El padre de Alizée, temblando como un pequeño gato con frío, no se atrevía a alzar su cabeza postrada sobre la mesa ante aquel hombre vestido de rojo.
"¡Lo siento muchísimo! No me informaron de que habían capturado a nadie, ¡menos que lo torturaron hasta la muerte! "Ya he castigado a los implicados, pero aun así, para demostrar que estoy completamente arrepentido y dar mi palabra de que no volverá a suceder, estoy dispuesto a ofrecer más sacrificios anualmente..." Su voz, rota por el temor, ni siquiera intentaba sonar dispuesta a negociar; era, más bien, una súplica desesperada de perdón.
El hombre, quien se sentaba elegantemente, esperó en un silencio absoluto a que el padre de Alizée terminase.
En ese instante, sin cambiar su postura, una voz tan tranquila, seca y monótona como la de un autómata salió de debajo de la máscara:
"Entiendo que seas ajeno a este acto tan bárbaro contra uno de los nuestros, y estoy genuinamente agradecido de que ya hayas impuesto castigo. Pero en estos casos debemos ser firmes. No podemos permitir que nadie piense que puede torturar y asesinar a uno de los nuestros sin enfrentar graves consecuencias. "Necesitamos dar ejemplo".
El padre de Alizée, con más sudor en el cuerpo que un lago, ni siquiera logró mantener la compostura ante las palabras sin vida del hombre.
"¡No, por favor! Haré lo que sea necesario... Esta isla lleva años bajo su mandato, y yo acepté seguir bajo su orden a cambio de este puesto. ¡He cumplido cada entrega de sacrificios, cada pago semanal! Incluso acepté dejar a mi mujer en Numaris, como me dijisteis... He sido fiel a vosotros y siempre sentiré gratitud hacia lo que me habéis otorgado. "¡De verdad, no volverá a pasar, lo juro!"
Sus súplicas ya ni siquiera sonaban como súplicas. Eran más bien gritos desgarrados de alguien que suplica por su vida.
Impasible ante la escena, el hombre colocó sus codos sobre la mesa, dejando que su barbilla reposara sobre sus puños.
"Nosotros también estamos satisfechos y agradecidos con tu integridad. Sinceramente, no queremos deshacernos de ti. Pero, claro, eso requiere un gran precio. Después de todo, no podemos dejar pasar esto sin consecuencias en otros lugares".
Como palabras de esperanza en el punto más bajo de una vida, los ojos del padre de Alizée, aún envueltos en miedo, se llenaron de una distorsionada gratitud.
"Pagaré lo que sea necesario. Ofreceré un sacrificio semanal; os entregaré más de la mitad de los impuestos de la isla. Cumpliré cualquier petición que tengan... "¡Pero por favor, perdónenme!"
Serenamente, el hombre separó su barbilla de sus puños y estiró su mano hacia el padre de Alizée, como si quisiera un apretón de manos, pese a la distancia que imposibilitaba hacerlo, incluso aunque ambos estiraran los brazos al máximo.
La mano, abierta en todo momento, se detuvo en el punto más lejano posible. Luego giró la palma hacia él y cerró todos los dedos, a excepción del índice.
"No necesitamos nada de eso. Solo tenemos una petición. Y es muy simple: queremos que nos entregues un sacrificio de inmediato... y ese sacrificio debe ser tu hija".
Instantáneamente, la petición llegó a él. Sus ojos castaños se abrieron de par en par, dejando ver sus pupilas dilatadas al máximo por la sorpresa. Sus puños, inmediatamente apretados, dejaron de temblar por el miedo. Su boca, antes cerrada porque no se atrevía a pronunciar una palabra, se abrió con tensión.
"No... no puedo hacerlo... pi... pídeme cualquier cosa, estoy dispuesto a to... todo, pero... no menciones a mi familia", tartamudeó por el miedo. De alguna manera, la mención de su amada hija le provocó un instante de valentía.
Sin mostrar ningún sentimiento ni reacción, el hombre esperó a que aquel momento de valor se desmoronara, a que volviera a derrumbarse y se arrepintiera de lo que había dicho. Pero eso no pasó. Pese al miedo y al temblor constante, el padre de Alizée no cedió, y ahora ni siquiera apartaba la mirada, firme.
Entendiendo que no iba a ceder, el hombre enmascarado rompió el tenso silencio, finalmente mostrando algún tono en su voz: el del disgusto.
"Las relaciones familiares no deberían ser importantes. Después de todo, no se pueden elegir. Puedes tener otra hija cuando quieras... y encima, divirtiéndote para lograrlo. Esta es la oferta. Si no la aceptas, atente a las consecuencias".
Tardó en responder, más por la tensión en sus labios que por necesitar pensárselo. El padre de Alizée, quien ya ni siquiera temblaba, golpeó la mesa con su mano apretada.
"¿¡Que tenga otra hija!? Adelante, desvelad todos mis secretos, arruinadme la vida, haced lo que queráis. "¡No pienso entregaros a mi pequeña!"
Su voz, más firme que nunca, no dejó ninguna duda.
El hombre, quien tranquilo se había mantenido durante toda la conversación, forzó las piernas y se levantó de la elegante silla, fijando su mirada —oculta por la máscara— en el padre de Alizée antes de hablar nuevamente con su robótica voz sin entonación.
"Es una pena... realmente te tenía aprecio y quería llegar a una solución pacífica y beneficiosa para ambos. Zofe."
Estático, solo pudo observar cómo se levantaba y le devolvía la mirada, cuando, antes siquiera de poder procesar las palabras o responder, un frío agudo le atravesó el cuello desde atrás.
Sin tiempo para reaccionar ante la sensación, un último pensamiento pasó por su mente:
¿Eh...?
Mientras el cuerpo, ahora decapitado, del padre de Alizée caía hacia un lado, un hombre con las rodillas flexionadas por la amortiguación de la caída se dejó ver tras él.
Su cuerpo delgado y atlético, cubierto por una ajustada camiseta, contrastaba con sus pantalones extremadamente anchos que dejaban al descubierto solamente los pies. Su rostro, cubierto por una máscara también roja como la sangre, dejaba al aire un cabello engominado hacia atrás de un color negro azulado.
Ignorando la cabeza cercenada a sus pies y el cuerpo del que brotaba un enorme charco de sangre, su mirada se dirigió al hombre vestido con la túnica roja, pero mantuvo el silencio.
Cruzando junto al cadáver y al asesino, el hombre de rojo abrió la puerta que daba al amplio y elegantemente decorado salón.
"Vamos a por el sacrificio", dijo una vez su pie pisó fuera de la sala de reuniones.
La mansión, oscura y sin luz por la ausencia de criados —debido a que siempre que había una reunión eran obligados a permanecer en la cocina o en el pequeño comedor junto a esta—, se mostró ante los dos hombres enmascarados.
Demostrando que conocían a la perfección el lugar, su paso hacia la escalera fue directo y silencioso.
...
Bajo la luz de una llama de gas que iluminaba su aburrida y elegantemente decorada habitación, en tonos de amarillo y gris mate, Alizée escribía con su bonita pluma azulada en un pequeño papel arrancado de alguna libreta. Pensativa y con entrecortadas sonrisas tímidas en el rostro, intercambiaba su mirada entre lo que escribía y un libro de marco azul que descansaba a su lado: Un vagabundo sobre la arena.
Sabiendo que su padre se encontraba nuevamente en una reunión, había decidido mantenerse alejada de allí, al igual que los criados, para no molestar. Así que, sin perder ni un segundo, se dedicó a planificarse su esperada conversación nocturna con Gehrman.
Las preguntas, desde personales hasta de trabajo, ya alcanzaban casi las treinta y cuatro, todas cuidadosamente memorizadas.
Su mente, ahora ocupada en pensar las diferentes respuestas y las posibles contestaciones que debería dar tras ellas, se mantenía aislada del mundo. Ese aislamiento le impidió sentir nada... hasta que, justo cuando una nueva pregunta le vino a la mente y se dispuso a escribirla, fue sorprendida.
Sin previo aviso y con fuerza, alguien la sujetó desde atrás.
Impotente, apenas pudo reaccionar. Se sumió en un miedo absoluto e inmediato ante la mano que cubría su boca y no le permitía gritar. Aun así, como un acto instintivo, intentó alzar la voz... solo para ser tristemente silenciada por un fuerte golpe entre el cuello y el hombro, dejándola impotente ante el lento cierre de sus ojos.
Como último aliciente de consciencia, solo pudo escuchar una frase ahogada y monótona, ajena a la persona que la sujetaba:
"Prepáralo todo para esta noche."
...
Ante el inminente final del atardecer, Gehrman, quien había vuelto al barco, se veía distinto. Su cabello castaño, cuidadosamente limpio, había perdido el brillo de la grasa acumulada; su rostro, antes demacrado, aún mostraba algunas marcas de ojeras, pero nada comparable con aquel estado anterior. Sus ojos oscuros y castaños, finalmente tan profundos como siempre, se observaban a sí mismos en el espejo.
Vestido con sus características ropas castañas, también recién lavadas, dejaba destacar sus botas y su bufanda naranja.
Sintiéndose orgulloso de la mejora en su estado, confirmó que su olor corporal había sido reemplazado por el perfume de madreselva que usaba en ocasiones especiales.
Genuinamente impaciente por ver de nuevo a Alizée —quien, por alguna razón, no podía salir de su mente—, no pudo soportar más la espera. Salió del baño del barco en cuanto el sol desapareció y, con paso rápido, aunque sin correr para no sudar, se dirigió a la playa.
...
Bajo la recién nacida noche, Verena y Kerrin —sudadas y con la respiración entrecortada— se encontraban escondidas en el interior de un puesto cerrado del mercado de Nomaris, donde casi exclusivamente se vendían productos frescos del mar.
El olor a pescado mal limpiado se desprendía de la madera del puesto, haciendo extremadamente incómodo y desagradable el simple acto de respirar allí dentro.
Verena, claramente con una mirada de furia dirigida hacia Kerrin, no pudo soportarlo más y le susurró con intensidad:
"¡¿Pero por qué eres así?! ¿Qué ha pasado por tu mente para siquiera pensar en hacer eso? ¡Dios!
Kerrin, colocando los ojos en blanco y decidiendo ignorar por completo los quejidos de su hermana, se centraba únicamente en mirar hacia el exterior del puesto a través de un agujero junto a ellas.
Los susurros enfadados de Verena eran constantes, pero Kerrin, haciendo oídos sordos, seguía sin prestarle atención... hasta que, de manera inesperada y ágil, apartó su mirada del agujero y tapó la boca de Verena sin cuidado, al tiempo que se agachaba junto al agujero, ocultándolas a ambas.
Con pasos pesados y firmes que resonaban sobre el suelo de piedra y grava del puerto, un grupo de cuatro enormes hombres, ya asentados en su adultez, buscaban con la mirada el más mínimo signo de huida.
Los tres más jóvenes seguían al mayor del grupo —un hombre de alrededor de cuarenta años—, envuelto en un enfado aún más intenso que el de Verena. Este, con poco pelo de por sí, dejaba ver una reciente calva en el centro de la cabeza donde la piel, aún sin cicatrizar, mostraba una quemadura reciente.
Incapaz de encontrar nada, su rostro de ira se intensificó, obligándole a golpear con la mano desnuda uno de los comercios.
"¡Malditas niñatas, os voy a matar! "¡Lo juro!"
Su grito potente, sin miedo a ser escuchado, fue lanzado al aire con la intención clara de que las dos niñatas que se atrevieron a quemarle el pelo mientras "ligaba" con una trabajadora del puerto lo oyeran.
Kerrin, acostumbrada a recibir ese tipo de amenazas en tres de cada cinco puertos que visitaba, no reaccionó en absoluto. Pero Verena, ajena a estas situaciones de huida, se mareó solo de imaginarse siendo atrapada.
Obligándose incluso a contener la respiración para no hacer el más mínimo ruido, esperó a que los hombres, cansados de buscar, terminaran por rendirse y se alejaran del lugar con sus pesados pasos.
"Ya se han ido", rompió el silencio Kerrin, fijándose por el agujero y confirmando que ya no quedaban rastros de ellos.
Verena, quien realmente había contenido la respiración, soltó el aire de golpe con un gran suspiro.
"¡Hahh!"
Sorprendida ante la reacción de su hermana, Kerrin —ya segura por la lejanía de los hombres— comenzó a reírse, esforzándose en no hacer mucho ruido.
"¿De verdad has aguantado la respiración? Solo tenías que taparte la boca y ralentizarla".
Verena, con algo de vergüenza ante la reacción de su hermana, apartó la mirada de ella y volvió a susurrar, molesta:
"Literalmente me dijiste que aguantara la respiración".
Sin contestar, Kerrin se aseguró por última vez de que no quedaba nadie y, al ver todo vacío y en silencio, ayudó a su hermana a salir del puesto.
"Nos hemos librado", suspiró Verena al mirar a su alrededor y confirmar por sí misma que los hombres ya se habían marchado.
"¿Ves? "Te dije que saldría bien", respondió Kerrin ante el reproche de Verena.
Sin sorprenderse por sus engreídas palabras, Verena no dudó en tomarle la oreja con fuerza.
"¡No me dijiste nada! ¡Solo cogiste tu pedernal, el whisky del hombre y le prendiste fuego a la cabeza! "¡¿Cómo se te ocurre!?".
Sin darle tiempo a responder, tiró de la oreja de Kerrin en dirección al puerto, ignorando por completo cualquier queja de dolor de esta.