•Vera•
Dormía.
Pero no en paz.
El cuerpo de Vera estaba tendido junto a Rosalía, en la improvisada cama del coche, pero su mente no encontraba descanso. Aunque su piel tocaba el calor de la manta, por dentro caía en espirales de miedo. Todo el día había actuado con una precisión instintiva: había buscado a Rosalía, la había salvado, había ordenado el coche como un refugio portátil, había sobrevivido. Y sin embargo, esa determinación, esa fuerza... no nacía del equilibrio. Nacía del abismo
El vacío.
La certeza de la pérdida.
A lo largo del día, tuvo momentos donde su cuerpo tembló por dentro. Bajones súbitos, punzadas de ansiedad. Grietas invisibles. Bastaba con pensar en Alex. En su madre. Bastaba recordar sus voces, sus gestos, su olor, para que una oscuridad líquida le inundara el pecho. No lloraba. No entonces. Porque el miedo y la supervivencia no siempre dejan espacio al llanto.
Pero en la noche... nada contenía ya a los fantasmas.
Mientras dormía, su cuerpo estaba quieto, pero su alma gritaba.
No hubo imágenes. No hubo escenarios. Solo sensaciones. Voces. Vibraciones interiores que helaban la sangre
Alex.
Su madre.
Y una tercera voz más sutil, más cruel, más suya: su subconsciente.
"Ya no están."
"Mientras tú respirabas aquí abajo, ellos agonizaban en el aire."
"No volverás a estar con ellos."
El corazón de Vera latía con fuerza incluso en el sueño.
Se agitaba.
Eran palabras sin forma. Sin sonido. Pero quemaban.
Su corazón se desbocó. En el sueño, sentía que se ahogaba. El pecho le pesaba, como si una piedra viva la empujara desde dentro. Se removía, como atrapada en un cuerpo que no le pertenecía. Las manos, dormidas. La garganta, seca.
Y entonces despertó.
De golpe. Como quien emerge de un naufragio.
Abrió los ojos. Jadeaba.
El mundo estaba oscuro. Silencioso.
Pero no sentía alivio.
Un sudor frío le empapaba la espalda. Temblaba.
Tenía un nudo en el pecho que no cedía. Las lágrimas estaban ahí, al borde. No sabía si por rabia, por miedo o por la abrumadora soledad que sentía en ese instante.
Necesitaba salir. Respirar.
No quería despertar a Rosalía
Salió del coche a tientas, en silencio, con la boca entreabierta buscando aire como si el mundo se hubiera quedado sin oxígeno. Una vez fuera, caminó sin rumbo, con pasos torpes, hiperventilando, aferrándose al fresco de la noche como a un consuelo.
Estuvo un buen rato así. Dejando que el aire pasara a través de ella. Que el cielo, al menos, no la aplastara.
Cuando su respiración se hizo más lenta, cuando los latidos dejaron de golpearle el pecho con violencia, supo algo con certeza: no podía quedarse sola. No en ese estado. Necesitaba voces. Movimiento. Algo .
Decidió acercarse al muelle. Allí se oía movimiento. Gente.
Tal vez encontraría algún superviviente. Tal vez no descubriría nada. Pero al menos, dejaría de pensar por un rato.
Caminó varios minutos por calles vacías, hasta que el paisaje empezó a hablar. Al principio, parecía que nada hubiera pasado. Pero luego, las huellas del desastre se hicieron visibles: zonas mojadas que contrastaban con otras totalmente secas. Árboles con ramas arrancadas. Tejados torcidos. Ventanas abiertas hacia un cielo que ya no estaba donde debía.
Vera pensó que sería el agua que había flotado y luego regresado, derramándose con torpeza desde alturas imposibles.
Entonces empezó a ver a la gente.
Primero en pequeños grupos. Luego corriendo, moviéndose con urgencia. Algunos cargaban mantas. Otros, maletas. Había tensión. Una ansiedad colectiva, como si todos compartieran un mismo reloj invisible.
No tardaron en pararla.
—¿Has visto a una niña de unos nueve años? Se llama Carla... —preguntó una mujer, con la voz quebrada.
Vera negó con la cabeza. Y ese gesto la golpeó más de lo esperado.
No era la única que había perdido.
Respondió varias veces lo mismo. "No la he visto". "No sé". "Lo siento mucho". Con cada palabra, sentía que el peso de la tragedia se repartía entre todos. Nadie estaba a salvo. Nadie era una isla.
Vera también empezó a hacer preguntas.
¿Alguien sabía qué había pasado?
Muchos encogían los hombros.
Pero un hombre, de rostro ojeroso y barba desordenada, le dio algo más:
—Dicen que en la ciudad hay gente informando. Científicos.Que están corriendo la voz de que esto va a pasar cada día.
—¿Cada día?
—A la misma hora. A las once. Como una maldición solar. Como un nuevo eje que nadie pidió.
Vera se quedó quieta. Escuchando. Procesando.
Otra mujer añadió:
—Hablan de un planeta enorme que nos está atrayendo. Nemesis, le dicen. Por eso es solo la mitad del día... solo una parte se ve afectada.
Las piezas empezaban a encajar. El pánico inicial daba paso a una lógica distinta.
Vera se pasó el resto de la madrugada ayudando como podía. A mover sacos, a sujetar ventanas, a reforzar techos bajos. A compartir lo poco que había aprendido con quienes sabían aún menos. La ciudad era un puzle nuevo y todos trataban de entender dónde encajaban.
Y cuanto más sabía, más claro lo tenía:
No era el fin del mundo.
No aún.
Si solo se perdían los cuerpos de menos de cien kilos... había formas de sobrevivir. Las vacas adultas no habían flotado. Las casas aún estaban. El agua no había desaparecido del todo. No habría pollos ni huevos, pero podría ser peor.
Mucho peor.
Ella tenía a Rosalía.
Y mientras la tuviera, iba a resistir.
Iba a construir algo.
Un refugio. Una nueva forma de vida.
Un hábitat para sobrevivir al revés.
——
El mundo parecía dormido, pero Vera no.
Después de ayudar en el muelle y recoger fragmentos sueltos de información, volvió a mirar el cielo. Lo intuía más claro.
Faltaban unas nueve horas para la próxima inversión. Las 11:00 a.m. eran ahora su nuevo mediodía, su nueva frontera. Cada día tendría ese abismo, y cada día, si quería sobrevivir, tendría que prepararse mejor.
Y Vera... era buena en eso.
No era más fuerte que los demás. Ni más valiente.
Pero tenía algo más raro: velocidad mental. Ingenio puro. En situaciones difíciles, su cabeza se convertía en una máquina de escape, una forja de ideas que solían funcionar.
Y ahora tenía una idea.
Una visión clara: si conseguía una furgoneta de reparto —de esas altas, de mudanza o de transporte— podría dejarla aparcada junto al porche de Rosalía. El techo de ese vehículo quedaría lo bastante cerca del porche invertido como para que, durante la próxima inversión, Rosalía pudiera volver a entrar en su casa sin necesidad de arrastrar media vivienda para construirle una escalera.
Era perfecto.
Y no podía perder tiempo.
Empezó a recorrer los caminos que se alejaban del muelle, hacia las carreteras de salida. Todo estaba más silencioso que la noche anterior. Como si la madrugada, además de sombra, trajera también resignación.
Las calles estaban sembradas de coches abandonados. Algunos con las puertas abiertas. Y Vera, mientras caminaba, pensaba: la mayoría huyó durante la inversión. Salieron en estampida. Sin saber lo que hacían. Muchos no volvieron.
Y lo supo.
Porque los vehículos estaban vacíos.
Y el aire... demasiado callado.
Sintió una punzada de tristeza. Pero no se detuvo. Si había un vehículo útil en ese caos, no podía ignorarlo solo por respeto a los fantasmas.
"Lo siento", murmuró al pasar junto a una camioneta volcada.
Ya había visto al menos cinco coches sin batería, y sin embargo no dejaba de buscar.
Vera analizaba mientras caminaba. No solo pensaba en el vehículo. Pensaba en el espacio, en la casa, en el hábitat que aún no había conseguido montar. Ninguna idea la convencía del todo, así que, cansada de dudar, decidió hacerlo simple: encontró un coche con batería —milagrosamente encendía— y lo tomó sin dudar. Avanzó por caminos colapsados, esquivando coches, Vera no dejaba de mirar por los retrovisores y a los lados del camino. Cada tanto, veía figuras solitarias o pequeños grupos moviéndose por los arcenes, entre los coches abandonados.,
hasta llegar a una cima.
Desde allí, el mundo se abría ante sus ojos.
Y allí, al fondo del valle, entre un tapón de coches encajonados, vio la silueta de un furgón amarillo.
Grande. De reparto.
De los que usaban para mudanzas.
"Vamos..."
No pudo llegar en coche. La carretera estaba bloqueada. Así que bajó a pie. Cada paso se hacía más urgente.
La puerta del conductor estaba entreabierta.
Las llaves colgaban del contacto.
Vera se montó.
Giró.
Nada.
Sin batería.
Maldita sea.
No perdió la calma. Bajó, abrió el capó. Lo inspeccionó. Bien. Podía funcionar.
Volvió atrás. Empezó a revisar los coches del tapón. Uno a uno.
En total, sacó seis baterías de distintos vehículos, probándolos antes de extraerlas, comprobando cuál tenía vida. La mayoría estaban muertas. La gente salió sin pensar, sin apagar, sin nada, pensaba. El pánico no conoce manuales.
Con las baterías al hombro y una caja de herramientas rescatada de un maletero, volvió a la furgoneta. Quitó la antigua. Colocó la nueva. Conectó.
Y al girar la llave...
—Vamos... vamos... —murmuró.
El motor rugió a la vida.
—¡Sí!
Quedaba solo el paso complicado: liberar la carretera para poder sacarla de allí.
De los ocho coches que bloqueaban la vía, solo uno encendía. Lo movió. Los demás, sin batería.
Así que hizo lo que tenía que hacer: fue uno por uno, poniendo baterías, arrancando, y apartando. El proceso fue lento. Cansado. Frío.
Pero funcionó.
Una hora después, la carretera quedó despejada. Subió a la furgoneta y condujo de regreso al pueblo.
Y entonces, algo cambió.
Sus ojos ya no veían destrucción.
Veían herramientas.
Materiales.
Posibilidades.
El caos se había convertido en su almacén.
Seguía viendo gente de vez en cuando ,sombras en la noche .
Algunos caminaban cabizbajos, desorientados. Pero otros... no.
Había miradas que no buscaban ayuda, sino oportunidad.
Manos que se escondían con malas intenciones . Gente que, por su forma de moverse, parecía más atenta a lo que otros hacian que a su propio destino.
Vera apretó los dedos sobre el volante.
El miedo vuelve a sacar lo peor de muchos, pensó. Y la necesidad... también.
Pero no aflojó.
Solo aceleró un poco más.
Porque ahora sabía exactamente hacia dónde iba.
Y lo que tenía que hacer.
Se detuvo en una obra a medio terminar. Abrió el maletero. Cajas de reparto. No se detuvo a revisarlas. Más tarde. "Lo importante es el resto", pensó.
Entró a la obra y cargó, con mucho esfuerzo, cuatro puntales metálicos. Le costó, pero su plan necesitaba estructura. Si iba a preparar el coche como un hogar, necesitaba solidez.
Después pasó por varias calles, examinando edificios. Nada la convencía. Hasta que lo vio.
Un gimnasio.
Entró.
Todo patas arriba. Mancuernas, barras, espejos rotos.
Fue directa a la sala de tatamis. Un suelo blando. Perfecto para la inversión.
Cargó varios rollos. Luego fue al área de barritas y bebidas energéticas. Aún había suficientes.
Cargó todo como pudo.
Y volvió al volante.
El amanecer ya era real. El cielo empezaba a clarear por encima de las casas, y cada minuto que pasaba era una cuenta atrás hacia las 11.
Tenía que volver.
Rosalía podría estar preocupada .
Y Vera... ya estaba lista.
——
Vera llegó al porche justo cuando el cielo comenzaba a vestirse de un azul más claro. Rosalía estaba allí, sentada en el escalón más bajo de la entrada, abrazada a sí misma, con la mirada perdida en el camino vacío. En cuanto vio a Vera, se levantó de golpe.
—¡Vera! ¡Dios mío! Estaba tan asustada... ¿Dónde estabas?
Vera apenas tuvo tiempo de contestar cuando Rosalía continuó, nerviosa:
—Salí a buscarte, caminé un poco, pero... me dio miedo ir demasiado lejos y que volvieras y no me encontraras. —Y entonces, al ver la furgoneta amarilla , arqueó las cejas—. ¿Y eso? ¿De dónde has sacado esa mole?
Vera bajó de la furgoneta con una energía nueva, eufórica, chispeante.
—Tengo muchas cosas que contarte, Rosalía. Creo que esto no es el fin del mundo. Bueno... quizás sí. Pero no del todo.
Y sin más, subió al coche de Alonso, que seguía perfectamente aparcado de espaldas en el porche. Lo apartó con cuidado, luego volvió a la furgoneta y empezó a dar marcha atrás, controlando la altura con la mirada y una sonrisa orgullosa.
—Es perfecto.
Rosalía la miraba como si viera a una científica en plena invención.
—¿Qué estás tramando?
—creo que he descubierto la anomalía —dijo Vera mientras bajaba de la furgoneta—. Todo este caos... va a repetirse. Cada día. A las once de la mañana mas o menos . Pero si nos mantenemos en un lugar seguro, anclado a tierra... podemos sobrevivir.
Se giró hacia la furgoneta y señaló con el dedo.
—Ese será nuestro nuevo hogar.
Rosalía se acercó lentamente, como si caminara hacia un milagro.
Mientras tanto, Vera vaciaba la furgoneta con prisa. Sacó hasta las cajas de reparto que encontró dentro y las llevó al sótano de la casa —el sótano que luego sería el nuevo altillo. "Esto ya lo miraremos luego", murmuró, mientras las dejaba a un lado.
Extendió las planchas de tatami sobre el porche, midiendo con la vista, calculando. El interior de la furgoneta estaba completamente despejado, sin asientos traseros, como un lienzo vacío esperando ser habitado.
Colocó la primera lona de tatami en el suelo del vehículo, encajándola para que subiera un poco por los laterales. Luego fijó otra en el techo interior, ajustándola como pudo con los soportes laterales. No era fácil, pero se sostuvo.
Entonces, lo crucial: los cuatro puntales metálicos. Uno en cada esquina, presionando con firmeza entre el suelo y el techo del interior de la furgoneta. Vera los colocó a unos dos palmos de distancia de los extremos, reforzando la estructura.
Después, con el tatami sobrante, cubrió los laterales horizontales, creando una especie de "cuna blindada".
—¿Ves eso? —le dijo a Rosalía, señalando la estructura—. Es nuestra barandilla antigravedad. Cuando todo gire... esto nos mantendrá a salvo.
Rosalía no podía dejar de mirarla. Se le llenaban los ojos de emoción.
—Gracias, Vera. Todo esto... sé porque lo estás haciendo. No sé qué decir.
—No hace falta que digas nada —respondió Vera, sonriendo mientras empezaba a distribuir las barritas energéticas, los batidos, las botellas pequeñas en los huecos de los asientos delanteros y la guantera. Todo bien amarrado, pensando ya en la inversión.
Las latas de conserva, el camping gas y el colchón los llevó al altillo. "Luego lo vendré a buscar", dijo, señalando lo que después sería sótano .
Afuera, el sol ya acariciaba los tejados. Eran casi las diez.
—Rosalía, entra ya. Vamos a planear esto con calma.
Rosalía obedeció sin protestar, sentándose en la parte oeste de la furgoneta, mientras Vera consultaba una brújula rescatada de algún salpicadero.
—Cuando empiece la presión, solo hay que dejarse llevar. Agarradas a los puntales, nos deslizaremos suavemente... hasta quedar del otro lado.
Rosalía la escuchaba sin parpadear, mientras Vera le contaba todo: las calles vacías, los coches sin batería, los hostiles y los que pedían ayuda. La voz de aquel hombre que hablaba del planeta gigante, la presión, la esperanza.
Y entonces llegó.
La presión. Pero esta vez, desde el este.
—¡Ahí está! —exclamó Vera, entusiasmada—. ¡Tiene sentido! El mundo gira... y se pone de frente a Némesis. ¡Claro que tenía que venir por el otro lado!
Se aferraron. Y giraron.
La inversión fue suave, precisa, como si todo el universo se hubiera adaptado al diseño de Vera.
Cuando el silencio volvió a instalarse, ambas estaban boca abajo en el nuevo suelo... pero sin un rasguño.
—Lo conseguimos otra vez —dijo Vera, abrazándola.
—Eres maravillosa, niña —susurró Rosalía—. No sé qué haría sin ti. Me das motivos para seguir aquí.
Vera salió de la furgoneta y miró hacia lo que antes fue su rampa de muebles y ahora... un pequeño montículo.
—He transformado una montaña de locura en un escalón —dijo riendo—. Así somos ahora, Rosalía... estamos construyendo al revés, pero con sentido.
Entró corriendo a la casa, y desde la puerta invertida asomó la cabeza.
—¡La ampliación del refugio está patas arriba! Pero mira lo que te he traído...
Sacó con cuidado el sillón de ganchillo, las agujas, y un rollo de tela suave.
—¿Un gorrito para mí?
Rosalía, con una risa entre melancólica y esperanzada, se sentó en el sillón, frente al horizonte invertido, con los pies mirando al cielo.
Y Vera, desde la puerta, la miró como quien contempla el alma de una guerrera.
—Vamos a salir adelante, amiga.
Y esta vez... lo dijo en voz alta. Porque ya no le dolía creerlo.
Se quedó en la entrada un rato más. El viento soplaba las hojas en las ramas como si aún dudaran de qué dirección tomar. El cielo, ahora bajo sus pies, parecía más cercano... más posible.
Y aunque el dolor de la pérdida seguía ahí —silencioso, terco, incansable—, Vera empezaba a descubrir una nueva forma de sostenerlo.
No dejaba de pensar en Álex ni en su madre. Cada rincón del día llevaba su nombre. Pero también sabía que seguir respirando no era una traición... sino una promesa.
La esperanza de salvarse.
El deber de cuidar a Rosalía.
Ese pequeño hilo de sentido que volvía a tejerle el alma.
Y así, en mitad de un mundo que ya no sabía lo que era arriba o abajo, Vera sentía que algo en ella... por fin, se estaba poniendo en su sitio.