Capítulo 8: Entre corrientes

Cuando el sol finalmente se ocultó en el horizonte, la joven lisiada llegó frente a un antiguo edificio, idéntico a los que lo rodeaban. Sus paredes, teñidas de colores pálidos, estaban decoradas por enredaderas y manchas de moho que trepaban como si quisieran devorar la estructura. Daba una sensación de abandono, aunque encajaba perfectamente con el ambiente del lugar.

Cojeando con la ayuda de su improvisado bastón, entró en el edificio. El olor a humedad y polvo invadió su nariz de inmediato, pero no se inmutó; ya estaba acostumbrada. Continuó su camino como si nada hasta llegar a una puerta antigua y desgastada, que abrió con sumo cuidado, procurando no hacer el más mínimo ruido.

El interior, de una sola planta, estaba decorado humildemente con muebles de madera ajados por el tiempo. La oscuridad apenas dejaba distinguir los objetos. En completo silencio, tomó un pequeño plato con una vela casi consumida y la encendió, dejando que su tenue luz suavizara la penumbra.

Con esa escasa iluminación, el fondo de la casa se volvió apenas visible, revelando la figura de un niño pequeño, de cabello negro y corto, dormido plácidamente en una cama individual. Estaba envuelto en una gruesa manta, de espaldas a la puerta. A su lado, una segunda cama esperaba ser ocupada, aunque esta no tenía ninguna manta que ofreciera abrigo.

Colocando la vela sobre una mesa desgastada, la joven se obligó a enderezar su pierna dislocada. Con una vieja toalla entre los dientes, se preparó. Haciendo fuerza con los brazos, comenzó a girarla poco a poco. No pudo evitar gemir por el dolor, pero gracias a la mordida en la tela y a una voluntad férrea, logró no despertar al niño. Cuando finalmente colocó la pierna en su lugar, cerró los ojos con fuerza, conteniendo las lágrimas, sabiendo que lo peor, al menos por esa noche, ya había pasado.

Con cuidado, sujetó la pata rota de una antigua y pequeña silla. Luego, con una de las cuerdas que solía usar para amarrar los maderos que le servían de apoyo, ató su pierna, forzándola a no doblarse.

Soportando una última oleada de dolor y con la pierna firmemente sujeta, se acercó al pequeño niño que dormía plácidamente. Lo observó en silencio, con sus brillantes ojos rubí encendidos en la penumbra. Finalmente, se recostó en la cama vacía y, desabrigada, se dejó arrastrar por el sueño.

El sol aún no había iluminado del todo la humilde casa cuando los golpes en la puerta la despertaron abruptamente. Durante unos segundos dudó si levantarse, inmóvil entre las sábanas gastadas, hasta que se obligó a hacerlo, cuidando de no forzar la pierna herida.

Entre paso y paso, cojeando, llegó hasta la entrada y abrió con cautela.

"¿Quién es?" preguntó con voz ronca, aún tomada por el sueño.

Esperó una respuesta. Pero en lugar de palabras, la puerta se abrió de golpe. No alcanzó a reaccionar: cayó al suelo, aunque logró amortiguar la caída y proteger su pierna.

Del otro lado, un hombre enorme —tanto en altura como en peso— se mantenía en pie con una pierna aún alzada tras patear la puerta. Vestía un traje gris impecable que desentonaba con el entorno miserable. Sus ojos, de un rojo profundo, y su cabello negro eran idénticos a los de ella.

"¿Por qué no viniste anoche a completar el trabajo? ¿Dónde está la llave, maldita puta?"

Sin bajar siquiera la pierna, el hombre lanzó la pregunta como una sentencia, con una impaciencia que no dejaba lugar a explicaciones.

Ante la actitud del hombre, ella solo pudo tragarse las palabras que temblaban en su garganta y bajar la cabeza. Su mirada se desvió por un momento hacia su pierna herida, y entonces cerró los ojos con resignación.

"Caí en una emboscada... y me robaron la llave. Perdón...". Su voz fue apenas un susurro, quebrada por el miedo y la vergüenza al recordar lo sucedido. Pero esas palabras, suaves y sinceras, solo alcanzaron para hacerle fruncir el ceño al hombre, cuya expresión se deformó en una mueca de ira pura.

Incapaz de contenerse, no dudó ni un segundo en entrar a la casa. Sin molestarse en cerrar la puerta tras de sí, comenzó a golpearla brutalmente con patadas.

"¡Maldita puta inútil...! Para un solo trabajo que te doy y no lo cumples... ¡Así me agradeces que no te haya vendido aún!". Cada palabra iba acompañada de una patada. Entre golpe y golpe, la joven apenas se movía. Se dejó golpear, impotente, mientras el dolor volvía a apoderarse de su cuerpo. Pero no lloró. Las lágrimas no salieron. Solo el silencio, denso, ahogado, fue su única respuesta mientras esperaba a que el castigo terminara por sí solo.

Cuando por fin el hombre se cansó, su respiración agitada fue lo único que rompió el aire. Ella, sin aliento, apenas logró toser. Entonces alzó la vista, con los ojos encendidos por una ira muda, y lo miró directamente.

"¡Tata!" La voz aguda de un niño rompió el ambiente con la fuerza de un trueno en medio del polvo.

En algún momento del escándalo, el pequeño había despertado. Incapaz de comprender lo que acababa de presenciar, corrió hacia su hermana en cuanto el hombre dejó de golpearla.

Observándolo con ira desde el suelo, el niño permanecía al lado de su hermana, impotente, con esos mismos ojos rubí que ahora temblaban de miedo frente al hombre.

Tras un largo y tenso silencio, el intruso abrió la boca de nuevo: "¡Rena, tienes mucha suerte de que tu cuerpo no sirva ni para ser una puta del montón! Tienes tres días para recuperar la llave, ¡si no, no dudaré en venderte aunque sea gratis!"

Con esas últimas palabras, cargadas de desprecio, se dio la vuelta y salió de la casa. Mientras se alejaba, dio una patada a un pequeño madero que había caído del techo. "¡Tsk, maldita puta!"

Cuando finalmente la paz volvió a instalarse en la humilde vivienda de una sola planta, fue el pequeño quien habló primero. Su voz temblorosa rompió el silencio como un susurro en un templo en ruinas. "¿Estás bien?"

Rena, aún jadeando por los golpes en el estómago, no respondió al instante. En su lugar, abrazó con fuerza a su pequeño hermano. Solo cuando por fin el aire volvió a sus pulmones, pudo susurrar con suavidad: "Sí..."

...

Bajo un cielo despejado e iluminado por la luz dorada de la mañana, el muelle abandonado se encontraba lleno de personas vestidas con tonos naranjas y ligeras armaduras. La gran mayoría portaba un afilado florete colgado al cinturón.

Exceptuando algunos hombres que hacían guardia en las entradas, casi todos se habían reunido en el centro, observando con incredulidad la escena sangrienta.

Casi cien cuerpos habían sido cortados limpiamente por la mitad. Entre ellos, destacaban dos que simplemente habían sido decapitados.

Acompañado por dos guardias vestidos igual que el resto, un hombre cruzó el umbral del muelle y se adentró con paso tranquilo en el centro del caos. Vestía una larga gabardina de trinchera castaña e impoluta que cubría sus pantalones y una camisa de lino negro. Su piel, bronceada por el sol, contrastaba con el blanco de su cabello y el azul claro de sus ojos, que le conferían un aire elegante y refinado, desgastado pero firme.

Uno de los guardias, al reconocerlo, no tardó en llamar a su superior. Al poco tiempo, un hombre vestido igual que los demás se plantó frente al recién llegado.

"Al fin llegas, Luke. Te ha costado", dijo con una voz grave, no molesta, sino cordial.

Ante esas palabras, Luke soltó una breve risa y se rascó la cabeza con fingida torpeza.

"¿Sí? Lo siento. Sabes que me lío un poco con los tiempos", respondió con un tono bromista y alegre.

El superior no respondió al gesto, habituado a esa actitud que contrastaba con la apariencia pulcra y serena de Luke. Simplemente señaló el lugar.

"Esta es la escena. ¿Qué opinas? ¿Has visto ya algo?"

Luke no respondió de inmediato. En lugar de ello, volvió a observar a su alrededor con atención.

"Todavía no... pero puedo empezar si me dejáis solo."

Su tono había cambiado. Ya no era ligero ni bromista, sino sereno, casi ausente, como si sus pensamientos comenzaran a desplegarse más allá del momento.

El superior, que parecía esperar esas mismas palabras, no dijo nada más. Dio la orden de evacuar el muelle. En menos de dos minutos, los guardias se retiraron, dejando el lugar completamente silencioso. Solo Luke permanecía de pie, rodeado por los cadáveres.

Sin perder tiempo, introdujo la mano en uno de los múltiples bolsillos de su gabardina y sacó un fino guante blanco grisáceo. El material, cuidadosamente elaborado, recordaba al lino de su camisa.

Lo observó unos segundos en silencio. Luego se lo colocó con calma.

El mundo, al instante, pareció desacelerarse. Todo a su alrededor se volvió lento, denso, como si el tiempo se hubiese coagulado. Su mente, en cambio, se despejó por completo.

Por tercera vez, contempló la escena.

"102 cuerpos cortados a la mitad. Todos al mismo nivel. La sangre se dispersa en forma circular… eso indica que el punto central fue el origen del ataque. Un único golpe en área. El corte no alcanzó los edificios… lo detuvo justo después de partir a los hombres."

Caminó lentamente entre los cuerpos, sin alterar su expresión.

"Dos decapitados. Ambos confirmados como Argantha de ramas secundarias. ¿Por qué atacarlos a ellos específicamente? ¿Y por qué decapitarlos, cuando a los demás solo los partieron?"

Se detuvo un momento, con la mirada fija en uno de los cadáveres.

"Tantos hombres... ¿fue una emboscada? ¿O un ataque planificado? Si fue emboscada, el sospechoso se presentó sabiendo que lo esperaban. Muy arriesgado. Si fue un ataque planeado, eso explicaría la preparación y la presencia de refuerzos… pero ¿por qué no alertar a sus familias? ¿Fue decisión de la rama abandonada? No… no están en posición de hacer algo tan llamativo aún. Si están tramando algo, todavía debe de estar en fase de organización."

Chasqueó la lengua, frustrado.

"Me falta demasiada información. El sospechoso no dejó pruebas. Ni testigos."

Sus palabras, aunque pensadas en voz alta, eran pronunciadas con un tono neutro, concentrado. Como si hablara no para ser escuchado, sino para ordenar un rompecabezas invisible en su mente.

Con la observación completada, no mantuvo el guante ni un segundo más. Al quitárselo, todo a su alrededor volvió a la normalidad, mientras su mente, antes clara como el agua, se tornaba pesada y lenta.

Permaneció unos minutos más en el centro del muelle, mirando en silencio el cielo despejado, tratando de soportar la incomodidad que le provocaba la lentitud de sus pensamientos tras el uso del guante.

Finalmente, el superior regresó, acompañado de tres hombres.

"¿Has terminado ya?" preguntó, rompiendo el silencio.

Luke, aún en medio del círculo de sangre, exactamente en el punto donde había deducido que se originó el ataque, bajó la cabeza y asintió. Luego se acercó al guardia con pasos lentos y arrastrados.

"Necesito toda la información que se tenga sobre estos dos miembros de la familia Argantha. Si actuaron de forma extraña en los últimos días, lo quiero saber. También cualquier posible motivo por el que alguien pudiera ser chantajeado. Cualquiera. Y por último… quiero una reunión a solas con Lidia."

Sus palabras, lentas y torpes por el cansancio mental, sonaban más a una obligación que a una petición.

"Sí," respondió con firmeza el superior, sin dudar.

Tras reorganizar a los guardias en el interior y esperar la llegada del equipo de limpieza, Luke fue escoltado por cuatro hombres.

Avanzaron entre las calles de Farne bajo la mirada curiosa y desconfiada de los ciudadanos, hasta llegar al centro del distrito. Allí se alzaba una gran iglesia que sobresalía entre las demás estructuras por su majestuosidad, decorada con tonos azules, verdes y plateados.

Era la principal iglesia de Farne: la Iglesia del Santo Oleaje, dedicada a la diosa más venerada del Mar Medio, Náurya, señora del oleaje y las corrientes.

El interior del templo era amplio, decorado con columnas, bancos para los creyentes y decenas de conchas y criaturas marinas disecadas. Al fondo, bajo una gran bóveda de cristal teñido de azul, se alzaba una enorme estatua de piedra adornada con zafiros, rubíes y lapislázuli.

Representaba a una hermosa mujer de rostro sereno, vestida con ropas finas que se convertían en olas al llegar al suelo. Su mano izquierda, que señalaba hacia abajo, sostenía un bastón ceremonial con tallas marinas; la derecha, extendida hacia el frente, ofrecía a los fieles una esfera de cristal azul claro, brillante como la luz que se filtraba entre las aguas.

Frente a ella se encontraba el altar, donde el sacerdote oficiaba la misa cada jueves, el día consagrado a la diosa. A la izquierda del altar, oculta entre los muros y apenas visible incluso desde cerca, había una puerta camuflada que solo podía encontrarse si se la buscaba con insistencia.

Luke cruzó el pasillo central, avanzando entre los creyentes que rezaban en silencio. Al llegar a la puerta oculta, sus cuatro escoltas se detuvieron. Él, sin detenerse, la cruzó solo.