Cuando las tres salieron del almacén, el eco de pasos firmes y veloces se expandió por el pasillo como una ola imparable. Alguien venía. Varios. No había tiempo para pensar.
Con el corazón encogido por la urgencia, la joven solo logró decir.
"Ahí"
Señaló la puerta justo frente al almacén y, sin cuestionamientos, las tres cruzaron al otro lado.
La habitación resultó ser una diminuta estancia de limpieza: cubos, fregonas y un par de cepillos mal colgados en la pared. Apenas cabían las tres en ese espacio angosto, apiñadas, con el aliento contenido y el pecho atrapado entre los objetos y la tensión. No lograron cerrar la puerta del todo; quedó entreabierta, lo suficiente como para espiar.
A través de la puerta entreabierta, la joven observó cómo cuatro tripulantes entraban apresurados al almacén. Entre murmullos alarmados, comenzaron a ayudar a su compañero a quitarse la estantería de encima. Las voces se mezclaban con gruñidos y maderas movidas con fuerza, pero aún no había sospechas. Aún tenían una oportunidad.
Volvió la mirada a las niñas a su lado. Ambas la observaban con miedo ciego, pero sin una sola palabra. Sus manos seguían entrelazadas como si eso pudiera impedirles ser arrastradas por la realidad. La joven asintió, firme.
Y entonces abrió la puerta.
"¡Ahora!"
Corrieron. No hubo espacio para el sigilo. El estruendo de sus pasos hizo que los cinco tripulantes en el almacén se giraran al instante. Un grito resonó tras ellas, cargado de ira y desconcierto.
Ya no importaba.
La joven tiraba de las manos de las niñas con fuerza, subiendo la escalinata que conducía a la cubierta. Apenas sus pies tocaron la madera iluminada por la tarde, una docena de marineros alzó la mirada.
El tiempo pareció detenerse.
Los rostros curtidos por el mar quedaron congelados al verlas: tres figuras andrajosas, delgadas, ajenas, corriendo en plena cubierta como si pertenecieran a otro mundo. Durante ese breve instante de confusión, nadie se movió.
Apretó con fuerza las manos de las niñas y las condujo hacia la siguiente escalinata que encontró aprovechando la confusión. Bajaron con rapidez entre el rechinar de la madera, justo cuando las voces tras ellas recobraban sentido y los marineros despertaban de su sorpresa.
"¡Eh! "¡Alto!"
"¡Polizones!"
Debido a su rápida acción, cuando los demás tripulantes reaccionaron, no lograron atraparla antes de bajarla.
El pasillo al que llegaron era estrecho, cerrado, sin salida aparente. Cuatro puertas a cada lado. Ninguna abierta.
La joven sintió el error de su acción desesperada y sintió como su corazón se aceleraba aún más.
"Mierda", susurró.
El sonido de pasos que descendían por la escalinata tras ellas llenó el pasillo como un tambor de guerra.
Sin tiempo para pensar, eligió: la tercera puerta a la derecha.
La empujó con el hombro y, al ver que cedía, arrastró a las niñas dentro. Luego cerró con suavidad, controlando el temblor de sus manos.
En el interior oscuro y sin apenas luz, lograron distinguir con dificultad la silueta de dos figuras dormidas en la misma y pequeña cama. El mayor tenía una pierna estirada, sujeta por un tosco entablillado hecho con un palo de madera y una tela desgastada. Frente a él, un niño más pequeño dormía abrazado a su costado, tan plácido como quien no teme al mundo.
Desesperada y con los latidos oprimiéndole el pecho, la joven aprovechó que seguían dormidos para ayudar a las dos niñas a esconderse bajo la cama. Apenas cupieron, encogidas como ratoncillos en el rincón más oscuro. Ella, al ser más alta, no tuvo esa opción. Solo pudo acurrucarse al lado de la puerta, en un hueco angosto, tapándose la boca con ambas manos y rogando, en un susurro apenas mental, a Náurya por fortuna.
El sonido de las puertas abriéndose una tras otra retumbaba en su cuerpo como campanas fúnebres. Las conversaciones lejanas, los pasos cada vez más cercanos... hacían que su piel se empapara de un sudor frío, y que su temblor ya no pudiera detenerse. Cada músculo era una cuerda tensa al borde de romperse.
<¡Toc, toc!>
El golpe resonó seco y directo. En la cama, Lia —sumida hasta entonces en un profundo sueño— abrió los ojos con pesadez.
"¡Oye, abre la puerta, por favor!"
La voz era de mujer, firme y sin hostilidad, acompañada de más golpes cortos y rápidos. Lia, entre bostezos, se sentó con cuidado, asegurándose de no mover su pierna herida ni despertar a su hermano. Se incorporó lentamente y, tras colocar su muleta a un lado, abrió la puerta.
"¿Pasa algo?"
Frente a ella, ocho tripulantes esperaban con semblantes serios. Aquello bastó para que Lia despertara por completo, su cuerpo entero se tensó.
"Tres polizonas se han escondido en las habitaciones. ¿Están aquí?" preguntó con voz tranquila la mujer que encabezaba el grupo.
Confundida, Lia giró su cuello para mirar el interior del camarote. Apenas veía nada. Solo las sombras de su hermano dormido, su muleta y su desgastada maleta. Nada más.
"Estaba dormida. Me habría enterado si alguien hubiera entrado."
"Sí, estamos bastante seguros de eso, pero... ¿nos dejas pasar por si acaso?"
lia quien instintivamente se mantenia en tension por los 7 tripulantes tras la mujer no se fiaba un pelo de dejarlos entrar en la habitacion mas despues de recordar lo que le propuso jules en el puerto
"Solo tú..."
"Claro."
La mujer pasó a su lado con paso tranquilo. Sacó un pequeño pedernal y, con un chasquido, encendió una pequeña vela. La tenue llama iluminó el camarote con una luz cálida, pero suficiente para descubrir a la joven encogida tras la puerta abierta.
Sus ojos, abiertos de par en par, temblaban como un cachorro herido ante un depredador. La tripulante la miró, contenida, y habló sin levantar la voz:
"Llamad a Jules. Aquí hay una."
Los otros seis se giraron y se fueron sin discutir. Solo quedaban ellas tres ahora.
Lia, sin comprender aún cómo no se había enterado de la entrada de esa chica en su habitación, cerró la puerta y la vio.
Y justo en ese momento, sin dudar ni contenerse, la joven cayó de rodillas ante la tripulante. Sin orgullo, sin vergüenza, con los labios temblando por la desesperación, bajó la cabeza hasta sus pies. Las manos presionadas contra el suelo.
"Por favor... no nos hagáis daño. Por favor... no queremos problemas. Solo queríamos alejarnos de allí..."
La tripulante la observó en silencio. Había algo en aquella súplica que la desgarraba y la hacia sentir lastima, pero no mostró más que la calma medida de quien ya ha visto muchas cosas.
"¿Os colasteis en Farne?"
"No lo sé. No sabíamos ni dónde estábamos. Solo... solo subimos al primer barco que vimos. Queríamos huir... de verdad, no queremos problemas..."
Sintiendo clara lástima por la joven, la tripulante se agachófrente a ella..
"Tranquila. No somos monstruos. Seguro que llegas a un acuerdo con Jules. Aunque parezca un capullo, tiene buen corazón. ¿Dónde están las demás?"
Las palabras de la tripulante, suaves y dichas sin juicio, fueron agradecidas en su interior, pero todavía se forzaba a no confiar en ellas; más esa situación, simplemente tenía que decir para no buscar empeorar las cosas.
Aun así, con la voz apenas sostenida por el temblor de la incertidumbre, sus labios se movieron con lentitud.
"Salid... por favor."
Su orden no fue una exigencia, sino una súplica apagada.
Desde el oscuro hueco bajo la cama, dos pequeñas figuras emergieron con timidez. Las niñas, que hasta entonces se habían mantenido en un silencio absoluto, se arrastraron hacia ella sin decir nada.
"Está bien..." murmuró. "Esperemos a Jules. Puedes levantar la cabeza, no muerdo".
Con el ambiente más calmo, la habitación parecía respirar junto a ellas. El silencio no era cómodo, pero tampoco amenazante. La tripulante, las tres jóvenes y Lia con su hermano abrazándola permanecían en el suelo del camarote, apretados por el reducido espacio y por la densidad del momento. El pequeño, aún medio dormido, miraba de reojo a su hermana, incapaz de comprender por completo lo que sucedía, pero inquieto por la tensión invisible que llenaba el aire.
Pasado un rato que pareció alargarse como una bruma espesa, la tripulante habló con voz baja, en un intento por aliviar la incomodidad.
"Soy Adaia. ¿Cómo os llamáis vosotras?"
La pregunta flotó en el aire unos segundos, sin que nadie la recogiera. Con la cabeza gacha, aún mirando al suelo como si no se sintiera digna de alzar la vista, la mayor de las niñas fue la única que respondió.
"Soy Yanela. La pequeña rubia es Hazel, y la pequeña a mi lado es Luna".
Dijo lo justo, sin titubeos, sin adornos. Sólo lo que se le había pedido.
Adaia asintió despacio, y su voz volvió a ser suave, como una manta extendida sobre un suelo áspero.
"Entonces Yanela, Hazel y Luna... ¿Qué os ha llevado a ni siquiera saber que estabais en Farne?"
La pregunta era sencilla, pero en la mente de Yanela se volvió un laberinto. No tenía claro cómo empezar, qué debía contar o si siquiera era capaz de encontrar palabras para nombrar todo lo que había pasado durante meses. Su silencio fue una respuesta muda, pero clara.
"Tranquila. "Si no quieres hablar, no pasa nada".
En ese instante, como si respetaran el pudor del momento, unos suaves golpes resonaron en la puerta del camarote.
Adaia no se inmutó. Su voz, firme pero sin tensión.
"Pasa, Jules."
El hombre que entró parecía de otro mundo. Vestía ropas costosas, bien planchadas y limpias, y su cabello rubio peinado con esmero relucía bajo la tenue luz del camarote. Caminó con confianza y se sentó junto a ellas, ignorando por completo la humedad del suelo.
Sus ojos se posaron sobre las tres niñas sin dureza.
"Así que vosotras sois las polizonas. Podéis estar tranquilas, no os vamos a hacer daño".
Su voz era relajada, casi cálida, y contrastaba con la imagen arrogante que su apariencia sugería.
"Pero debéis entender que, al final, os habéis colado aquí. Y, siendo sinceros, viendo que estabais en el almacén... me atrevería a apostar a que habéis tomado algo de comida".
Pese a su tono, no había amenaza en sus palabras.
"Y eso debe pagarse. No nos importa que os quedéis hasta el próximo puerto. Para mañana por la noche habremos llegado. Pero tenemos que acordar un precio justo por ello".
Sus palabras, sencillas, fueron como una ráfaga de alivio para Yanela. Por primera vez desde que había entrado al camarote, sus músculos dejaron de temblar. Lo mismo ocurrió con las niñas pequeñas, que, al ver a Yanela relajarse, parecieron encontrar refugio en su tranquilidad.
"Gracias... por no hacernos daño." dijo Yanela, sin pensar demasiado en lo extraño que sonaba aquello.
Se hizo un pequeño silencio antes de que ella continuara, con la voz todavía débil pero decidida.
"No traemos nada. Pero... puedo ayudar a cocinar, aunque no sepa mucho. O a limpiar."
Su mente buscaba cualquier cosa que pudiera ofrecer, cualquier valor que no se redujera a ser una carga. Entonces, tras una pausa larga y vacilante, sin bajar la voz ni un poco, incluso llegando al punto de que pareciese que no le importase tanto:
"Incluso si es necesario y si ellas pueden quedarse tranquilas, puedo ofrecer mi cuerpo."
La última frase cayó como una piedra en el silencio. Fue especialmente dura para Lia, que escuchó aquellas palabras con una punzada profunda. En su interior, aquella opción, la de ofrecer el propio cuerpo, existía... pero como un pensamiento distante, sepultado entre las más desesperadas alternativas. Escucharlo en voz alta, tan claro, tan directo, le hizo encogerse un poco. Yanela lo había dicho sin un atisbo de pudor, sin un temblor, con esa serenidad propia de quien ya no le importaba.
Adaia, sentada a su lado, no respondió de inmediato. Sus labios se apretaron y su mirada, que ya era suave, pareció volverse más pesada, cargada de una compasión muda que se le quedó en los ojos. Pero no dijo nada sabiendo que la decision era de Jules.
Lia, casi sin darse cuenta, desvió la vista hacia Jules. Esperaba, por instinto, que sonriera con esa malicia contenida con la que la había mirado aquella vez en el puerto, cuando se ofreció a ayudarle. Pero no. Jules no sonrió. No bajó la mirada, no fingió incomodidad, sino que fue genuina. Sólo la miró con una expresión difícil de describir: una mezcla de sorpresa, pena... y respeto.
"Lo tengo en cuenta..." dijo finalmente, con voz firme pero baja, como si pensara en voz alta. "Voy a hablar con la tripulación, y después vuelvo a cerrarlo todo. Gracias por tener paciencia."
Se volvió hacia Lia antes de marcharse, sin perder ese tono sobrio y calmo.
"Lia, ¿te importa que se quede aquí por el momento? "No nos quedan más camarotes para viajeros."
Lia asintió despacio. No se sentia comoda como para decir algo.
Cuando Jules y Adaia se marcharon, el camarote quedó en penumbra, iluminado apenas por el parpadeo frágil de la vela que Adaia había encendido. El aire estaba quieto, cálido, cargado del olor a madera vieja y sal marina. Todo se sentía estrecho y leve al mismo tiempo.
Sin saber cómo llenar ese silencio extraño, Lia simplemente señaló la cama con la cabeza. "Pueden descansar un poco, si quieren."
Las dos pequeñas, Hazel y Luna, miraron a Yanela como buscando permiso. Yanela les devolvió una leve sonrisa cansada. "Id. Está bien."
Sin decir nada más, las niñas treparon a la cama con cuidado, intentando no molestar al pequeño Marc, que se acostó a dormir junto a ellas también por orden de su hermana. En pocos minutos, los tres respiraban al unísono, atrapados en un sueño tranquilo, como si por fin hubieran encontrado una pequeña grieta de paz.
Yanela y Lia permanecieron sentadas en el suelo, una junto a la otra, sin necesidad de hablar. La vela seguía consumiéndose poco a poco.
Fue Yanela quien rompió el silencio, con voz baja, como si le hablara a la noche misma:
"Gracias... por dejar que duerman un poco. Realmente lo necesitaban."
Lia no la miró, pero su respuesta fue honesta.
"No te preocupes. Se notaba que lo necesitaban... "Te lo habría ofrecido a ti, pero..." hizo una pausa, y miró al pequeño dormido junto a las demás. "Prefiero que descanse mi hermano."
"Está bien. Lo entiendo".