El silencio se volvió denso en el camarote de Lia, mientras observaban a los cuerpos pequeños que dormían plácidamente en la estrecha cama individual. A pesar del respiro aparente, algo permanecía en el aire: una incomodidad suave pero persistente, como un eco que no se apagaba.
La vela, consumiéndose a su propio ritmo, oscilaba apenas, proyectando sombras que temblaban suavemente en las paredes de madera. Su luz dorada ofrecía un calor que no terminaba de alcanzar a las dos jóvenes que seguían despiertas, sentadas en el suelo.
Lia aún sentía el nudo en la garganta ante la decisión de Yanela de haber ofrecido ella misma la posibilidad de usar su cuerpo para pagar; era algo que simplemente no comprendía, más aún la indiferencia con la que lo dijo.
"Una pregunta", murmuró finalmente, sin atreverse a levantar la mirada. Su voz tembló apenas.
"Claro, ¿qué pasa?", respondió Yanela, con la cabeza aún baja, su tono suave, sin fuerza y sin resistencia.
Lia dudó unos segundos. Cuando habló, fue con un tono envuelto en vergüenza.
"¿Por qué... has ofrecido tu cuerpo? Es decir... podrías no haberlo hecho. Dijiste que podías cocinar, limpiar... no necesitabas añadir eso al final..."
Yanela guardó silencio. Bajó un poco más la cabeza y, con un dolor indescriptible, se esbozó una risa seca, irónica, casi sin aire en su rostro cansado.
"Tristemente... es a lo que me he acabado acostumbrando". Susurró antes de cerrar los ojos y soltar un largo suspiro.
Lia sintió un escalofrío. La miró, confundida, sin saber si había entendido bien. Antes de que pudiera preguntar otra cosa, Yanela alzó las manos con gesto lento y se quitó la camisa que llevaba —esa enorme camisa, raída, que hasta ahora era lo único que cubría por completo como un vestido su cuerpo desnudo.
El impacto fue inmediato. El rostro de Lia pasó de la sorpresa al más absoluto shock.
El cuerpo de Yanela era un mapa de dolor. Piel pálida y cuerpo aún más desnutrido que el de ella, marcado por cicatrices que hablaban de heridas viejas y nuevas, moretones aún en tonos morados y verdosos, cortes profundos y finos que ya no sangraban pero aún estaban vivos. Incapaz de apartar la mirada, más por el shock, ni siquiera pudo esbozar una palabra.
Lia no pudo apartar la mirada. No por morbo, sino porque su cuerpo se había congelado ante esa escena.
Yanela, sin buscar compasión y sin sorprenderse, habló con una voz hueca, endurecida por el tiempo, apenas audible.
"Hasta hace un día era una prisionera. Durante medio año... me obligaron a encontrarme con decenas de hombres a la semana..."
Lia bajó la cabeza. No podía con la imagen. El dolor se le había instalado en la garganta, impidiéndole tragar. Solo pudo bajar esta vez ella la cabeza y soltar un "lo siento" lleno de dolor, aun sabiendo que no significaría nada.
No la miró mientras se volvía a poner la camisa. No quiso ver más. En cambio, sus ojos cayeron en los niños dormidos. En su hermano, profundamente abrazado a la manta. En las dos pequeñas, Hazel y Luna, que dormían una junto a la otra, respirando con ese ritmo lento y confiado de quien se siente, por fin, a salvo.
Su puño se cerró con fuerza.
"¿Y ellas?", susurró, la voz apenas rota, los dedos apretados con rabia contenida.
Yanela no contestó de inmediato. Cerró los ojos. Apretó los labios. No hizo falta responder con palabras.
El silencio fue una afirmación cruel.
"Son muy pequeñas...", susurró Lia, con la rabia transformándose lentamente en impotencia.
"Lo sé...", respondió Yanela, en un tono casi idéntico, cargado de la misma impotencia.
Y entonces ocurrió. Sin darse cuenta, las lágrimas comenzaron a resbalar por las mejillas de Lia. No con fuerza, sino con una tristeza contenida que ya no pudo evitar. Gotas silenciosas que caían por el rostro de alguien que no sabía si estaba llorando de rabia o de compasión. Probablemente de ambas.
A su lado, un sollozo bajo la hizo girarse. viendo al rostro de Yanela, finalmente.
Yanela se había derrumbado. De inmediato. Como se desmorona un muro sin cimientos. Las lágrimas que ahora caían de sus ojos no eran pequeñas ni controladas. Eran temblores, sacudidas. Su cuerpo se doblaba hacia adelante, como si el peso del recuerdo, de lo vivido, la obligara a inclinarse.
Y sin pensarlo, sin saber si era lo correcto, Lia la abrazó.
No dijo nada. Sólo la sostuvo con lágrimas también en sus ojos.
La dejó llorar en su hombro.
La dejó romperse y desahogarse.
La dejó liberarse de todo lo cargado durante medio año.
Antes de darse cuenta, ambas se habían quedado dormidas entre lágrimas, abrazadas como si solo así se pudiesen proteger la una a la otra.
"¡Tata, tata, tata!"
Los gritos de su hermano la arrancaron del letargo como una bofetada inesperada. Lia abrió los ojos con el corazón ya en el pecho, jadeando y con la mente nublada por la confusión. No sabía cuánto había dormido. No recordaba haber cerrado siquiera los ojos. Pero ahí estaba, sentada en el suelo, con Yanela abrazada a su costado y los niños rodeándolas.
Su hermano, con el rostro bañado en alarma, la sacudía con manos temblorosas mientras Hazel y Luna intentaban despertar a Yanela con voces agitadas.
"¡¿Qué pasa?!", preguntó Lia, arrastrada por la urgencia sin entender aún qué sucedía.
Marc no pudo responder con palabras, solo levantó un dedo tembloroso y lo apuntó hacia el techo de madera.
"¡No lo sé, pero todos están gritando!"
Fue entonces cuando el ruido la golpeó como una ola. Los gritos, las órdenes vociferadas, el chirrido metálico de las espadas y el retumbar de pasos acelerados se filtraban por el techo como si fuera de papel. Cada sonido traía consigo un peso; uno distinto, uno que hacía que el pecho se cerrara y la mente se acelerara.
Lia giró de inmediato hacia Yanela. Estaba despierta, con los ojos aún húmedos, enrojecidos por todo lo que había llorado. Su expresión, sin embargo, no era de miedo... era de incertidumbre. De no saber si aquello era un sueño más.
"¡Quedaos aquí! Voy a ver qué pasa", gritó Lia, ya envuelta en el ambiente tenso de la habitación.
Sin que dejase que nadie más dijera nada, se levantó con cuidado y cogió su muleta antes de salir de la habitación.
Afuera, en el pasillo, los sonidos se volvieron abrumadores. Gritos más cercanos. Órdenes más feroces. Y el eco de pasos apresurados en la cubierta.
Una de las puertas estaba abierta.
Desde dentro, alcanzó a ver a un hombre sentado en el suelo, con las rodillas recogidas y los dedos cubriéndose los oídos. Su cuerpo temblaba, y sus labios murmuraban palabras en un idioma que ella no entendía.
Sin entender qué estaba pasando, no se atrevió a detenerse a preguntar, así que, con el paso más rápido que se podía permitir, subió las escaleras.
Conforme los pasos de Lia alcanzaban el último peldaño, el estruendo del exterior creció con una intensidad abrumadora. Los gritos ya no eran solo ruido: eran humanos. Unos estaban cargados de esfuerzo, otros teñidos del dolor.
La cubierta, bañado en el parpadeo furioso de la batalla, se le presentó como un infierno improvisado.
Frente a ella, los uniformados tripulantes del barco luchaban con desesperación contra hombres. Vestidos de manera simple, sin ropajes de corsario ni los esperados para el mar, aquellos hombres blandían sables oxidados con una destreza antinatural. Sus cuerpos se movían con una agilidad que desobedecía a la lógica: sin rigidez, sin peso, como si sus huesos se hubieran derretido hasta ser líquido blanco al control absoluto de unos músculos entrenados toda una vida de sumisión y tortura para mejorar su flexibilidad. De todos los vestidos de manera casual, solo quedaban cuatro en pie, dejando ver a ocho inmovilizados o directamente sin vida, perdiendo sangre sobre la madera del barco.
Sus rostros totalmente sombríos y pálidos dejaban ver sus ojos cerrados, dando la sensación de estar profundamente dormidos.
Pese a que eran cerca de 15 tripulantes contra cuatro asaltantes, algunos ya habían resultado heridos, otros se veían claramente fatigados y los que se mantenían en mejor estado se veían incapaces de acertar un solo corte o golpe a los cuatro asaltantes debido a sus movimientos ágiles, precisos e imposibles de imaginar.
El impacto de lo que veía la arrastró por completo y la volvió incapaz de apartar la mirada de los movimientos de los asaltantes… hasta que un movimiento fugaz le desvió la mirada hacia la proa. Uno de los atacantes, en un giro imposible, reveló tras de sí el fuego que crecía insaciable junto a los botes de emergencia. La madera chispeaba como papel seco y el humo comenzaba a ondular hacia las estrellas.
“¡¿Qué haces ahí?! “¡Vuelve a tu camarote!” gritó una voz desde arriba de Lia.
con los reflejos de alguien en tension rapidamente lia alzo su cabeza en busca de la voz que grito, solo para ver a jules desde la cima de el castillo de popa sudado y en un estado de estres puro mirandola entrecortadamente a la vez que guiaba desde la distancia a sus tripulantes
Al ver a Lia mirándolo sin decir nada, rápidamente gritó de nuevo: "¡Te he dicho que te vayas! ¡Es peligroso! “¡Escóndete!”
Inmediatamente después de gritar a Lia, alzó su mirada hacia el puesto de vigía. Lia, incapaz de moverse, subconscientemente siguió la mirada de Jules, acabando en el mismo punto.
Allí de pie, bajo el cielo estrellado, se podía ver la silueta de un humano. Su cuerpo cubierto por una larga túnica negra no dejaba ver ni siquiera sus pies y su cabello escondido bajo un sombrero de copa solo dejaba a la vista su rostro, que debido a la distancia y la oscuridad no podía ser visto.
Cuando su mirada se posó sobre la figura, inmediatamente esta comenzó a aplaudir un aplauso lento. Monótono y aterrador.
incapaz de saber porque comenzo a aplaudir lia bajo la mirada solo para observar como sin darse cuenta los cuatro agiles hombres que quedaban en pie ya estaban en el suelo rodeados por los cansados tripulantes
“¡Perfecto…!”
Una voz femenina rompió el silencio de los aplausos con una potencia imposible de suponer en un cuerpo humano. Todos —Lia incluida— alzaron la mirada al unísono hacia la figura sobre el puesto de vigía.
“¡Maravilloso… “Increíble… ¡Muchísimas gracias por dejarme probar este nuevo juguete!”
Su tono estaba envuelto en júbilo. Pero no era el tipo de alegría común. Era la de un niño cruel que acababa de completar un experimento perverso.
Y entonces saltó.
el humano tras la capa y el sombrero de copa se dejo caer de la torre de vigia, mientras caia todos en el barco se quedaron petrificados incluido lia, todos ya se imaginaban el cuerpo destrozado por el golpe contra el suelo del barco sin enteder siquiera porque se habia tirado, pero a mitad de camino hasta el suelo siemplemente desaparecio, no hubo luz ni sonido solo como si estubiese cruzando una puerta invisible poco a poco su cuerpo fue desapareciendo hasta no dejar rastro de el
solo dejando el creciente fuego y los cuerpos abandonados que indicaban que aquello había sido real.
"¡¿Qué estáis mirando?! "¡Rápido, apaguen el fuego, vamos!"
La voz de Jules no fue solo una orden. Fue un ancla. Un empujón necesario para arrancar a todos del estupor que los había paralizado.
Como despertando de un hechizo, los marineros bajaron la vista al mismo tiempo, casi avergonzados de haber permanecido inmóviles. Y sin decir palabra, comenzaron a correr a apagar el fuego.
Lia, también arrancada de su trance por el grito de Jules, bajó la mirada. Apretó la empuñadura de su muleta con fuerza y se dio la vuelta, dejando atrás la cubierta envuelta en gritos, fuego y miedo. Descendió por las escaleras, deseando que el hecho de no haber obedecido inmediatamente a Jules se volviera en su contra.
El camarote seguía iluminado tenuemente por la misma vela, pero el ambiente era completamente distinto. Dentro, las tres chicas intentaban con esfuerzo contener a Marc, que luchaba con todas sus pequeñas fuerzas por llegar hasta la puerta, desesperado por buscar a su hermana que estaba tardando.
En cuanto la puerta se abrió, el niño se detuvo en seco. Lia apenas tuvo tiempo de soltar un suspiro.
“Creo que ya ha pasado…” murmuró al cruzar el umbral, aún con la tensión clavada en su pecho.
Sus palabras, aunque breves, fueron suficientes para calmar la tormenta en la habitación. Las manos se soltaron. El aire volvió a fluir. Yanela, con los brazos aún rodeando a Hazel y Luna, alzó el rostro y preguntó con un hilo de voz:
“¿Qué ha pasado?”
Lia apoyó la espalda contra la pared al lado de la puerta y bajó la mirada hacia Yanela. “Realmente he llegado tarde, así que no sé cómo empezó… pero atacaron el barco. Todos, salvo posiblemente el líder, fueron derrotados. El último desapareció… sin dejar rastro”.
“¿Han atacado el barco?”, repitió Yanela, incrédula, antes de apretar con más fuerza a las dos niñas contra su pecho. Su voz se alivió. “Menos mal que ha acabado bien…”
“Sí…” susurró Lia, aunque en su interior la duda aún martillaba su mente: aquella figura negra, la forma en la que se desvaneció en el aire, ¿cómo era eso posible?, ¿por qué había hecho eso? Sin duda era algo que no podía eliminar fácilmente de su mente.
Sin perder más tiempo, cerró la puerta del camarote y simplemente esperó a que todo se calmara y estabilizara.