé que está viva porque le veo mover el pecho, arriba y abajo, haciendo temblar la comida con cada oscilación.
―Putos degenerados ―susurra la chica detrás de mí. Y no puedo estar más de acuerdo.
Entreveo el resto de mesas: hay dos hombres y dos mujeres, en igual actitud. Han sido rasurados por completo, no hay un solo vello en sus cuerpos. Mantienen una actitud relajada, mientras los estudiantes van cogiendo un pedacito del postre. Pero no con la mano, hay un cartel justo delante que indica que debe hacerse con la boca. Joder. Ya estamos de nuevo.
Una mujer vigila las mesas con ojo avizor. Si alguien trata de coger un postre con las manos, o de marcharse sin haberlo comido, apunta con su dedo y mira a cámara, y no me cabe duda de que están anotando todos nuestros nombres para castigarnos después.
Titubeo cuando me toca. La chica debe estar en sus veinte, el pelo de color dorado le cae en bucles sobre la mesa. Le han pintado los labios de un carmesí a juego con las fresas brillantes que coronan cada pequeño mordisco. Tiene rastros sobre la piel, allí donde la gente ya le han comido algún pastelillo. Me inclino sobre ella, y el exquisito perfume se hace más fuerte. Las luces de las velas me hipnotizan, hacen brillar esa piel levemente pringada por el dulce. Acerco mis labios a una pieza especialmente atrayente, debajo de su obligo y le pego un bocado tratando de no mancharme con el resto de piezas.
Quizás porque estoy nervioso o porque esta no es una postura cómoda, el bizcocho se me parte y se desliza suavemente hacia abajo, hacia ese pubis sin pelo. La desconocida se estremece al sentir ese trozo, que acaba alojado en el triángulo que forman sus piernas y su coño. Joder, es súper erótico.
Miro hacia la supervisora, que me sonría y hace un gesto con la cabeza, y yo no lo dudo. Paso mi lengua por el reguero de nata que ha dejado desde el ombligo y me adentro en el hueco para sorber los restos que allí han quedado, dejando toda la zona impoluta. La chica hace un mohín ahogado cuando me levanto y me limpio la boca con la mano.
Madre mía, está buenísimo.