Con la mirada fija en los ojos de su oponente, el tiempo parecía haberse detenido. Solo el temblor del florete en manos de Gehrman rompía esa ilusión de quietud suspendida.
El joven, con la guardia en alto, esperaba con paciencia el primer movimiento. Pero Gehrman, sin saber qué hacer, se mantenía inmóvil. Estaba atrapado en su propia cabeza, intentando buscar una ventaja rápida, decisiva. Su mente divagaba, repasando opciones: una estocada directa, un corte, incluso la absurda idea de soltar el florete y lanzarse con el cuerpo, aprovechando el desconcierto. Dudaba. Dudaba de todo.
Y los segundos pasaban. Eternos. Solo la llama ondulante de la vela, acostada en el suelo a su izquierda, daba señales de que el tiempo no se había congelado del todo.
Ambos se observaban. Ambos analizaban.
Gehrman ya había ideado más de diez formas distintas de iniciar el combate, cada una con sus respectivos planes de respaldo. Pero el joven frente a él estaba haciendo exactamente lo mismo. Esperando. Calculando.
Fue Gehrman quien rompió el equilibrio.
Con un movimiento rápido de hombro y muñeca, lanzó el florete en un intento de corte diagonal. No era una estocada, y eso sorprendió al joven, quien había anticipado otra cosa. Se agachó por reflejo, esquivando el filo, y se abalanzó hacia adelante. Ya cerca, le lanzó una patada certera a la pierna.
Gehrman torpe y sin técnica. Cayó con todo el peso del cuerpo, logrando apenas evitar rodar por la boca de la escalera que se abría en el centro del almacén.
En el suelo, con el aliento atascado en los pulmones, no dudó en levantarse de golpe. Aprovechó ese impulso para lanzarse hacia su atacante, pero una nueva patada lo interceptó con violencia, arrojándolo de nuevo contra el suelo, gracias la tensión del momento gehrman logro no paralizarse y levantarse esta vez sin acercarse para poder logarlo
con el joven encima y ya sin la ventaja de la destancia gehrman impotente solo podia tratar ineficzamente de soportar los constantes puñetazos por todo el cuerpo que lo atacaban
Sin distancia, sin aire y sin control, Gehrman apenas podía resistir.
El joven se le echó encima, y los puñetazos comenzaron a lloverle sin piedad. Uno tras otro. Golpes secos, duros, veloces. Gehrman no tenía experiencia, no sabía bloquear. Solo podía cubrirse a medias, proteger su torso, su rostro, como buenamente podía.
La nariz sangrante le dificultaba respirar. La boca, abierta y sangrando, sabía a hierro y saliva. La herida de la frente se había reabierto, y la sangre bajaba lenta pero constante por su ceja derecha, nublándole la vista.
Los costados, golpeados repetidamente, habían comenzado a entumecerse. El dolor, al principio punzante, ahora era un ardor profundo que se mezclaba con una sensación cada vez más vaga de debilidad.
Y, sin embargo, no soltaba el florete.
Lo mantenía en la mano con tanta fuerza que los nudillos se habían vuelto blancos. Cada vez que un puño le hacía girar la cabeza, cada vez que su espalda se arqueaba por el dolor, su mano seguía cerrada con furia.
El joven, confiado, no paraba. Ya no golpeaba con prisa, sino con constancia. Sabía que su enemigo no tenía forma de contraatacar. Solo era cuestión de tiempo.
Finalmente, tras un último golpe a la pierna, el cuerpo de Gehrman colapsó hacia atrás. Cayó de espaldas con fuerza, y la mala suerte quiso que lo hiciera sobre los restos rotos del farol. Sintió cómo algunos cristales se clavaban en su espalda con precisión cruel.
El joven lo observó desde arriba, sus ojos rojos como rubíes brillando con una mezcla de control y superioridad. La vela caída, aún encendida, iluminaba desde un costado el rostro de Gehrman.
Y allí, a pesar de todo, él seguía aferrado al florete.
La desesperación se reflejaba en sus ojos oscuros, castaños y profundos. No lloraban, pero ardían. Furia, impotencia, orgullo herido.
Con un cóctel de emociones hirviendo en su mente —dolor, furia, impotencia—, Gehrman reaccionó impulsivamente.
El florete que hasta entonces había sostenido con una terquedad casi absurda, como si su vida dependiera de él, fue lanzado con fuerza, sin apuntar, sin calcular. Solo con la idea básica y brutal de que necesitaba hacer algo.
El joven, que aún lo observaba con esa mirada fría y cargada de superioridad, quedó desconcertado. ¿Por qué lo soltó ahora?¿Después de aferrarse a él como si su vida dependiera de ello?¿Por qué?,
Las preguntas parpadearon en su mente mientras instintivamente se giraba a un lado para esquivar el arma. El florete voló torcido y chirrió contra el suelo de piedra hasta detenerse junto al cuerpo inconsciente de su compañero.
Un segundo de sorpresa. Solo uno.
Cuando volvió a girar la cabeza hacia Gehrman, no tuvo tiempo de reaccionar.
Con un grito desgarrador, bruto, nacido de lo más profundo de su garganta, Gehrman se lanzó hacia él como una bestia herida:
"¡Aaaaaaaaggggghh!"
El cuerpo del joven cayó boca abajo, golpeando el suelo con un sonido sordo. Trató de forcejear, de escapar, pero no podía. El peso de Gehrman sobre su espalda lo aplastaba, y su posición —inclinada, sin apoyo— lo dejaba indefenso.
Entonces lo sintió. Un dolor punzante, helado, le atravesó la nuca a la vez que sentia como un liquido llenaba la unica ruta en su cuerpo para que el aire llegara a sus pulmones
Y luego otro, Y otro más, Y otro más, Y otro más.
Un cristal, largo y afilado, sostenido con furia por una mano ensangrentada, se hundía una y otra vez en la parte posterior de su cuello. Cada puñalada iba acompañada por un grito de Gehrman, sordo, grave, desesperado. Un sonido tan profundo que resonó en las paredes del almacén... y llegó a los oídos de las mujeres encerradas en las jaulas.
No había control. No había pensamiento. Solo ira.
Gehrman no sabía lo que hacía. Solo lo hacía.
Puñalada tras puñalada, el líquido caliente cubría sus manos, manchaba su ropa, resbalaba por el cristal clavado en sus propias manos. La sangre se mezclaba con la que ya brotaba de su nariz, de su frente, de su boca.
Su cuerpo dolía en cada rincón, pero no se detenía.
Hasta que finalmente, el ritmo de los golpes comenzó a disminuir.
Sus brazos pesaban. Su respiración era entrecortada. Poco a poco, su mente fue regresando.
Y cuando la niebla se disipó lo suficiente como para que pudiera ver con claridad... lo vio.
El cuello del joven ya no era un cuello. Era un amasijo de carne destrozada, horadada por el filo de cristal, por la rabia ciega. La sangre empapaba el suelo, sus manos, su rostro. Había dejado de gritar. Y ahora solo jadeaba.
Sobre el cuerpo, claramente sin vida, la mente de Gehrman —aún aturdida, aún volviendo en sí— solo pudo esbozar una frase:
"Lo he matado."
No fue un grito. Ni un susurro. Apenas un pensamiento que se escapó por su boca abierta, seco, ahogado.
Un sentimiento extraño lo envolvió. Como si todo aquello no fuera real, como si aún siguiera atrapado en algún tipo de pesadilla. A lo largo de su corta vida había hecho muchas cosas —engaños, robos, traiciones pequeñas y grandes— que sin duda habían complicado la vida de otros. Pero esta era la primera vez que la muerte de alguien pesaba sobre sus propias manos.
La primera vez que su acción, directa y desnuda, había roto el hilo de una vida.
Incapaz de procesarlo del todo —o quizás, simplemente, incapaz de querer aceptarlo— se apartó del cadáver. Sus piernas temblaban. Tropezó una vez antes de dejarse caer, apoyando la espalda contra la pared más cercana.
Desde allí, con los ojos muy abiertos y el cuerpo cubierto de sangre —propia y ajena— observó la escena como si no le perteneciera: la luz tenue y ondulante de la vela seguía ardiendo, lanzando destellos dorados sobre el cadáver que comenzaba a enfriarse, y sobre el cuerpo desmayado del otro joven, tendido en un charco espeso de sangre.
El olor a hierro, a sudor, a humo de vela... todo se mezclaba en el aire denso del almacén cerrado.
Gehrman apenas podía mantenerse despierto. Si no fuera por el dolor —ese dolor punzante que recorría cada rincón de su cuerpo, que le recordaba que seguía vivo—, probablemente se habría quedado dormido ahí mismo, con los ojos abiertos, sin darse cuenta.
Permaneció así durante un tiempo incierto.
Ni minutos ni horas. Solo vacío.
Trató de regular la respiración, de calmar el temblor en sus dedos, de organizar sus pensamientos, como si reconstruir la escena le permitiera controlarla. La niebla que lo había envuelto desde el ataque comenzaba a disiparse poco a poco, revelando los detalles. La secuencia. Las emociones.
Y con cada recuerdo que regresaba con nitidez, algo en él se endurecía… y algo más se rompía.
Cuando finalmente volvió en sí, trató de ignorar el dolor y forzó a su cuerpo a levantarse. Sus ojos, aún atrapados entre el vacío y la incredulidad, se dirigieron lentamente hacia la escalera que descendía.
Cada paso era torpe, lento, como si su cuerpo ya no le perteneciera. Aun así, se acercó y comenzó a bajar.
Poco después, la habitación se desplegó ante él: cerrada por muros húmedos, cubiertos de moho, iluminada solo por las llamas vacilantes de unas pocas velas. El aire era espeso, denso, cargado de silencio.
Las mujeres en las jaulas lo miraban. Con horror.
Su figura —parada frente a la escalera— parecía arrancada de una pesadilla. Su rostro comenzaba a hincharse por los golpes, amoratado en los pómulos y la frente. La sangre seca manchaba su nariz, el labio partido y la brecha aún abierta sobre la ceja, que goteaba lentamente hacia el ojo. Estaba cubierto de heridas, con la ropa manchada, pegajosa, endurecida por la sangre.
Y aún así, se mantenía en pie.
Respirando. Vivo.
No decían nada. No hacían ruido. Como si un demonio hubiese descendido por aquella escalera. Como si respirar de más pudiera despertar su ira.
La mirada de Gehrman recorrió el lugar con lentitud, buscando solo una cosa: aquella pequeña niña rubia, de ojos tan azules como el cielo, que se había atrevido a avisarle.
Y como si el destino hubiese estado esperando ese momento, la primera mirada que se cruzó con la suya fue la de ella.
Estaba encogida en la esquina de su jaula. Desnuda, con el cuerpo cubierto de heridas, cortes, huesos marcados por la desnutrición, temblaba por el frío. No podía abrazarse ni cubrirse: las cadenas se lo impedían.
Pero no lloraba.
Solo lo miraba.
Y en sus ojos —fríos, apagados, sin una chispa de vida— Gehrman sintió algo que lo atravesó. Una oscuridad más profunda que la suya propia. Una resignación helada. Una ausencia de esperanza tan pura que le hizo contener el aliento.
Era la mirada de alguien que ya había aceptado que el mundo no iba a salvarla.
Ante la mirada atónita de todas las prisioneras, el hombre que, por su aspecto, bien podría haberse confundido con un demonio, se acercó a la jaula que contenía a la pequeña niña rubia.
Junto a ella, encadenadas por las mismas cadenas, había otras dos muchachas: una niña apenas un poco mayor que ella y otra que rozaba la mayoría de edad. Las tres, encogidas, desnutridas, heridas, levantaron la mirada con incredulidad mientras veían al monstruo ensangrentado sacar de entre sus ropas un manojo de llaves —robadas del cuerpo del joven inconsciente— y abrir la puerta de la jaula.
Ninguna de ellas reaccionó. Se quedaron allí, inmóviles, como si la escena no fuera real. Como si el aire mismo se hubiera congelado.
Un pensamiento comenzó a extenderse, tímido y contradictorio, entre las demás prisioneras. ¿Nos va a liberar? Y al mismo tiempo, otro surgió, más ácido, más resignado: No… solo algunas cambiarán de dueño. Las más “afortunadas”.
Gehrman entró en la jaula con pasos lentos, pesados. Se detuvo frente a las tres niñas, que lo observaban sin moverse, incapaces de resistirse, incapaces de creer.
Se agachó frente a la pequeña rubia y la miró directamente a los ojos.
"Date la vuelta."
Su voz sonaba cansada, ronca por el dolor. No era una orden. Era una petición.
La niña, que hacía tiempo había dejado de preguntar, de resistirse, simplemente obedeció. Por inercia. Por costumbre. Se dio la vuelta sin decir nada, y le mostró los brazos encadenados a la espalda.
Entonces sintió algo extraño. Una mano cálida y pegajosa —cubierta de sangre— la tomó con cuidado, como si temiera lastimarla más de lo que ya estaba. Un leve tintineo metálico acompañó el gesto, el sonido de las llaves buscando cual era la correcta.
Tras varios intentos, el candado cedió. Y con él, los seis grilletes que mantenían a las tres niñas unidas cayeron al suelo con un golpe seco, casi solemne.
Pero nadie se movió.
Ni un suspiro.
Las tres seguían allí, en silencio, mirándolo como si no supieran si aquello era una trampa, una ilusión, o simplemente un error.
Gehrman ignoro a las otras dos y siguio mirando a la niña rubia. Sus ojos aún estaban vacíos, rotos, fijos en él como dos fragmentos de cielo sin luz.
La miró con una calma inusitada, con el rostro manchado de sangre, con la respiración entrecortada.
"Vete. Eres libre."