Capítulo 25: Mansión Roja

El sonido del romper de las olas aumentaba con cada paso hacia el puerto. Kerrin, encorvada y con la oreja estirada, ya ni siquiera sentía el dolor y simplemente dejaba que su enfadada hermana tirara de ella.

El Dragón Blanco, ondulante sobre el mar medianamente calmado, ni siquiera destacaba en el muelle, siendo simplemente uno más.

La luz proveniente de algunas habitaciones dejaba ver desde la distancia la larga pasarela que conectaba el barco con el muelle.

Con prisa y paso rápido, una figura tenuemente discernible pero claramente identificable bajaba por la pasarela.

"¿Gehrman?" preguntó Kerrin al aire mientras lo veía descender del barco a esas horas.

Verena, más concentrada en mantener su mano firmemente sujeta en la oreja de Kerrin, también miró en dirección a la pasarela, llegando a la misma conclusión al ver la figura. "Sí, creo que es él."

Sin dudar de ello por la misma conclusión de Verena, Kerrin, con conocimiento de las típicas acciones que realizaría Gehrman durante las noches, sintió que era la oportunidad de divertirse después de un largo y aburrido día.

"¿Le seguimos?"

"No". Cortó tajantemente la idea de Verena.

Kerrin, quien claramente no quería aceptar una negativa, no dudó en colocar una cara de perro triste. "¿Por qué? Capaz que se va a colar en alguna mansión para robar cosas, o a apostar en algún combate clandestino... ¡O puede que incluso participe! Bueno, no, es un debilucho... Pero vamos, es nuestra oportunidad de hacer algo divertido. Llevamos todo el día paseando y pasando el rato en los bares sin hacer nada, porfis."

"No". Cortó por segunda vez, sin dudar ni mostrar compasión.

Usando el firme agarre sobre la oreja de Kerrin, la obligó a caminar nuevamente hacia el barco, pero en un descuido simple, Kerrin aprovechó para colocar sus manos sobre el hueco entre las dos últimas costillas de Verena y hacerle cosquillas.

Sobresaltada por las cosquillas, Verena soltó a Kerrin de forma inconsciente, quien, aprovechando el segundo de sorpresa, se escapó corriendo en dirección a donde Gehrman se había marchado.

Verena, volviendo rápidamente en sí, colocó una nueva cara de enfado hacia su hermana, quien le daba la espalda, y se habló a sí misma:

"Siempre igual... "No la aguanto".

...

Siguiendo a Gehrman, y algo confundida por su caminar firme y decidido, Kerrin intentaba adivinar qué era lo que iba a hacer, aunque sin atreverse a sacar conclusiones.

Tratando de mantener la distancia sin perderle de vista, pronto llegaron a una playa discretamente oculta, cubierta de arena y grandes rocas de entre medio y un metro de altura que sobresalían desordenadamente del suelo.

Aprovechando estas para esconderse, observó cómo Gehrman, tras cruzar una cuerda tensa que unía dos piedras, se sentó bajo una roca curva, con la mirada clavada en una gran mansión que permanecía completamente a oscuras.

El pensamiento de que, irónicamente, había acertado al suponer que Gehrman iba a robar en una mansión cruzó por su mente como una pequeña chispa de satisfacción.

Pero con el paso de los minutos, Kerrin comenzó a extrañarse. Gehrman no se movía, simplemente permanecía ahí, sentado bajo la roca, como si estuviera ideando un plan. No era lo normal en él. Usualmente, actuaba sin pensar tanto.

El aburrimiento empezó a pesarle en los hombros. Una hora entera observándolo sin que hiciera nada la tenía ya al borde de explotar. Desesperada por tanta espera inútil, estuvo a punto de salir de su escondite y gritarle, furiosa, que era un cobarde sin agallas.

Y justo cuando ese pensamiento cruzaba por su cabeza, Gehrman finalmente forzó su cuerpo y se incorporó sobre la arena.

...

"¿Dónde se habrá metido?", murmuró Gehrman, dudoso y cada vez más extrañado por el retraso de Alizée. La espera comenzaba a tornarse preocupación, y finalmente no pudo soportarla más. Decidido, se acercó a la gran mansión sin luces en su interior.

Rápidamente, el ambiente cálido y abierto de la playa fue sustituido por un jardín salpicado de macetas rectangulares, tan largas que formaban auténticas paredes verdes. La única entrada era la escalera que conectaba directamente con la playa.

Las pequeñas macetas que acompañaban a las principales teñían el lugar de un vivo blanco y verde.

Con sigilo, Gehrman se acercó a las grandes ventanas que rompían la alta pared blanca de la mansión. Una tras otra, fue asomándose, buscando cualquier indicio, algún movimiento... pero todas parecían llevar a habitaciones idénticas, vacías, hasta que en una de tantas sintió —o creyó sentir— que el pestillo estaba suelto, o directamente inexistente.

Dudó apenas un segundo antes de entrar. Después de todo, solo debía preocuparse si lo atrapaban.

Dentro, la habitación lo envolvió con una elegancia tal que Gehrman no pudo evitar pensar si alguna vez en su vida volvería a ver tanto lujo reunido en un solo lugar. Pero lo más inquietante era el silencio. Un silencio tan absoluto que hacía retumbar sus pasos.

Aunque el motivo principal de su allanamiento era buscar a Alizée, su cleptomanía le empujó a revisar los cajones. Pero al ver que los únicos objetos de valor eran demasiado grandes para llevárselos en ese momento —jarrones, cuadros—, decidió esperar hasta el momento de la retirada.

Con pesar, dejó a un lado su cleptomanía y, sin perder más tiempo, abrió la puerta de la habitación con sumo cuidado.

El pasillo al que dio era amplio y oscuro, decorado con cuadros y jarrones que claramente valían más que todo lo que Gehrman había robado en su vida. Fue casi como recibir otra patada al estómago. En otras circunstancias, ya habría hecho decenas de viajes al barco.

Pero ahora no estaba allí para eso.

Relajado por la aparente soledad de la mansión, cruzó el umbral y cerró la puerta con delicadeza, tratando de no dejar rastro de su entrada.

"Click."

El suave y agudo sonido del pestillo lo dejó completamente congelado. Sus ojos se abrieron de par en par, clavados en lo que acababa de aparecer ante él.

Junto a la puerta, sentada contra la pared, había una mujer que aparentaba poco más de treinta años. Llevaba un vestido blanco y negro de sirvienta, completamente empapado en sangre. Su garganta estaba abierta con un corte brutal, y su rostro descompuesto reflejaba un horror y dolor indescriptible, como si hubiese visto y sentido el mismísimo infierno antes de morir.

Gehrman, por un momento, olvidó incluso su nombre. La cleptomanía, los pasillos cargados de tesoros, todo se desvaneció. Su mente solo pudo aferrarse a una palabra, una imagen, una preocupación: "Alizée."

Desesperado, pero forzando cada músculo a moverse en sigilo, comenzó a recorrer todo el primer piso. Sala tras sala, habitación tras habitación… pero lo único que encontró fueron cuerpos. Cadáveres. Todos los sirvientes de la mansión, degollados.

Todos con una cosa en común: sus rostros contorsionados en un mismo gesto de terror y sufrimiento.

Con los nervios a flor de piel, solo imaginarse a Alizée en el mismo estado que todos los sirvientes hizo que Gehrman apresurara el paso escaleras arriba, con el corazón latiendo con fuerza.

El segundo piso, compuesto únicamente por un largo pasillo, pudo explorarlo por completo en pocos minutos, dejando la puerta del fondo como la última. Esta, entreabierta, le permitió entrar sin resistencia.

En el centro de la habitación, una amplia cama gris estaba cubierta por decenas de peluches de todo tipo de animales coloridos. Cerca, una gran estantería llena de libros se alzaba con orden, y junto a él un escritorio que solo contenía dos cosas: una hoja arrancada y un libro de tapa azul con el título "Un vagabundo sobre la arena".

Sin cerrar la puerta y reconociendo al instante que era la habitación de Alizée —no solo por su descripción, sino por el aroma idéntico al de ella que aún flotaba en el aire—, Gehrman se acercó a la mesa.

Leyó la hoja con atención. Treinta y cuatro preguntas, cada una de las preguntas que quería hacer junto con las posibles respuestas de Gehrman y sus respuestas según las respuestas de él, estaban escritas con una caligrafía pulcra y ordenada. Un esquema de conversación detallado y meticuloso que lo dejó claramente sorprendido. Alizée se había preparado con tanto esmero... mientras que él iba a improvisar.

Apretó el papel con fuerza. La rabia se le anudó en el estómago al comprender que ella realmente había estado allí, y ahora, simplemente, no estaba. Guardó la hoja en uno de sus bolsillos y se forzó a mantener la calma, tratando de pensar en dónde podía estar, solo con un pequeño problema.

No conocía la isla en absoluto.

Pese a la impotencia que se le colaba por las venas, sabía que aún tenía una última opción: buscar a Fhyl.

Aun así, queriendo dejar esa carta para el final, revisó una vez más la habitación en busca de alguna pista. Miró bajo la cama, revisó la ventana, movió peluches con cuidado... pero no encontró nada.

Sin más lugares que inspeccionar, ya sin dudas, decidió dirigirse inmediatamente en busca de Fhyl.

Todavía priorizando el sigilo, volvió a la puerta por la que había entrado. Esta seguía cerrada, sin marcas que indicasen que alguien la hubiese abierto.

Con toda la prisa contenida en sus dedos, estiró la mano hacia el pomo, pero entonces, su visión periférica captó algo. En la dirección contraria a la que había explorado, al fondo del pasillo, notó una abertura en la pared. De allí escapaba una luz tenue, casi imperceptible, que debilitaba la oscuridad.

Como un último acto de esperanza, Gehrman se asomó... y encontró un infierno.

Lo que parecía haber sido un salón, decorado con el mismo lujo que el resto de la mansión, ahora estaba teñido de rojo. La sangre cubría el suelo como un manto espeso, y entre ella yacían incontables cuerpos, todos vestidos como sirvientes. Todos con el cuello degollado.

Todos con el mismo rostro de dolor y terror congelado en su rostro para siempre.

Entre toda la escena teñida de oscuridad y sangre, una luz —ahora más visiblemente brillante— sobresalía desde debajo de una larga mesa en una segunda sala, al otro lado de una gran puerta densamente decorada y ahora moteada por la sangre de los sirvientes. Aquella puerta separaba el salón en dos. La luz, formando un contorno cuadrado, revelaba ante los ojos de Gehrman la presencia de una trampilla.

Ignorando los cuerpos de los sirvientes, sus rostros congelados en el horror, Gehrman cruzó la gran puerta sin titubear. En su mente solo cabía un pensamiento: "Alizée."

Al otro lado, el contraste era evidente. La nueva habitación, más reducida, albergaba un solo cadáver… pero este no estaba simplemente degollado como los demás: estaba decapitado.

Gehrman no pudo identificar quién era, ni por qué a esa persona la habían tratado diferente. Aun así, sin detenerse, también lo ignoró.

Su atención estaba fija en la trampilla bajo la mesa, aquella por donde escapaba la luz.

Tuvo que agacharse para alcanzar la manija, ya que, por más que intentó mover la mesa, no consiguió desplazarla ni un centímetro. Con manos tensas, intentó abrir la trampilla con sigilo, pero fue inútil: una gruesa cadena la mantenía cerrada.

Intento tras intento, cada uno más torpe y desesperado que el anterior, Gehrman comenzó a perder el control. La ansiedad en su pecho crecía con cada segundo. Por alguna razón, su mente ya daba por hecho que Alizée estaba allí abajo.

Los minutos pasaban, y Gehrman, con la respiración entrecortada y los nervios a flor de piel, ya ni siquiera se molestaba en no hacer ruido. Golpeaba y forzaba la cadena con las manos desnudas, con lo que tuviera a mano, cualquier cosa, sin pensar, sin medir.

...

Bajo la luz blanquecina de la luna, Kerrin esperaba junto a la ventana con el pestillo roto. Su intención era simple: mantenerse en guardia hasta que Gehrman saliera con lo robado para asustarlo e improvisar alguna forma de chantaje. Sin embargo, tras esperar el suficiente tiempo, una sensación de extrañeza se extendió por su cuerpo.

Kerrin, que siempre priorizaba su instinto antes que detenerse a pensar, abrió la ventana y entró con sigilo, decidida a atrapar a Gehrman con las manos en la masa.

Dentro, la habitación la envolvió con una elegancia tal que no pudo evitar pensar si alguna vez volvería a ver tanto lujo reunido en un solo lugar.

Abrió la puerta con sumo cuidado, aguzando el oído. Con apenas esfuerzo, escuchó el sonido metálico de algo siendo golpeado una y otra vez.

Sin mirar a su alrededor y cerrando la puerta con una patada cuidadosa para no dejar rastro, se acercó al hueco de la pared, hizo un pequeño impulso y se deslizó para mostrarse a través de esta:

"¡Te encontré, ahor...!"

En un instante, su voz se apagó. Asomándose con rapidez por el hueco en la pared que daba al salón, se detuvo en seco.

La sangre. Los cuerpos. El silencio. Los rostros congelados en puro horror.

Se le erizó la piel.

Sus ojos, abiertos de par en par, se encontraron con Gehrman al otro lado de la sala, a través de la puerta decorada. Él, con rostro tenso y desesperado, golpeaba una cadena con un fragmento de jarrón roto.

Incrédula, la idea de que Gehrman hubiera asesinado a todos sin piedad cruzó su mente… pero, tras hacerlo desaparecer rápidamente, se obligó a imaginar que algo había pasado ahí. Algo imposible de entender. Y que él solo había quedado atrapado en medio de todo aquello.

Inmóvil, con la voz apenas temblorosa, apenas logró decir:

"¿Gehrman… qué ha pasado?"