"¿Qué hago aquí?"
La voz del hombre resonó apenas como un susurro entre los vastos muros blancos. Su cuerpo, cubierto por una larga túnica de lino inmaculado, era una silueta serena, casi fantasmal. Pequeñas líneas verdes como la hierba, del color de la hierba recién nacida, recorrían el tejido desde el cuello hasta los tobillos como tallos diminutos. Su rostro, cubierto por una máscara de igual tonalidad que la decoración de la túnica, parecía inmóvil, pero sus ojos —ocultos, atentos— recorrían el interior de la catedral con creciente desconcierto.
La luz descendía desde la bóveda de cristal del techo como si el cielo mismo hubiera cedido un fragmento de su pureza. Los pilares, triangulares y altos, sostenían los arcos que formaban una estructura de orden impecable, como si custodiaran el silencio con solemnidad. A los lados, dos pasillos largos formados por más arcos acompañaban el centro del templo, donde bancos de abedul claro apuntaban hacia el altar. Allí, al final, una estatua de más de cinco metros dominaba el espacio.
Esta mostraba a una madura mujer que dejaba su pecho y piernas al descubierto, cubriendo solamente su cintura con una corta y fina falda sujeta por flores de núcleo triangular. Su cabello, suelto y tallado con precisión, parecía ondear hacia atrás, como si el viento soplara eternamente en dirección a su rostro. Y sus manos alzadas formaban un cuenco apuntando al cielo, como si esperase recibir algo.
Sintiendose indigno de observar a la estatua de su diosa, el hombre no dudó en arrodillarse y bajar la cabeza con humildad.
"Libre seas, Aphyr... y libres seamos tus seguidores."
Como si con esas palabras hubiesen sido un interruptor para la restricción, el hombre enderezó sus rodillas y volvió a observar su alrededor.
Todo parecía sagrado, en norma y solitario, lo que logró tranquilizar al hombre.
"De verdad... "¿Cómo es que he llegado hasta aquí sin darme cuenta?"
Mientras las dudas del hombre escapaban al aire, un sonido rompió la quietud como una piedra arrojada a un lago tranquilo. El eco de una puerta pesada abrió grietas en el silencio.
"¡Padre!"
El hombre se volvió, su movimiento torpe por la edad, pero lleno de vida en cuanto reconoció la voz. Un niño de unos ocho años, cabello castaño terroso y piel limpia, corría hacia él con los brazos abiertos.
Como si toda su extrañeza por el lugar nunca hubiese existido, el hombre con su rostro escondido por la máscara verde se agachó y abrió sus brazos hacia el niño.
"Alons..."
El abrazo fue inmediato, sincero. Lo sostuvo con fuerza, cerrando los ojos unos segundos. Pero al abrirlos de nuevo, algo en su mirada cambió. Lo separó apenas para mirarlo mejor. Y fue entonces cuando el calor se extinguió de su cuerpo.
El rostro del niño había desaparecido. Donde debía haber ojos, boca, nariz, no había más que una superficie lisa, como una máscara de carne sin rasgos.
El hombre sintió su aliento atraparse en la garganta. Bajó la mirada instintivamente, y fue entonces cuando lo vio: un cuchillo largo y afilado, clavado con precisión cruel en su abdomen. La túnica del niño y la suya se tornaban rojas, de un inexorable rojo sangre.
El terror se apoderó de él. Alzó la vista una vez más. Pero ya no había nadie.
Ni niño. Ni puerta. Ni catedral.
El silencio volvió... pero no el mismo. Cuando abrió los ojos otra vez, no fue a mármol y vitrales, sino a ruinas.
Estaba de pie en una plaza amplia; parecía estar desfigurada por una explosión. En el centro, una fuente destrozada escupía agua en todas direcciones, como si llorara sin dirección. Las casas que rodeaban la plaza estaban igual: muros rotos, ventanas vacías, techos desplomados.
Mientras el shock del cambio de escenario comenzó a procesarse en su mente, una voz grave, claramente forzada e imposible de identificar. Sonó desde el cielo.
Como si fuese superior a él, el hombre alzó su mirada para observar de dónde provenía la voz.
Sobre una de las casas, una silueta brillante dominaba la cima del tejado. No era un hombre, pero tampoco otra cosa. Era luz condensada, en expansión. El cuerpo humanoide pronto se desdibujó, y lo que quedó fue un círculo de luz sagrada, expandiéndose, purificándolo todo.
Y él no podía moverse. Ni hablar. Ni pensarlo.
Solo contemplar... mientras la luz se acercaba, lenta, ineludible.
Y lo envolvía.
"Aaagh... Aaagh... Aaagh..."
Los jadeos se rompieron en la oscuridad como un cristal al caer. Envuelto en sudor frío, el hombre abrió los ojos de golpe. Su respiración entrecortada llenó la habitación silenciosa, perfumada aún por la brisa nocturna que entraba por la ventana entreabierta.
La cama —amplia, elegante y acolchada, cubierta por sábanas suaves y rojas— lo acogía como un eco amortiguado de la tormenta que acababa de vivir en su mente. A su lado, dormía aún una joven que aparentaba algo más de la recien mayoria de edad, de cabello largo, verde como la hierba. Su cuerpo respiraba en calma. Con el rápido movimiento del hombre para sentarse en la cama, este le quitó las sábanas, mostrando su cuerpo desnudo y joven.
La joven se movió con pereza, abriendo los ojos sin pupila, tan verdosos como su melena. Parpadeó un par de veces antes de alzar la voz, ronca aún por el despertar:
"¿Ha pasado algo?"
Sumido en sus pensamientos mientras recordaba cada una de las escenas, el hombre solo pudo responder con "otra pesadilla, tranquila", buscando no alterarla y quitarle importancia.
Ella lo observó unos segundos más, como si evaluara la verdad detrás de esas palabras. Luego extendió una mano y le acarició el hombro con una sonrisa ladeada, algo pícara.
"Tal vez un poco de ejercicio te ayude a calmarte."
El hombre, sin devolver la mirada, se levantó con lentitud. Su cuerpo aún tenso, su espíritu atrapado en la visión que se negaba a marcharse. Tomó la túnica blanca decorada con líneas verdosas —idéntica a la de sus sueños— y se la colocó sin prisa.
"Ahora no, Nifha. No estoy de humor. Voy a darme un paseo para despejarme. Descansa tranquilamente, no tardaré mucho".
Ella no respondió. Lo observó en silencio mientras salía de la habitación, cerrando la puerta con un leve susurro de madera.
"¡Gran Obispo!"
En cuanto el pie del hombre tocó el suelo del pasillo, los dos guardias que custodiaban su habitación se inclinaron al unísono, como si su gesto ante ellos fuera un ritual tan sagrado como el que antes había dirigido a la estatua de Aphyr en su sueño.
"¿Necesita algo? "Pida lo que necesite", añadió el guardia a su derecha, con voz firme pero reverente.
"No, gracias. Necesito dar un paseo… solo."
Sin oponer objeción, los guardias bajaron la cabeza en señal de respeto y respondieron al unísono:
"Cumplida sea su voluntad."
El obispo caminó en silencio. Sus pasos eran suaves, casi flotantes, guiados más por la necesidad de respirar que por un destino concreto. La brisa de la noche acariciaba las finas líneas verdosas de su túnica mientras en su mente aún resonaban ecos de la visión: la voz grave, la figura sin rostro, la luz sagrada.
Tras unos minutos de caminata en la que el hombre repasaba en su mente el sueño, el amplio jardín se presentó ante sus ojos, como un vasto valle. El suelo era cubierto por la más verde y limpia hierba, ondeante por la suave brisa nocturna y pintado con la oscuridad blanquecina de la luna. Los árboles frutales se esparcían al azar, lo que le entregaba un toque natural al lugar, siendo solo roto por los elegantes y blancos muros que lo rodeaban. En diagonal, un fino río artificial de agua transparente y pura cruzaba de un lado a otro, dejando solo un pequeño puente de madera clara como unión de ambos lados.
Sin pensar en ello, sus pies lo llevaron al centro del puente, donde se detuvo. Apoyado en la baranda, observó a los peces que nadaban lentamente bajo sus pies. Su movimiento aleatorio, casi perezoso, lograba siempre ese efecto extraño en su mente: el de suspender las preguntas, aunque fuera por un instante.
Era la séptima vez que recorría este mismo camino, siempre tras la misma pesadilla.
Primero, despertaba en la catedral sagrada de Aphyr, sin memoria de los sueños anteriores ni conocimiento alguno de como es que estaba allí. Después, algo diferente: la catedral derrumbándose entre llamas, la estatua transformándose en un ser hecho de viento y furia, y ahora… su propio hijo, sin rostro, clavándole una hoja de acero en el vientre. Por último, el salto. La teletransportación imposible a aquella plaza destruida por alguna catástrofe que él aún no comprendía, donde la luz sagrada lo engullía por completo.
Su mente, pese a que se esforzase al máximo por autonegarlo, sentía que esa pesadilla realmente eran visiones de, según lo que él sabía, su ineludible destino. Después de todo, sabía que las visiones de tu futuro eran el principal efecto secundario de dormir con la sacerdotisa del futuro.
Y sin embargo, nunca se había atrevido a decirlo en voz alta.
Ante todos, la versión oficial de sus constantes pesadillas era otra: estrés, cansancio, obligaciones. Mentiras suaves para no preocupar e inquietar a la iglesia.
...
En el interior de un amplio, húmedo y oscuro almacén, tres jóvenes estaban ocultas entre los barriles. La más pequeña, una niña que no llegaría a los doce años, mordía una zanahoria terrosa como si fuese el mayor manjar que hubiera probado. Sus ojos, grandes y azules como el mar en calma, se iluminaban a cada crujido. A su lado, otra niña —un poco mayor— se entregaba al mismo festín con un rosado rábano entre las manos, sus mejillas sucias elevadas por una sonrisa callada. Frente a ellas, sentada en cuclillas y abrazada a las sombras, una joven de cabello castaño y ojos marrones observaba en silencio. Su rostro, apenas visible por la penumbra, era un reflejo extraño entre vacío y paz.
La única norma entre ellas era el silencio. El vaivén suave del barco acunaba su escondite, y vestidas con ropas andrajosas, claramente no hechas a su medida, las tres compartían cualquier verdura a la que pudieran alcanzar desde aquel hueco entre estanterías.
Como si disfrutase del banquete de su vida, el tiempo para las tres voló cual ave en libertad.
"crrreeeekkkk..."
El sonido de la inflada por la humedad puerta del almacén interrumpió su tan agraciada comida. Las tres mantuvieron incluso su respiración con tal de no hacer ruido conforme el eco de los pasos sobre la madera del suelo se acercaba hacia ellas.
"A ver, a ver... "¿Dónde están las zanahorias?"
La voz de un hombre que no sonaba demasiado joven ni mayor las hizo alarmarse, sobre todo por el hecho de que estaban ocultas entre los tres estantes de zanahorias, puerros y tubérculos.
Las dos niñas pequeñas se quedaron paralizadas, con los ojos fijos; solo podían esperar que cogiera una o dos zanahorias y rezar porque no las viera con sus bocas aún entreabiertas por el bocado anterior. Pero la joven, la mayor, no pensaba dejar que el azar decidiera por ellas. Con un suave toque en los hombros, les indicó con gestos que la siguieran.
Con un ágil y simple movimiento de manos, indicó que la siguieran. Las tres, con el máximo cuidado posible, gatearon entre el hueco de los tubérculos y los puerros sin lograr ser detectadas por el tripulante, quien cogió un puñado de zanahorias y caminó hacia la puerta.
Ahora escondidas tras unas cajas de especias, las tres notaron que el suelo bajo ellas era más irregular, quizás por el olvido de mantenimiento de esa parte menos concurrida. Las tablas crujían con la amenaza de que un mal paso lo arruinara todo.
Cuando la puerta se cerró tras el hombre, sus miradas se cruzaron con complicidad. La mayor señaló con la cabeza el regreso a su escondite. Pero al dar apenas unos pasos...
El suelo cedió levemente con un sonido sordo. Uno de sus pies quedó atrapado. El sobresalto la obligó a soltar un ahogado "¡Haaa!" que se le escapó antes de que pudiera contenerlo con las manos.
Demasiado tarde.
El hombre regresó casi de inmediato, con alarma en el rostro.
"¿Quién está ahí?"
Sus pasos rápidos lo llevaron de nuevo directamente al lugar donde ahora las tres niñas eran perfectamente visibles, atrapadas entre las cajas de especias y las estanterías de hortalizas.
La joven mayor se irguió como pudo y se interpuso entre él y las pequeñas; sus brazos temblaban, pero sus ojos eran firmes.
"¿Quiénes sois? "No podéis estar aquí".
Ninguna respondió. Solo lo miraban. A la espera de que algo, cualquier cosa, las salvara.
El hombre, en lugar de actuar con brusquedad, levantó las manos en señal de paz. Su voz, ahora más suave, no ocultaba del todo la tensión.
"No sé quiénes sois ni por qué estáis aquí, pero no quiero problemas. Venid conmigo. Mi jefe decidirá qué hacer".
Dio un paso lento hacia ellas. Y entonces, la joven mayor también se movió.
Pero no para huir.
Con un paso ágil hacia la izquierda, lo hizo creer que escaparía. El hombre le cerró el paso al instante, interponiéndose. No se dio cuenta del error hasta que ella ya tenía una mano sobre la estantería.
El peso de la madera, cargada de bolsas de harina, cayó como un trueno sobre él. El golpe lo derribó, inmovilizándolo bajo el estruendo.
"¡Seguidme!"
No gritó, pero su orden fue clara. Las dos niñas, sin decir nada, corrieron tras ella hacia la salida.