Con la llegada de la luna nueva, la oscuridad se cernía con peso sobre el puerto de Farne. El barco del Dragón Blanco reposaba en silencio, quieto y sereno, con solo cuatro ventanas iluminadas, entre ellas, la del camarote del capitán.
En su habitación, Gehrman, ya vestido con ropas limpias, libre de sangre y con una recien cerrada herida en la frente, abrió la puerta de su camarote con una expresión decidida en el rostro.
"¿A dónde vas?"
La voz surgió desde la sombra. Fhyl lo esperaba recostada contra la pared del pasillo, apenas visible en la penumbra.
Gehrman, incrédulo, frunció el ceño con una mueca de disgusto.
"¿En serio?" murmuró, sin ocultar el fastidio en su voz.
Fhyl no respondió. Cruzó el umbral con elegancia y se sentó sobre la cama, acomodando su postura con la misma calma que marcaba siempre sus gestos.
"Entonces, ¿a dónde vas?" repitió, con suavidad.
Gehrman cerró la puerta con un leve chasquido. Su rostro, medio oculto por las sombras, mostraba clara impaciencia.
"Si ya lo sabes..." dijo con desdén, apoyándose de espaldas contra la puerta. La habitación quedó en silencio, apenas interrumpido por el rumor lejano del mar.
Fhyl lo miró directamente, sin parpadear, con esa calidez que desarmaba incluso en los peores momentos. Sus ojos buscaban los suyos, y tras unos segundos eternos, Gehrman bajó la mirada con un suspiro rendido.
"Voy a buscar a la niña que me avisó. Si no fuera por ella, no habría podido amortiguar el golpe. Como dice Klema, regla de la ley pirata número tres: las deudas siempre deben ser saldadas."
Se cruzó de brazos, incómodo.
"¿Ya estás satisfecha?"
Fhyl ignoró la ironía. Su sonrisa permaneció, tranquila, firme.
"Sí. Puedes irte. Pero ten en cuenta tres cosas: la primera, esta vez no seas precipitado. La segunda... libera solo lo estrictamente necesario. No estamos en posición de buscar más problemas, menos aún con los Argantha. Y la tercera, no dejes testigos"
Con un gesto suave, alzó la mano y la movió de arriba abajo, como si lo despidiera de su propia habitación.
Gehrman grabó cada palabra en su memoria. Aun así, se contuvo de hacer una broma sobre ser echado de su camarote. Solo abrió la puerta.
Allí, justo donde Fhyl lo había estado esperando segundos antes, apoyado con la punta en el suelo, había un florete común. El mismo que había robado a un guardia y llevado al barco.
"¿No era más fácil dármelo directamente?" murmuró, al tomarlo por el mango.
Fhyl no respondió. Permaneció sentada, tranquila, observando cómo Gehrman se perdía en el pasillo oscuro del barco.
En la cubierta, el viento soplaba con fuerza moderada. La negrura de la noche, acentuada por la luna nueva, era interrumpida apenas por la luz del camarote del capitán y algunos reflejos tenues procedentes del puerto. Sin acercarse a la cabina para evitar cruzarse con su padre, Gehrman descendió del barco con movimientos sigilosos y bien medidos.
Las calles de Farne, todavía vivas tras la caída reciente de la noche, conservaban el bullicio de los últimos transeúntes. No solo había ebrios o prostitutas: algunos comerciantes cerraban puestos, algunos niños corrían de regreso a casa. Todo tenía un ritmo tenue, casi cansado.
Gehrman caminó sin desvíos, siguiendo el mismo trayecto que la noche anterior.
Cuando finalmente llegó al campo seco, amplio y desolado, no dudó. Se acercó sin vacilar a los tres almacenes. Los encontró cerrados, como era de esperarse. Esta vez, sin la llave, trato de frozar la cerradura pero no obtuvo exito.
Frente a las puertas selladas, Gehrman frunció los labios. Su mirada era la de alguien que ya no deseaba cometer errores.
...
En el interior de una sala mediana, cerrada por gruesas paredes de ladrillo grisáceo cubiertas de humedad y moho, decenas de jaulas se apilaban en filas irregulares. Dentro de ellas, mujeres jóvenes de edades variadas yacían encadenadas, desnudas, con los cuerpos marcados por cortes, hematomas y el silencio de una desesperación acumulada.
En una de las esquinas de la sala, tallado en la propia pared, se abría un pequeño hueco que formaba una especie de nicho. Allí, dos hombres rubios y de ojos rubíes —que no aparentaban más de veinte años— jugaban a las cartas con tranquilidad, como si el horror que los rodeaba no tuviera mayor relevancia.
"Me aburro," murmuró uno de los jóvenes con desgana, mientras lanzaba una de las cartas que tenía en la mano sobre la mesa improvisada.
"Bueno... es lo que toca si queremos acumular algunos méritos," respondió su compañero con tranquilidad, bajando otra carta sin siquiera alzar la vista.
Tras un largo suspiro de aburrimiento, el primero robó una nueva carta del mazo.
"¿Crees que en el funeral de mañana vendrá la anciana?"
Su tono era indiferente, casi como si hablara del clima.
El otro pensó apenas un segundo antes de dejar caer otra carta.
"No creo. Solo eran dos miembros de ramas secundarias."
Un sonido seco y violento resonó de pronto en el interior del recinto. Las paredes cerradas atraparon el eco, amplificándolo, deformándolo, impidiendo identificar su origen.
Uno de los jóvenes se sobresaltó. Dejó caer las cartas y se incorporó de golpe.
"¿Qué ha sido eso?"
El otro apenas alzó la vista, sin perder la compostura.
"No lo sé. ¿Vas tú a investigar?"
Su tono era perezoso, casi indiferente. Como si el sonido no hubiese sido más que una molestia lejana.
El primero lo miró incrédulo.
"¿Solo?"
Su compañero, aún manteniendo su expresión cansada y desganada, asintió lentamente antes de responder:
"Alguien tiene que quedarse vigilando la mercancía. De eso me encargo yo."
Tras pensarlo unos segundos, el chico respondió con un simple "voy", y aunque intentaba disimularlo, había algo de temor en su voz. Se dirigió hacia la única entrada y salida del lugar: unas escaleras de piedra que ascendían junto a una de las paredes.
Tomó un pequeño farol que colgaba cerca de los peldaños y comenzó a subir en medio del silencio.
Al llegar a lo alto, la luz tenue —casi inexistente— de la noche se colaba por la puerta entreabierta del almacén, dejando que el aire helado del campo acariciara la penumbra del interior.
"¿La cerré mal...?" murmuró para sí, sin esperar respuesta.
Se acercó con cautela y cerró la puerta con cuidado. Ya se disponía a regresar para avisar a su compañero de que no había sido más que una falsa alarma, cuando un golpe seco y violento retumbó por todo el recinto.
En el hueco de la sala inferior, el otro joven continuaba sentado, con los pies sobre la mesa, jugando perezosamente con una carta entre los dedos. Esperó unos minutos, impasible. Pero su compañero no regresaba.
Frunció el ceño. El silencio comenzaba a prolongarse más de lo habitual.
Con un gesto pesado, se levantó y caminó hacia la escalera. Al no ver el farol colgado, comprendió que su compañero lo había llevado con él. Resignado, empezó a subir a oscuras.
Al llegar al último peldaño, una luz repentina le forzó la vista. Era el farol, tirado en el suelo, derramando su resplandor tenue junto al cuerpo inerte de su compañero. Y bajo su cabeza... un pequeño charco de sangre crecía lentamente, escapando de una herida profunda en la parte posterior del cráneo.
El ambiente se volvió denso, como si la oscuridad se cerrara sobre él.
El chico, que hasta ese momento se había mostrado apático, sintió cómo su desgana se deshacía ante la tensión repentina. Se irguió, los hombros rígidos, y comenzó a girar sobre sí mismo con nerviosismo, buscando entre las sombras algo que no lograba distinguir del todo.
"¡¿Quién está ahí?! ¡Sal, maldito!"
Su voz, crispada por el miedo, retumbó en el pequeño almacén. Pero nadie respondió.
Solo el viento, apenas audible, arrastrando la noche.
El silencio tras su pregunta fue frío y eterno. Lo envolvió, lo dejó solo en medio de la oscuridad del pequeño almacén, como si el mundo hubiera decidido apartarse de él.
Insistente, el joven giraba sobre sí mismo, tratando de ver algo, lo que fuera, en la penumbra. Pero no había nada. Solo sombras y la luz mortecina del farol abandonado.
Tras un largo rato —silencio absoluto, roto apenas por el silbido del viento que se colaba desde afuera—, se decidió a acercarse. Con pasos tensos, se inclinó sobre su compañero, examinándolo con cuidado.
La herida seguía abierta. La sangre le había teñido la mitad del cabello rubio de un rojo espeso y oscuro. Pero, para su alivio, aún respiraba. Su pulso era débil, pero estable.
El joven exhaló, liberando parte de la tensión. Bajó la guardia por un instante.
Fue entonces cuando lo sintió.
Algo afilado se apoyó con precisión en su nuca, y junto a él, una voz grave —forzada, profunda y firme— resonó cerca de su oído.
"Si te das la vuelta, estás muerto."
No fue un grito. No hizo falta. La amenaza estaba cargada de una seguridad que helaba la sangre.
El joven se quedó inmóvil. Un escalofrío le recorrió la columna, pero no dijo nada. Solo alzó lentamente los brazos, obediente, como si sus músculos se movieran por instinto.
La voz volvió a sonar, con la misma frialdad contenida.
"Es sencillo. Te levantas, abres la puerta y te vas. Todo sin darte la vuelta. ¿Queda claro?"
El joven no respondió. No se movió siquiera. El silencio, esta vez, no fue sumisión, sino cálculo.
Y aquello desconcertó a Gehrman.
Por un segundo, dudó. ¿Había sido demasiado blando? ¿Había fallado en el tono?
Ese instante de duda fue todo lo que el joven necesitó.
Giró el cuerpo con brusquedad, levantando el brazo derecho para apartar con él la punta del florete que tenía en la nuca. Al mismo tiempo, con la izquierda, agarró el farol que había estado junto a su compañero y lo usó como arma.
Gehrman reaccionó tarde. No lo suficiente para evitar que le apartaran el arma, pero sí para esquivar parcialmente el golpe.
El cristal del farol apenas lo rozó. Pero la base metálica, más pesada, lo golpeó de lleno en el costado. Un impacto rapido. Real. Doloroso.
Sujetándose el costado derecho, Gehrman retrocedió un paso, con el rostro apenas contraído por el dolor. La zona golpeada ardía, y aunque trataba de mantener la compostura, el golpe le había quitado parte del aliento.
La luz del farol, antes fija entre ambos, ahora yacía desplazada hacia la izquierda. En el forcejeo, y por culpa del sudor que resbalaba de las manos del joven rubio, se había soltado. Cayó al suelo con un crujido seco; el cristal que lo protegía se hizo añicos, dejando a la vela encendida recostada sobre el suelo de piedra.
A la tenue luz titilante, el rostro del joven rubio se mantenía sereno, en tensión, analizando cada uno de los movimientos de Gehrman. A diferencia del pirata, que intentaba con esfuerzo forzarse a parecer tranquilo, el muchacho parecía calculador, discreto. Peligroso.
Gehrman respiraba por la nariz, con los labios apretados. Dentro de él, los nervios se agitaban como un enjambre. Su plan había fracasado. Quiso atraer a los vigilantes para esta vez emboscarlos el .
La mirada fría del joven que tenía enfrente le hacía sentir que cada segundo que pasaba, cada uno de sus movimiento, era evaluado.
Y entonces, como un susurro entre la tensión, las palabras de Fhyl resonaron en su mente.
"Sin testigos."
Sintió un nudo en el estómago. Su mano, temblorosa, se cerró con indecisión sobre el mango del florete.
Sí, tenía ventaja. Tenía un arma. Pero había un problema grave: nunca había usado una en su vida.
Durante el instante en que ambos se miraron frente a frente, el joven ya había memorizado la figura de Gehrman por si acaso. Cabello y ojos oscuros —aunque no podía precisar el color exacto por la escasa luz—, vestido con ropas anchas de tonos castaños claros, una bufanda suelta y unas botas anaranjadas. Algo demasiado llamativo, suficiente para recordarlo sin falta.
Sabía que él estaba desarmado y en desventaja, sin embargo se mantuvo tranquilo y no bajó la guardia. Con los brazos alzados, se colocó en posición defensiva, atento a cualquier movimiento que pudiera indicar un ataque.
Frente a él, Gehrman apretaba el mango del florete con tanta fuerza que la hoja temblaba en el aire. A pesar del dolor en el costado, alzó la punta del arma y la dirigió hacia el joven. Su voz, aún forzada para sonar grave y segura, rompió el silencio.
"Te has dado la vuelta. Ya es tarde para que puedas arrepentirte de ello."
Buscaba imponer su presencia, evitar la pelea. Quería parecer seguro, dominante, como si la victoria fuera una simple cuestión de tiempo.
Pero sus palabras no surtieron efecto.
El joven lo miró fijamente. Lo evaluó.
Y al notar que Gehrman era más joven de lo que había imaginado… al ver el temblor en la hoja del arma… al percibir los nervios tras esa fachada tensa… cualquier resto de respeto se desvaneció.
Su expresión se volvió más fría. No arrogante, pero sí segura. Ya no lo temía.
Gehrman seguía con el brazo extendido, inmóvil, mientras el temblor del florete lo traicionaba.