Posando la mirada en la puerta de la habitación prestada, Rena se despidió con una leve inclinación de cabeza hacia la joven tras el cristal y caminó con cuidado y usando su muleta como apoyo hacia ella. Se obligaba a mantener una postura tranquila, aunque en su interior ya comenzaba a repasar mentalmente cómo negociar el precio del transporte.
Estando frente a la puerta, estiró la mano para abrirla, cuando el sonido agudo y chirriante de una bisagra oxidada rompió el silencio del pasillo.
Se sobresaltó. Instintivamente se giró hacia la fuente del ruido.
La puerta más cercana se abrió por completo, y de ella salió un hombre delgado pero fornido, vestido con ropas anchas de un blanco impoluto. Llevaba un sombrero en forma de barco, una bufanda y unas botas azul verdoso que brillaban con un tono metálico bajo la escasa luz del pasillo.
Su rostro, seco y marcado por la edad, estaba cruzado por una expresión de evidente enfado. Sus ojos, verdes como esmeraldas, ni siquiera se posaron en Rena. Pasó de largo, desvaneciéndose con rapidez por el pasillo, como si el mundo a su alrededor no existiera.
Rena lo siguió con la mirada un instante, aún sorprendida por su presencia. Luego se obligó a regresar a sí misma. Entró en la habitación.
Dentro, el espacio era austero. Una mesa de madera clara y cuatro sillas ocupaban el centro. El resto de la estancia estaba vacío, sin decoración ni color. Solo el crujido bajo su muleta rompía el silencio al acercarse a tomar asiento.
"Que salga bien". Pensó con el corazón encogido.
Y esperó.
...
En el primer piso del bar, el movimiento era constante. El barman servía con agilidad jarras de cerveza y vasos de alcohol. Su elegancia y fluidez al trabajar eran tan naturales que se volvían casi hipnóticas. Algunas mujeres ebrias lo miraban con cierto embeleso.
El tintinear repentino de un pequeño cascabel cortó el ambiente. El barman, de cabello negro peinado hacia atrás y ojos ámbar, se detuvo al instante. A su derecha, un pequeño papel enrollado, atado con una cuerda roja y un cascabel dorado, había caído en el suelo detrás del mostrador.
Sin prisa, sin mostrar sorpresa, se agachó con elegancia, recogió el mensaje, lo desenrolló y lo leyó.
Luego, sin decir palabra, se acercó a una cuerda discreta en la esquina y la jaló.
El sonido de la campana grisácea resonó por todo el bar.
Y el silencio fue inmediato.
Algunos se callaron porque sabían lo que significaba. Otros, por reflejo. Unos pocos, por seguir a los demás.
Con la atención puesta en él, el barman habló con voz rasposa, ajada por la edad, y tan indiferente como si recitara el menú del día:
"Se busca un comerciante dispuesto a negociar por el transporte a un puerto lejano. Interesados, suban al segundo piso. Segunda habitación a la derecha".
Cuando terminó, no dijo más.
El ruido volvió lentamente al local. Las risas, los murmullos, los brindis. Todo como si nada hubiera pasado.
El barman volvió a su tarea, como si aquel mensaje no hubiera sido más que una nota entre otras tantas.
...
Rena no llevaba ni diez minutos esperando en la habitación cuando un golpe suave en la puerta la hizo sobresaltarse.
Su espalda se tensó.
"...Pasa", dijo al fin, tratando de mantener la voz seria y controlada.
La puerta se abrió al instante.
Un hombre entró caminando con soltura. Tenía el cabello rubio peinado con cuidado y unos ojos verdes de tono pálido, enmarcados por una piel clara y cuidada. Su cuerpo amplio hablaba de comidas generosas y frecuentes, no de ejercicio.
Sin dar señales de formalidad, se dejó caer en una de las sillas con desgano, como si aquello no fuera más que una charla informal.
"¿Eres tú la que busca transporte?"
Rena se mantuvo en silencio unos segundos. No demasiado, pero lo suficiente para no parecer desesperada. Cuando al fin habló, su voz sonó firme, bien medida.
"Así es. Ofrezco ocho florines de plata. Incluidos comida y cama para dos."
Había decidido comenzar la negociación ella. Si bien los florines de bronce y los de plata que tenía eran limitados, todavía podía llegar a la suma de dos florines de Oro; sabía que subir directamente al oro era entrar en terreno delicado. Quería empezar por lo bajo.
El comerciante no pareció sorprendido. Se rió con una voz grave, áspera por el tabaco o la costumbre.
"Por ocho florines de plata a lo mucho te dejo quitar los percebes del casco del barco", dijo con sorna. "Si quieres transporte, serán mínimo dieciséis. Si me das un florín de oro, te añado cama y comida para dos".
Rena contuvo la sonrisa que amenazaba con escapársele. Internamente, se alegró. Había caído dentro de sus cálculos. No había sobrepasado su límite.
No tenía idea de cuánto valía realmente un viaje de ese tipo, pero sintió que responder así la haría parecer experta. Segura.
El comerciante, que desde que entró no había mirado sus ojos ni una sola vez, se mantuvo en silencio durante un largo segundo. Parecía pensar, aunque más bien pesaba otra cosa en su cabeza.
Finalmente, habló.
"Partimos en dos horas, así que no tengo tiempo para largas. El precio se queda en dieciséis florines de plata."
Luego se inclinó hacia ella con una media sonrisa, el tono más bajo, cargado de intención.
"Pero te haré una oferta. No tienes mucho donde agarrar, y tu pierna no está para largas caminatas... pero algunos de mis hombres disfrutan de probar carne joven de vez en cuando. Si estás dispuesta a complacerlos durante una de las dos noches del viaje hasta el siguiente puerto, te lo dejo en ocho florines. Con cama y comida para dos."
El tono no dejaba espacio para ambigüedades. No estaba bromeando. No era una sugerencia. Era una puerta abierta con un precio. Y no quería seguir negociando.
Rena se quedó quieta. Por dentro, sabía que podía permitirse los dieciséis florines. Aún así, la oferta la tentaba: cada moneda ahorrada era una moneda más para asentarse después, para asegurarle algo a Aaron.
Pero no iba a lanzarse a ciegas. Con lo aprendido durante la búsqueda de información, decidió hacer, según ella, la pregunta más importante para aceptar este tipo de trabajos.
"¿Cuánta seguridad tengo garantizada?", preguntó, sin parpadear.
El comerciante arqueó las cejas, sorprendido, y luego sonrió con descaro.
"Toda la que necesites. Yo me encargaré de que mis hombres se controlen y te respeten".
La sonrisa, cargada de suficiencia, lo delató más que sus palabras.
Rena guardó silencio unos segundos más, evaluándolo. Luego sonrió también.
"Dieciséis florines de plata. Está hecho".
El comerciante no cambió su expresión. Solo extendió la mano con calma.
"Una pena. Era una buena oferta. Pero negocios son negocios. Dieciséis florines de plata, a cambio de cama y comida para dos. Mitad ahora, mitad al llegar. Llámame Jules".
Con tranquilidad, Rena se incorporó.ró ligeramente y le estrechó la mano.
"Trato hecho. Soy Lia" decidio abandonar su nombre por si su familia buscaba cualquier informacion
Acto seguido, colocó sobre la mesa los primeros ocho florines.
...
Abrió los ojos con dificultad. Los párpados le pesaban, hinchados, doloridos, como si cada uno tuviera el peso de una piedra. La luz entraba en la habitación con suavidad, filtrándose por una rendija en la madera. Le ardían los ojos al intentar enfocar, pero al final lo consiguió. Solo veía el techo: tablones viejos, una grieta tenue en una esquina, motas de polvo flotando en el aire inmóvil.
No sabía dónde estaba.
Giró la cabeza con lentitud, sintiendo un pinchazo punzante en el cuello. Y entonces la vio.
Klema dormía sentada en una silla de madera, los brazos cruzados sobre el pecho, el cuerpo inclinado hacia él, como si hubiese estado vigilando hasta que el cansancio la venció. Había algo sereno en esa imagen. Algo que Gehrman no supo nombrar.
"...Klema" murmuró, la voz deshecha, apenas un soplo.
Ella se sobresaltó de inmediato. Abrió los ojos, levantó la cabeza con un movimiento brusco y clavó los suyos en él. Durante un segundo—uno solo—Gehrman vio preocupación en su rostro. Una preocupación profunda, real. Pero no duró. Se esfumó como si nunca hubiese existido, y fue reemplazada por una expresión dura, enfadada.
"Ya era hora. ¿Se puede saber qué has hecho para acabar así?"
Él no contestó de inmediato. Seguía pensando en ese instante fugaz de preocupación que había visto en su rostro. Un segundo que valía más que cualquier reprimenda. Respiró despacio, sintiendo el ardor en las costillas al hacerlo, y dejó escapar una pequeña risa rota.
"Regla de la ley pirata número tres: las deudas siempre deben ser saldadas."
Klema no se inmutó. No frunció el ceño ni levantó una ceja. Solo lo miró en silencio, como si supiera que su respuesta no bastaba.
"Sí, esa regla es importante. Pero… ¿recuerdas la ocho?"
Su voz era firme, sin una sola grieta. No le ofrecía consuelo. Tampoco reproche. Solo hechos. Lecciones. Como siempre.
Gehrman desvió la vista hacia el techo, buscando en su memoria. Una sonrisa leve, algo cansada, se dibujó en su rostro.
"Regla de la ley pirata número ocho: solo actuar cuando tienes la ventaja absoluta. No se me olvidó... solo fue un contratiempo sorpresa."
"Entonces, si no te olvidaste de esa, también recordarás la regla nueve."
No había burla en su tono. Ni enojo. Solo una calma incómoda, como la de alguien que ya sabe la respuesta.
"Regla de la ley pirata número nueve: siempre tener una contramedida ante cualquier sorpresa imaginable" repitió él, en voz baja. Luego bajó la mirada, tragando saliva. "Yo... no lo pensé tanto."
Klema no había movido un solo músculo durante toda la conversación. Pero ahora se levantó sin apuro y caminó hacia la puerta. Abrió con una mano, sin volverse.
"Entonces ve espabilando, que en cinco horas tenemos clase. Aprovecharé y repasaremos todas las reglas de la ley pirata."
Gehrman la siguió con la mirada. No le sorprendía que no le preguntara una segunda vez qué había ocurrido. Klema le había enseñado que si algo le pasaba a un miembro de la tripulación, nadie debía preguntar mas de una vez. Había que esperar a que hablara por voluntad propia. Según ella, ese era el verdadero respeto entre compañeros.
"Espera... ¿cuánto llevo durmiendo?" preguntó, con la voz aún pastosa.
"Llevas durmiendo nueve horas, y te quedan cuatro para descansar. No pierdas el tiempo."
La puerta se cerró detrás de ella, con un leve chasquido.
...
Frente al casco de madera oscura del barco mercante, Rena, ahora llamada Lia, apretaba con fuerza la mano de su hermano, ahora llamado Marc, para evitar dejar rastros que pudieran llevar a nadie a encontrarlos. Las velas ocres del navío se mecían suavemente con la brisa marina, y los marineros subían sacos, barriles y cajas bajo las órdenes precisas de Jules. El murmullo del muelle se confundía con el crujido constante de la madera bajo los pies de la tripulación.
Lia no dejaba de mirar el barco, con los ojos muy abiertos y el corazón apretado. A cada minuto que pasaba, a cada cuerda que se tensaba y cada orden que se cumplía, el momento de partir se acercaba un poco más. Sentía cómo la emoción crecía dentro de ella, como una flor que florece en pleno invierno. Era su oportunidad para escapar de allí. De todo aquello.
Cuando al fin todo estuvo listo y los últimos marineros aseguraron la carga, Jules se acercó y, con un gesto breve, les permitió subir a bordo. Lia sintió que su única pierna usable temblaba al pisar la pasarela. Marc no soltó su mano en ningún momento.
Ya en la cubierta, uno de los tripulantes —un joven de rostro inexpresivo y pasos ágiles— los condujo a través de los estrechos pasillos de madera hasta su camarote. Era un espacio más grande de lo que Lia había imaginado, aunque seguía siendo modesto: una pequeña cama individual encajada junto a una pared, una mesa raída, una silla coja y una ventana circular que se abría al mar. A través de ella, el agua brillaba con una calma engañosa, como si el mundo entero se detuviera unos segundos.
Lia agradeció al tripulante con una voz suave y se quedó en silencio cuando este se marchó. El camarote olía a sal y madera húmeda. Cerró la puerta con cuidado.
Se sentó al borde de la cama, sin soltar la mano de Marc. Ninguno de los dos dijo nada.
Solo esperaron. El barco no se había movido aún, pero para ella, su nueva vida estaba a punto de comenzar.