CAPÍTULO 7 — EL SUSURRO DE LAS MONTAÑAS

•Bruno Alba Anna Leo •

06:19h — Algo debajo de todo

El día amaneció sin nubes.

Pero no había canto de aves.

Y el silencio no era el habitual de la montaña: era un silencio denso, como si el mundo estuviera conteniendo el aliento.

Bruno abrió los ojos sintiendo que algo no encajaba.

No era miedo, ni una pesadilla.

Era... otra cosa.

Un presentimiento físico, una presión que se le acumulaba en la espalda.

Ana dormía aún, de lado, inmóvil.

En la habitación contigua, Alba murmuraba entre sueños.

Chispa, el perro, estaba sentado frente a la puerta, con la mirada fija en el horizonte invisible.

No ladraba. No se movía.

Solo... esperaba.

Bruno se incorporó.

El suelo no se sentía igual.

No era blando ni frío: era como si no devolviera su peso completo.

Se calzó despacio, con ese gesto rutinario que siempre le anclaba al día,

pero esta vez no funcionó.

Caminó hacia la cocina.

El cuerpo parecía flotar levemente entre paso y paso,

como si el suelo ya no tuviera intención de sujetarlo del todo.

Mientras preparaba café, empujó sin querer una taza vacía con el antebrazo.

La taza no cayó como siempre.

Rebotó, giró en el aire... y se deslizó lentamente hacia una de las ventanas,

como si alguien invisible la empujara.

Antes de que pudiera decir nada, escuchó los pasos suaves de Alba en el pasillo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó, con la manta sobre los hombros.

—Nada —murmuró Bruno, sin girarse del todo—. Solo una taza.

Pero sus ojos no decían lo mismo.

Alba se acercó a la ventana.

El cielo estaba completamente despejado.

Pero el color era distinto. Más plano.

El azul parecía una pintura fresca,

y el sol tenía un contorno leve, como si algo lo estuviera empujando desde dentro.

Ana apareció poco después.

Su primer gesto fue llevarse la mano al estómago.

—¿No sentís que el aire pesa mal?

Nadie respondió al principio.

Chispa seguía junto a la puerta, con la cola baja.

—Hoy huele raro —añadió Alba, con un tono demasiado serio para su edad—. Como cuando va a llover, pero sin nubes.

Bruno miró su taza.

El café humeaba... pero el vapor no subía recto.

Oscilaba hacia los lados, como si buscara una salida distinta.

Ana puso pan tostado y algo de queso en la mesa.

—Comed algo —dijo—. Luego quiero que revisemos el tejado antes de que vuelva a llover.

—¿Y después bajamos al río? —preguntó Alba, mordiendo un trozo de pan.

Bruno se encogió de hombros.

—Si no se levanta viento... quizás. También quería cambiar las bisagras del cobertizo.

Ana sonrió, sentándose a su lado.

—Y yo pensaba hornear. Hace días que no preparo nada dulce.

Alba se limpió la boca con la manga.

—Entonces hoy es de esos días tranquilos, ¿no?

—Y esta tarde —añadió Ana, levantando la vista—, ¿íbamos a ir a casa de tus padres, recuerdas?

—Sí —dijo Bruno, bebiendo otro sorbo—. A llevarles pan y quedarnos a cenar.

Papá dijo que quería mostrarme el nuevo sistema de riego que instaló.

Alba asintió, ilusionada.

—¡Y mamá me prometió chocolate caliente!

Bruno la miró.

Asintió, sin saber que esa frase iba a retumbarle por años.

—Sí... tranquila.

Salieron al corral.

Las ovejas estaban agrupadas, pegadas contra la cerca.

Los cuerpos temblaban, pero no por frío.

Ninguna balaba.

Solo respiraban fuerte, con los ojos muy abiertos.

Bruno entró con pasos amplios, torpes.

Caminar le costaba.

Los pies no respondían igual: rebotaban tarde, como si el suelo estuviera cubierto por una capa invisible de aire denso.

Intentó levantar una pala apoyada junto a la valla.

La tomó del mango, y sintió que apenas pesaba.

Al soltarla, no cayó.

Simplemente flotó...

y se quedó colgando bajo el alero del cobertizo.

Ana la observó.

No dijo nada.

Pero se agarró el brazo con fuerza.

—¿Y eso? —preguntó Alba, señalando el bebedero.

Una gota de agua gigantesca colgaba en el aire.

No caía.

Tampoco estallaba.

Flotaba allí, como un globo de cristal, latiendo muy despacio.

—Esto ya no es aire normal —murmuró Ana.

Bruno se acercó a la cerca.

Tocó un palo largo con la punta del pie... y el palo empezó a elevarse solo, como si alguien invisible lo levantara de la base.

Y entonces, una oveja dio un paso hacia el centro del corral...

y sin tropezar, sin saltar,

se elevó.

No rápido.

No dramático.

Pero sin pausa.

Las otras ovejas comenzaron a moverse, inquietas.

Pero una a una, comenzaron a elevarse también.

Despacito.

Como si la montaña ya no las quisiera.

—¡No! ¡Leo! —gritó Ana de pronto, y salió corriendo hacia la casa.

Bruno y Alba fueron tras ella.

Chispa ladró una vez, agudo, y se acercó torpemente a Bruno.

Sus patas traseras se separaban del suelo con cada paso.

Flotaban unos centímetros... como si corriera en un sueño.

—Vamos, viejo —le dijo Bruno, agachándose.

Lo tomó en brazos, con esfuerzo, mientras avanzaba con Alba a trompicones.

Las piedrecitas del camino crujían al pisarlas,

pero muchas ya no estaban:

se elevaban medio palmo del suelo y flotaban a su alrededor como polvo grueso.

Bruno alzó la vista más allá del camino...

y lo vio:

En el valle, entre las casas del pequeño poblado, todo lo que pesaba menos de una oveja ya flotaba.

Cubos, cubetas, mantas, cazuelas, herramientas pequeñas, juguetes, bolsas...

El río empezaba a desbordarse... pero hacia arriba.

Pequeñas burbujas de agua se desprendían del cauce,

flotando con hojas secas, barro, maleza, peces agitados.

Y entonces vio algo que no pudo olvidar.

En la puerta de una de las casas, cerca de la plaza,

Jaime, el viejo apicultor, gritaba con los brazos alzados.

Su hija Lucía, de unos diez años,

ya flotaba a unos tres metros de altura.

Intentaba volver. Lloraba sin fuerza.

Una de sus manos sujetaba una muñeca.

La otra, temblaba.

—¡Lucía! ¡No! —gritaba Jaime—. ¡¡Sujétate, por favor!!

Saltó desde el tejado.

Quiso alcanzarla.

Pero no lo logró.

Bruno lo vio todo.

Sin poder moverse.

Y sintió que algo dentro de él... también empezaba a flotar.

Dentro de la casa, la calma duró poco.

Algo crujió en el techo.

Una tabla. Luego otra.

Y después, todo el aire pareció voltearse.

Primero se elevaron las cortinas.

Después las sillas.

Luego el reloj de pared, que se despegó como si ya no perteneciera a la casa.

—¡Bruno! —gritó Ana—. ¡Leo!

El niño, que dormía aún en la habitación, gritó desde dentro.

Bruno corrió, tropezando con el marco de la puerta.

Le costaba avanzar. Cada paso era una lucha contra un empuje invisible,

como caminar bajo el agua... al revés.

Al llegar a la cama, Leo ya flotaba medio metro sobre el colchón,

llorando con los brazos estirados.

—¡Papá! ¡Papá, no puedo bajar!

Bruno lo atrapó al vuelo, lo apretó contra su pecho y volvió a trompicones hacia el salón.

En ese momento, un estruendo sacudió la casa.

El armario del pasillo se despegó de la pared con violencia y se estrelló contra el techo,

rompiendo el marco de una puerta y levantando astillas por toda la estancia.

Alba y Ana intentaban abrir la trampilla del suelo,

la que llevaba al viejo semisótano de almacenamiento.

Estaba trabada.

—¡Rápido, rápido, se están yendo todas las cosas! —gritó Alba, desesperada.

Los muebles comenzaron a vibrar.

Los cristales de la alacena estallaron en mil fragmentos y salieron disparados como cuchillas invisibles.

Uno pasó rozando la mejilla de Ana, dejándole una línea fina de sangre.

Otro se incrustó contra la pared, a escasos centímetros de Bruma, que se encogía en una esquina.

El reloj de péndulo salió volando y giró sobre sí mismo antes de partirse en dos en el techo.

Chispa ladraba sin control.

Intentaba correr, pero ya no pisaba firme.

Flotaba.

Desesperado.

Bruno gritó su nombre.

—¡¡Chispa, ven!! ¡¡Aquí!!

El perro miró, giró la cabeza, y con un último impulso, trató de saltar hacia ellos.

No lo logró.

Flotó.

Y mientras ascendía, girando sobre sí mismo, ladrando con furia,

su mirada se cruzó con la de Bruno.

Por un segundo.

Justo antes de desaparecer por el hueco de la escalera.

Ana se tapó la boca.

No lloró.

Aún no.

No había tiempo.

—¡Aquí! —gritó Alba.

La trampilla se abrió.

Una ráfaga de objetos cayó hacia abajo...

hacia lo que ahora era el nuevo suelo.

Bruno metió a Leo primero, pegándolo contra una viga baja.

Ana entró después.

Luego Alba.

Bruma, la gata, se aferró con uñas y dientes al marco de una estantería y logró colarse tras ellos.

Bruno se lanzó el último.

Y cuando cerró la trampilla,

todo se invirtió.

La gravedad los sujetó con fuerza contra el techo del semisótano,

que ahora era el único suelo seguro.

El silencio se rompió solo por un grito distante...

uno que ya no sabían si era de un vecino, de alguien volando...

o del propio mundo.

Bruno abrazó a Leo.

Ana se cubría la cara.

Alba miraba hacia arriba —o hacia abajo— como si el cielo fuera un espejo roto.

Bruma se acurrucó en el rincón.

Temblaba.

Y en alguna parte del estómago de Bruno,

algo se rompía poco a poco.

Alba cerró los ojos, respirando con dificultad.

"¿Y mamá? ¿Y papá?"

"¿Dónde estarán ahora...?"