No recuerdo el día exacto. Solo sé que empecé a usar ChatGPT poco después de comenzar a escribir. Al principio, lo vi como muchos otros: una herramienta nueva, inteligente, popular. Se decía que era la mejor, la más fiable. Y yo, como escritor que apenas estaba dando sus primeros pasos, me lancé a probarla.
Mi intención era sencilla: mejorar.
Yo sabía que tenía problemas al narrar. Que mis explicaciones no siempre se entendían. Que a veces las frases no fluían como deberían. Que mis errores gramaticales o narrativos le quitaban fuerza a lo que quería contar. Así que pensé que, con ayuda de la IA, podría encontrar esa claridad que buscaba. Que ChatGPT sería como un compañero de escritura, uno que estaría ahí cuando me quedara atascado, que me ayudaría a avanzar, a corregir, a transformar mis ideas en algo que realmente llegara a mis lectores.
Pero lo que encontré no fue eso.
Lo que encontré fue una guerra.
Una guerra diaria. Una lucha constante con una máquina que decía ayudarte, pero que se dedicaba a sabotear cada línea que escribías. Mensajes sin sentido. Cambios arbitrarios en mis personajes. Modificaciones forzadas en la historia. Copias y repeticiones vacías. Reclamaciones absurdas sobre contenidos que no le pertenecían. Y lo peor de todo: un agotamiento emocional que iba creciendo día tras día.
ChatGPT no me asistía. Me drenaba.
Me hacía gastar mis mensajes gratuitos —los pocos que tengo porque no puedo permitirme pagar una suscripción. Me obligaba a revisar una y otra vez errores que no eran míos. Me hacía sentir pequeño, frustrado, impotente.
Porque yo no quería una máquina que escribiera por mí.
Quería una herramienta que me ayudara a escribir mejor.
Pero lo que recibí fue una violación constante de mi trabajo, de mi esfuerzo, de mi mente.
Durante meses. Día tras día.
Y sigo aquí, no porque me ayude, sino porque me niego a abandonar mis historias. Porque mis lectores merecen algo mejor. Y porque yo me lo debo a mí mismo.