Capítulo 12: Plan de huida

Esas palabras —tan simples, tan inesperadas— volaron por el aire húmedo hasta llegar a los oídos de la niña.

Y en cuanto las escuchó, algo dentro de ella se rompió.

O quizás... se reconstruyó.

Su mirada, que hasta entonces había sido una superficie opaca, vacía, empezó a llenarse de luz. La incredulidad se mezcló con una chispa de alegría inesperada, y sin que pudiera evitarlo, sus ojos se humedecieron. Las lágrimas, contenidas por tanto tiempo, comenzaron a deslizarse silenciosamente por sus mejillas.

A su alrededor, el silencio se volvió aún más profundo.

Todas las prisioneras estaban inmóviles, conteniendo la respiración. Nadie se atrevía a pronunciar palabra. No por falta de esperanza, sino por temor... temor a enfadar al hombre, a decir algo inecesario que molestase a ese extraño hombre que ahora parecía más un espectro que una persona. Nadie quería ser la causa de que no fuesen liberadas.

Gehrman no dijo nada más.

Se limitó a observar cómo, con cierta torpeza, las tres niñas salían de la jaula. Caminaban despacio, aún aturdidas, como si sus cuerpos no supieran si obedecer al instinto o al miedo. Al llegar a la puerta, se detuvieron un instante, mirando a las demás mujeres.

Luego, en silencio, subieron las escaleras.

La oscuridad las recibió en la parte superior, densa, cruda. Solo una pequeña zona estaba iluminada por la vela caída en el suelo, y justo allí, a la luz temblorosa, se revelaban los dos cuerpos.

La niña los reconoció al instante.

Eran uno de los tres dúos que las vigilaban. Los mismos que las golpeaban. Los mismos que las humillaban.

Uno yacía con una gran brecha en la cabeza, el rostro vuelto hacia el suelo, apenas herido más allá de eso. Pero el otro... el otro tenía lo que alguna vez fue un cuello convertido ahora en un amasijo irreconocible de piel, sangre y hueso triturado. Ambos cuerpos descansaban sobre un gran charco oscuro y pegajoso que ya se había unido en una sola mancha espesa.

La niña se quedó mirando la escena.

Y por primera vez en mucho, muchísimo tiempo... sintió algo diferente.

Alegría.

Pura, desconocida, infantil.

Una sonrisa se dibujó en su rostro, tan involuntaria como sincera.

Las dos niñas, tomadas de la mano por la mayor de ellas, no se detuvieron. Ignoraron los cuerpos sin pudor, pasaron por encima de ellos con pasos pequeños, y hasta llegaron a patearlos sin mirar atrás.

Y así, cruzaron la puerta abierta de aquel almacén húmedo y deshecho saliendo al exterior.

Dentro de la habitación mohosa, Gehrman salió tambaleante de la jaula, justo después de que las tres niñas desaparecieran escaleras arriba. No miró a nadie. No dijo nada.

Simplemente giró el cuerpo y comenzó a caminar.

Cada paso era lento, doloroso. Su respiración irregular marcaba un ritmo descompasado, como si el aire le pesara más que la sangre en las ropas.

Las prisioneras lo observaron con el corazón en un puño. Aún sorprendidas por la escena anterior. Solo esperaban. Esperaban que, al igual que con las niñas, se detuviera ante alguna jaula. Que buscara llaves. Que abriera otra puerta.

Pero no lo hizo.

Pasó de largo. Como si no existieran.

Con cada paso que daba hacia la escalera, la esperanza que se había encendido segundos antes comenzaba a desvanecerse. Como una vela que parpadea antes de apagarse.

"¡Oye... no, espera! ¡Por favor! ¡Libérame, por favor!"

El grito desesperado de una mujer rompió el silencio como un cuchillo. Era agudo, dolido, real.

Y como una chispa sobre pólvora, fue el inicio de una cadena.

En segundos, toda la habitación se llenó de súplicas.

Llantos infantiles, sollozos temblorosos, gritos rotos. Las más pequeñas lloraban con desesperación, implorando con palabras que se ahogaban entre lágrimas. Las mayores ofrecían sus cuerpos, su voluntad, sus promesas. Sin pudor, sin dignidad. Solo con una necesidad brutal: salir de allí.

Gehrman no se detuvo.

No giró el rostro. No apretó el paso. Solo siguió caminando. Entre cada súplica, una sola frase resonaba en su mente, como un martillo sordo:

"Libera solo lo estrictamente necesario. No estamos en posición de buscar más problemas, menos aún con los Argantha."

Y esa frase... se volvió su escudo. Su justificación ante el acto egoista y cruel que estaba llevando a cabo.

Había venido solo por la niña. Eso se repetía, una y otra vez. Liberarla había saldado la deuda autoimpuesta. Solo a ella. Las otras dos... fueron algo colateral. Una casualidad por estar encadenadas junto a ella.

gehrman sumido en el mar de suplicas solo podia pensar en esa frase. Decidiendo egoistamente no hacer nada por liberarlas.

Mientras su sombra se desdibujaba contra el muro y sus pasos se perdían escaleras arriba, las súplicas continuaban.

Las súplicas resonaban en el eco de las escaleras, abrazándolo sin piedad. Lo envolvían como un manto de voces rotas que no podía ignorar, por más que quisiera.

Cada paso que daba hacia la salida lo empujaba a sentirse como un monstruo.

Él mismo decía ser : Duro. Cruel. Despiadado. Capaz de hacer el mal sin pudor, si eso le daba lo que quería.

Y sin embargo, ahora... se odiaba, por lo que estaba haciendo

Mientras subía, su mente dibujaba todos los escenarios posibles. Los peores. Imágenes desgarradoras, una para cada mujer que dejaba atrás. Se preguntaba cuál de ellas no sobreviviría al próximo día. Cuál sería golpeada primero. Cuál usada. Cuál olvidada.

Pero incluso con esa certeza quemándole el pecho, las palabras de Fhyl eran más fuertes.

"No seas precipitado."

"Libera solo lo estrictamente necesario."

"No estamos en posición de buscar más problemas, menos aún con los Argantha."

Al llegar arriba, las voces comenzaron a desvanecerse. Las súplicas, ya lejanas, se apagaban entre la profundidad del subsuelo y la distancia. Y con ellas, al menos, se detenía el sufrimiento inmediato de escucharlas.

Pasó junto a los dos cuerpos, sin mirarlos y dejó caer el manojo de llaves sobre el cuerpo del joven inconsciente. Un gesto mecánico antes de salir del almacen.

No quería que nadie en el pueblo lo viera así que caminó de regreso al puerto bordeando la playa. Su andar era irregular, lento, como el de un vagabundo exhausto al borde del colapso. Desde lejos, nadie lo reconocería. Nadie se detendría a mirar dos veces. Y eso era exactamente lo que quería.

En el puerto, arrastró los pies con la poca energía que le quedaba. Su único esfuerzo era el de evitar ser visto. Por vergüenza. 

Cuando por fin llegó al Dragón Blanco y pisó la madera firme de la cubierta, algo en su interior cedió.

La tensión que lo mantenía en pie desapareció al instante. La adrenalina, que hasta ese momento había sido su única fuente de fuerza, se desvaneció. Y su cuerpo, roto por dentro y por fuera, simplemente se rindió.

Cayó de lado, sin fuerza para amortiguar el golpe. El impacto fue seco. Indoloro. No porque no doliera, sino porque ya no quedaba conciencia suficiente para sentirlo.

...

Ante la inminente salida del sol, en una pequeña y humilde casa de una sola habitación, Rena se mantenía de pie frente a la puerta, apoyada con cierta tensión en una desgastada muleta. A su lado, su pequeño hermano la observaba en silencio, con esos brillantes ojos rojos que siempre la habían hecho sentir menos sola. Sujetaba una maleta vieja, raída por el uso, pero cuidadosamente cerrada.

Rena le devolvió la mirada y le regaló una sonrisa suave, aunque algo temblorosa.

"Vamos, Aaron," dijo en voz baja, antes de abrir la puerta.

Tras un día largo, lleno de dudas, de silencios, de pensamientos que giraban sin cesar. Al final, había decidido reunir el valor. Se irían de alli, dejarían atrás aquel pueblo que, con cada día que pasaba, llegaba a odiar un poco más.

Las calles de Farne, húmedas y silenciosas a esas horas, la recibieron sin gloria. Caminaba lentamente, acompañada por el crujido de su muleta y los pasos cortos de su hermano. La bruma matutina aún no se levantaba del todo, y los adoquines rezumaban humedad.

Su mente seguía atrapada en sus propios miedos.

Salir de allí no era solo escapar: también significaba dejar atrás lo poco que había conseguido. Comida a cambio de obediencia. Un techo modesto, pero firme. Un espacio para Aaron, y una rutina que, aunque llena de sombras, le daba una pequeña sensación de independencia mientras cumpliera con las normas impuestas por su propia familia.

Pensaba usar todos sus ahorros —juntados con esfuerzo a través de pequeños robos y ventas disimuladas— para pagar a algún barco mercantil. Cualquiera que estuviera dispuesto a dejarla en otro puerto. No le importaba el destino. Solo quería distancia.

Había considerado, durante horas, buscar al hombre que la había atacado. Su figura aún estaba clara en su memoria, grabada con precisión. Pero no tenía nombre. Ni pista. Ni dirección. Solo un recuerdo en medio del dolor.

La idea de encontrarlo era una fantasía. Algo tan dependiente de la suerte que ni siquiera se atrevía a planearlo.

Respecto a la amenaza de ser vendida como prostituta se sentia extremadamente dudosa. No era la primera vez que esa posibilidad flotaba sobre su cabeza. Desde que la rama de su familia había sido abandonada, hacía ya tres años, esa amenaza era constante. Por ello, obligada por el miedo a que se cumpliera, había investigado. Sabía lo suficiente. Sabía de mujeres que habían sobrevivido, incluso prosperado, en aquel mundo. Pero también sabía de las que morían jóvenes, por enfermedades o a manos de clientes violentos.

Y, más aún… sus familiares le habían dejado muy claro que su cuerpo, delgado y sin curvas, no sería jamás deseado por ningún hombre decente.

Esa herida en el alma le quitaba incluso la fantasía de usar ese camino como último recurso.

Su mente divagaba, enredada en esos pensamientos, cuando sintió un ligero golpe en el costado. Bajó la mirada, desconectada por completo del entorno.

"Ya hemos llegado. ¿Qué hacemos?" preguntó Aaron con timidez. No se había atrevido a interrumpirla antes.

Solo entonces, Rena se dio cuenta de que estaban en el puerto.

El olor a sal, pescado viejo y alcohol le llenó la nariz como un puñetazo invisible. Parpadeó. Inspiró hondo y alzó la vista.

Comenzó a buscar con los ojos algún barco pequeño. Uno mercante. Discreto. Que no hiciera preguntas para ir muy lejos de allí.

En el muelle, decenas de barcos se mecían suavemente, atracados uno junto a otro. Algunos eran pequeños, modestos, apenas grandes suficientes para el comercio costero. Otros, en cambio, imponían su presencia con esloras descomunales y velas que se extendían como alas dormidas.

Entre todos, cuatro destacaban.

Cuatro barcos sin bandera.

Rena los vio de inmediato. Y con ellos, vinieron dos posibilidades a su mente: o eran militares… o piratas.No había término medio.

El mar medio, bajo el control económico de Esfhis, había ido adoptando con los años las llamadas leyes modernas del joven país. La más conocida, y quizás la más ambigua, era la Ley de Privacidad Marítima.Según esta, ningún puerto podía registrar las entradas, salidas ni motivos de un barco. Ni nombre de capitán, ni cargamento, ni tripulación.Una bendición silenciosa para mercaderes, militares… y piratas.

Rena, que era capaz de reconocer algunas siluetas mercantiles familiares, no perdió el tiempo. Tomó la iniciativa y se dirigió al único bar del puerto que conocía lo suficiente.

"Aaron, quédate aquí. No te muevas. Y ten cuidado."Su voz sonó suave, pero firme.

Aaron asintió con seriedad, sujetando con fuerza la vieja maleta. Se sentó junto a la puerta, atento. Sabía que debía si algo salía mal aqui fuera tenia que ir a buscarla.

Dentro del bar, el ambiente era lo esperado: ruidoso, espeso, cargado de olor a sal, alcohol y cuerpos agotados. Borrachos de todos los géneros llenaban las mesas y las esquinas. A pesar de su muleta, Rena pasó medianamente desapercibida. Nadie tenía la mirada lo bastante clara para prestarle atención.

Avanzó con paso lento y calculado hasta las escaleras, y comenzó a subir con cuidado y paciencia.

En el segundo piso, un pasillo se extendía con puertas a ambos lados. A la izquierda, una ventana transparente mostraba el interior austero de una pequeña oficina. Dentro, sentada de espaldas, una joven que apenas parecía haber llegado a la adultez hojeaba unos papeles con aparente desgano.

Rena se detuvo, dudando por un instante antes de golpear con cuidado el cristal.

La joven del interior se sobresaltó. Se peinó rápidamente con la mano —un gesto reflejo— y se acercó a la ventana, abriéndola apenas.

"¿Qué necesitas?"

"Quiero preguntar por algún mercader que esté dispuesto a cobrarme por llevarme a un puerto lejano," dijo Rena sin dudar. Lo había practicado y planeado logrando que sus palabras salieran con calma, claras, directas.

La chica no pareció sorprendida. Sonrió con ligereza, casi como si aquello fuera un trámite más.

"Claro. Cuatro florines de bronce."

Sin responder, Rena sacó las monedas. Las colocó en el pequeño hueco bajo la ventana.

La joven las tomó con la misma calma con la que sacó un papel, escribió algo rápido, y lo dejó caer por una pequeña rendija en el suelo.

"Ve a la segunda habitación a la derecha. Si nadie viene en treinta minutos, te puedes ir. No hay reembolso."