Según el calendario que nos han dado, tenemos unas tres horas hasta la cena y luego una hora más de descanso. No es mucho, teniendo en cuenta que debemos hacer trabajos en grupo, asistir a los clubes y hacer nuestra propia colada. Queda poco tiempo para hacer cualquier cosa. Aunque pudiéramos hacer algo aquí, claro.
Veo gente en el extremo del jardín realizando ejercicios de yoga y pilates. Parecen muy zens y me planteo unirme, aunque me da demasiado corte. Esta gente tiene un cuerpo escultural, delgados y fibrosos, que me dan mucha envidia. Asombrada observo como una se contornea y se coloca en una posición similar a la de la niña del exorcista.
―Hay una biblioteca ―me informa Annia mirando un manoseado mapa de un folio que no sé de dónde habrá sacado.
No me interesa demasiado, pero entre compararme con los del cuerpo perfecto y mirar un par de libros para matar el tiempo, me quedo con lo segundo.
―Seguro que tienen solo Kamasutras ―se burla Silvia.
Es una idea interesante, y eso despierta la curiosidad del resto de chicas. No sé por qué seguimos todas juntas, supongo que nos sentimos algo más seguras en grupo. Dirigimos nuestros pasos hacia el interior de nuevo, y subimos las escaleras que dan al tercer piso. Estas están menos transitadas, solo algunas personas sentadas en los escalones entablando amistad o morreándose en las oscuras esquinas a las que las cámaras de seguridad parecen no llegar. Se ve que las clases han pegado fuerte en algunos de ellos, no los culpo. Aunque nos han recomendado no entablar relaciones sexuales durante nuestra formación, creo que va a ser difícil para todos el mantener ese nivel de abstinencia. Me siento como el perro del Paulov, salivando por el olor de feromonas sexuales suspendidas en el aire.
En la biblioteca nos recibe de golpe el aire acondicionado, súper gustoso. Se ve que los libros son importantes y su preservación es prioritaria, al contrario que los estudiantes asistentes a las clases. La biblioteca es bastante más amplia de lo que esperaba, y no, no tienen solo libros de Kamasutras. Miro con curiosidad los diferentes estantes: Filosofía, autoayuda, libros ilustrados, anatomía, estudios románticos. Aunque casi todos tienen algún tipo de título sugerente y veo que la temática sexual es común a todos ellos, está bien surtida. Es evidente que no quieren que olvidemos ni por un momento el motivo por el que estamos aquí. Una inmersión absoluta por los siguientes tres meses, el culto absoluto al placer y el hedonismo. Serían unas vacaciones del ajetreo de ser adulto si no fuera por todas esas restricciones que hubieran violado los derechos humanos hasta hace diez años.
Hay largas mesas entre las estanterías y un ventanal que cubre todo el ala derecha. Por las cortinas se cuelas los rayos del sol, mucho más tenues ahora que se acerca el ocaso.
―¿Tendrán ordenadores? ―pregunta en alto Annia. Sin esperar, sale corriendo hacia el mostrador del bibliotecario donde se encuentra un chico con pinta de intelectual, con gafas de pasta y camisa blanca. El logotipo del instituto se encuentra bordado en verde sobre su bolsillo derecho.
Perdemos a Fidelia frente a la sección de novelas románticas. De esos cuyas portadas son clave para la historia, con hombres musculosos y descamisados mostrando sus mejores atributos a las lectoras. Me lo esperaba de alguna manera, son las novelas que mi tía Luisa devora.
Yo sigo dando vueltas, paseando sin buscar nada en concreto. Paseo la mano por encima de los lomos de los libros a mi altura y me abstraigo en el tacto suave de estos. Veo gente sentada en las mesas y miro por encima de sus hombros las imágenes sobre vaginas, pechos y estudios anatómicos que me resultan tan poco excitantes. En la esquina más alejada, en el estante superior, veo un tomo en color rosa chillón que llama mi atención: Feminidad latente. Trato de alcanzarlo, pero no llego. Esto de ser pequeña es una maldición heredada de mi abuela. Mi madre, con su metro setenta, es una mujer incapaz de tratarme como una adulta debido a ello. Puede conmigo, por lo que solo lo veo un par de veces al año, en su cumpleaños y en navidad.
Miro a mi alrededor en busca de alguna escalera de manos, o un taburete, pero nada. No creo que esas sillas de plásticos aguanten mi peso, así que doy un pequeño saltito por si llegara hasta él. Nop, cerca, pero no lo suficiente. Me sostengo de la balda más a mano, estudios del medievo sobre sexología, y me encaramo peligrosamente a la estantería.
¡Mierda! Pierdo el equilibrio, y me tambaleo hacia atrás.
―Cuidado.
Una mano empuja la estantería tambaleante y otra me atrapa al vuelo. Mi salvador me coloca de pie, segura y con todos mis miembros intactos. El corazón me va a mil ante el desliz que acabo de cometer, aunque, bueno, tampoco es que creo que me hubiera hecho mucho daño. A mi dignidad en todo caso.
Miro a mi héroe y me sorprendo porque no sé si es salvador o salvadora. Es una persona, eso seguro. Tiene pearcings en las cejas, oídos y labio y dilatadores en las orejas. Lleva el pelo corto, puntiagudo, teñido de rubio platino, y el uniforme que viste le marca como personal de las instalaciones. ¿Trabajará en la biblioteca?
Miro directamente a su pecho, un poco confundida, tratando de recordar el tacto del mismo contra mi nuca. Porque, jolines, es largo. O larga, apenas le llego por debajo del sobaco. Con la camiseta holgada no parece que haya pechos ahí debajo, pero a estas alturas de la vida yo ya no doy nada por supuesto. Un rápido vistazo a su paquete, o donde debería haber uno si fuera un hombre, me obtengo la misma información que mirarle a los ojos.
Me sonríe cuando se da cuenta de que estoy mirándolo fijamente con la boca abierta. Sea lo que sea, es amable, y acaba de salvarme de la humillación pública, así que enrosco mi pelo con un dedo y me ponga roja mientras balbuceo un gracias.
―¿Querías este libro? ―Me indica, recogiendo como si nada el lomo rosa por encima de mi cabeza.
Me sonrojo más.
―Emm, sí, solo quería echarle una ojeada, gracias.
―Es muy interesante. Te recomiendo no saltarte el capítulo sobre el autoreconocimiento en el espejo, es un poco duro al principio, pero te va a encantar.
Cojo el libro con las orejas totalmente rojas. Hay algo en esa sonrisa pícara que me tiene enganchada.
―Si quieres, cuando termines con ese, puedo recomendarte alguno más.
―Yo, hem, claro, sí, gracias.
―Siempre estoy aquí por las tardes, así que pregunta por mí cuando vuelvas. Me llamo JO.
Claro, un nombre que sirve para chico y chica. Evidentemente, esta persona no quiere ser etiquetada. Pero eso me está matando de curiosidad.
Desde su altura, me dirige otra sonrisa de medio lado, y se marcha de allí recogiendo de la mesa una pila de libros que debía traer consigo cuando me atrapó. Por un vago momento fantaseo con no ser la cobarde que soy, y pienso en todas esas escenas de las películas, donde una chica es salvada por un hombre arrebatadoramente apuesto. Lo de misterioso lo tenía. De ser otra, quizás hubiera alzado su cabeza y le hubiera dado un beso de agradecimiento. Solo para saber si sus labios olían a cereza o a cedro. Pego un bufido, puede que también haya heredado la tara genética de mi tía Luisa.