Capítulo 18 - “Donde la esperanza cura el caos”

•Bruno Alba Ana Leo•

Bruno se quedó quieto, en medio del vestíbulo destrozado del hospital. Miraba a su alrededor, pero no veía nada. Solo el vacío. Solo la certeza brutal de que ya no había médicos. Ya no había sistema. Ya no había nada de lo que una vez fuimos.

Y, sin embargo, no se permitió caer.

Anna no podía esperar. Su vida colgaba de un hilo, y si alguien iba a salvarla... sería él.

Salió corriendo del hospital y llegó al coche en cuestión de segundos. Abrió la puerta. Alba y Leo lo miraron con los ojos grandes, brillantes, una mezcla de esperanza y miedo retenido.

—Venid conmigo —les dijo con firmeza—. No os separéis de mí por nada del mundo. Alba, tú no sueltes a Leo. Pase lo que pase.

La niña asintió con solemnidad, como quien recibe una orden sagrada.

Bruno le entregó la linterna. La encendió y se la puso en las manos.

—Tú serás nuestra luz, Alba.

Luego abrió la puerta del copiloto y, con cuidado reverencial, tomó a Anna entre sus brazos. Ella apenas se movió, apenas emitió un suspiro. Pero seguía viva. Eso era todo lo que importaba.

Cerró el coche y, sin mirar atrás, se adentraron en el hospital. La linterna proyectaba un haz tembloroso en los pasillos desconchados. A medida que avanzaban, las voces se disipaban. La gente se quedaba atrás. Cuanto más caminaban, más solo parecía el lugar.

Hasta que dieron con una habitación vacía.

Bruno entró primero, revisó con la mirada. Estaba despejada. Una cama volcada, una silla contra la pared, una mesita de lado.

Depositó a Anna con suavidad sobre el suelo.

—Vamos a curarte, Anna. Pero no te duermas. Quédate conmigo.

Le preparó la cama y la incorporó con suavidad.

Empezó a buscar por la habitación, pero no encontró mucho. Nada útil. Maldijo en silencio y se volvió a Alba.

—Voy a salir a por lo necesario. Medicinas, gasas, herramientas. Lo que haga falta. Quiero que trabes la puerta una vez salga.

Le enseñó cómo encajar la silla bajo el picaporte, firme, inmóvil.

—Escucha: cuando vuelva, haré un golpe. Luego silencio. Tres golpes. Otro silencio. Y dos golpes más. Ese es nuestro código. Si no es ese patrón, no abras.

Alba asintió sin dudar, los ojos fijos en los suyos.

Bruno salió, escuchó cómo la silla se encajaba al otro lado. Una barrera frágil, pero suficiente.

Ya no era un padre, ni un hermano, ni un marido. Era un cazador. Y su presa era la supervivencia.

El hospital, aunque grande, tenía zonas donde nadie se atrevía a entrar. Bruno subió escaleras, cruzó pasillos arrasados, empujó puertas colgantes. Ya no pedía ayuda. Ya no gritaba. Era uno más entre los que saqueaban... pero con un motivo.

Sabía moverse en la nada. Había vivido en la montaña, sabía curar heridas con plantas, sobrevivir con la lluvia, cazar con trampas rudimentarias. Pero esto no era una picadura. No era fiebre. Era algo más profundo. Una herida que sangraba vida.

Necesitaba medicamentos. Antibióticos. Antiinflamatorios. Algo para limpiar la herida a fondo. Algo para cerrarla.

Encontró una sala médica desordenada. Camillas volcadas, carpetas abiertas por el suelo, una caja de bisturís vacía. A un lado, una bandeja con ruedas. Volcada, pero útil.

La levantó y empezó a llenarla.

Instrumental básico. Gasas. Alcohol. Agujas. Sedantes. Lo que encontraba, lo echaba.

Luego, en un pasillo, vio una máquina expendedora reventada. Le quedaban dos barritas, tres zumos y un paquete de galletas. Se los llevó. Todo servía.

Siguió avanzando. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero su cuerpo empezaba a temblar. No de miedo, sino de pura tensión.

Y entonces, el percance.

Un tipo lo interceptó en un cruce de pasillos. Llevaba una mochila medio llena y una barra metálica oxidada en la mano. Lo miró de arriba abajo, se fijó en la bandeja.

—Eso es mucho para uno solo —le dijo.

Bruno no contestó. No apartó la vista.

—Vamos —insistió el otro—. Reparte un poco, ¿no?

Fue en ese momento cuando Bruno dio un paso hacia él. No dijo nada. No gritó. Solo dejó que su mirada hablara por él. Era una mirada que venía de otro sitio. De otro mundo. El mundo donde se mata por un ciervo. Donde se sobrevive días con una botella de agua. Donde no hay policía. Donde no hay segundas oportunidades.

El tipo reculó. Sin más. Y se fue.

Bruno siguió. Rellenó un poco más la bandeja y regresó. Casi trotando.

Al llegar a la habitación, golpeó con el código acordado: uno. Silencio. Tres. Silencio. Dos.

La puerta se abrió.

Alba lo recibió con los ojos brillantes.

—Muy bien, Alba —le dijo, entrando—. Estoy orgulloso de ti. Mucho.

Ella no respondió, pero en su rostro había algo más que miedo. Había decisión. Había temple.

Bruno pensó en todo lo que había hecho esa niña. Y en todo lo que aún haría.

Catorce años. Pero con un alma forjada en el campo, entre días de barro y madrugadas sin descanso. Con él. Aprendiendo de todo. Cuidando gallinas. Cargando sacos. Sin apenas salir con niños de su edad.

Quizá el mundo no estaba preparado para esto.

Pero ella, sí.

Y lo iba a demostrar.

Lo que Bruno no sabía aún —y lo descubriría demasiado tarde— era que su carácter reservado, su distancia con los demás, le pasaría factura. Porque mientras él se movía entre pasillos vacíos y amenazas solitarias, en otros rincones del hospital y de la ciudad empezaban a circular rumores, teorías... advertencias.

Lo que Bruno sí sabía —aunque no del todo— era que algo volvería a pasar. Había escuchado voces sueltas, fragmentos de conversación: una inversión de la gravedad, un planeta llamado Nemesis, una hora concreta, las once. Rumores de que aquello no era un accidente único, sino el inicio de un ciclo.

Y aun así...

Aun con esa advertencia zumbándole en la mente como un eco suelto...

Su prioridad era Ana.

Porque todo lo demás podía esperar.

Todo.

Menos ella.

——

Bruno miró su reloj de mano: 4:30 a.m.

Luego, desvió la mirada hacia Ana.

—Ha llegado el momento de curarte, cariño —susurró.

Respiró hondo. Se acercó a Alba, la tomó de los hombros con suavidad y la apartó unos pasos, lejos de donde Leo seguía aferrado a la cama, con la mirada clavada en su madre.

—Voy a coserle la herida a Ana —le dijo en voz baja—. Va a ser duro, Alba. No quiero que Leo vea esto. No quiero que lo escuche. Y tú... tú tampoco tienes que pasar por esto. No deberías ver a tu tía sufrir.

Alba asintió. No con miedo, sino con esa madurez precoz que tanto le dolía a Bruno admirar.

—¿Puedes entretener a Leo? Llévatelo al baño, jugad a algo... inventa algo, lo que sea. Solo necesito un rato.

Alba se inclinó junto a Leo y le sonrió, sin rastros de pena en la cara.

—Oye, Leo... ¿sabes lo que pasa en los baños de los hospitales?

—¿Qué?

—¡Que hacen eco! Si cantamos nuestra canción favorita, va a sonar como si estuviéramos en un concierto. ¿Vienes?

—¿Y mamá?

—Está dormida. Necesita descansar un rato. Vamos a dejarla soñar con cosas bonitas.

Leo dudó un segundo, pero se dejó guiar. Alba le tomó la mano y lo condujo al baño, cerrando con cuidado tras ellos.

Bruno se quedó en silencio un momento, con el eco de una vocecita infantil que empezaba a cantar al otro lado de la puerta. Alba lo estaba haciendo. Lo estaba logrando.

Y él también tenía que lograrlo.

Empujó la bandeja con ruedas hasta la cama. Sus manos no temblaban, pero sí su pecho. Abrió el botiquín improvisado. Todo estaba allí: los instrumentos, los líquidos, las gasas.

Inspeccionó la herida. No era tan grave como había imaginado. Quizá se había hecho a la idea de lo peor. O quizá había algo de suerte, por fin. La sangre había cesado un poco, y el tajo, aunque profundo, parecía limpio.

—Vamos a hacer esto rápido, amor —le dijo a Ana, que lo miraba con los ojos entreabiertos—. Pero necesito que intentes no hacer ruido... por Leo.

Ana asintió. Apenas audible.

Bruno sacó una pastilla antiinflamatoria y otra antibiótica. Se las dio con un poco de agua.

—Esto es para que tu cuerpo empiece a pelear desde dentro.

Luego preparó la jeringa. La anestesia. El líquido entró en la aguja, y esta en la piel. Ana se tensó, pero no dijo nada.

Esperaron.

Dos minutos que se hicieron eternos. Sus miradas cruzadas. Todo lo que no se decían, flotando en ese silencio cargado.

Bruno pellizcó suavemente la piel alrededor de la herida.

—¿Sientes?

Ana negó.

Mintió.

Bruno lo supo. Lo supo por la forma en que le temblaron los párpados. Pero también supo que necesitaba hacerlo. Necesitaba terminar cuanto antes.

Así que empezó.

Limpió con betadine. Desinfectó a fondo. Preparó la aguja quirúrgica, la esterilizó de nuevo por seguridad. Y comenzó a coser.

Punto a punto.

Ana apretó los dientes. Los puños. Los ojos.

Cada puntada era un golpe de realidad. De este nuevo mundo donde ya no había doctores. Donde el amor también dolía, también se cosía.

Bruno no sabía si lo estaba haciendo bien. Solo sabía que tenía que hacerlo.

Cuando terminó, aplicó una última limpieza. Colocó gasas. Vendó con precisión, haciendo un nudo firme alrededor de su cintura. Ana se dejó caer, al fin. Exhausta. Sudorosa. Dormida.

Bruno se inclinó y la besó en la frente.

—Por favor —susurró—. Vuelve a despertar.

Salió del cuarto con las manos manchadas. El cuerpo tenso.

Abrió la puerta del baño. Alba seguía cantando en voz baja con Leo, que movía las manos como si dirigiera una orquesta invisible.

Pero al verlo...

—¿Esa sangre...? —preguntó Leo, asustado—. ¿De quién es esa sangre, papá?

Bruno bajó la vista. Las palmas, los dedos, rojos. No había pensado en eso.

—No es sangre, Leo —dijo rápido—. Mira.

Fue al lavamanos, se limpió las manos con trapos húmedos .Volvió con el botecito de betadine.

—Esto es para curar a mamá. Mira.

Le manchó un dedo con suavidad. Una gota ámbar, que brillaba bajo la tenue luz de la linterna.

—Esto es medicina, ¿ves? Mamá está dormida... curándose con esto.

Leo asintió. No del todo convencido. Pero sí un poco más tranquilo.

Y Bruno, en ese momento, supo que había superado una montaña. Y que aún le quedaban muchas más por delante.

——

Bruno volvió a mirar su reloj de mano: 5:20 a.m.

Parpadeó, sorprendido. Había pasado casi una hora sin darse cuenta. Entre el esfuerzo, la tensión y el agotamiento, el tiempo se le había escurrido como agua entre los dedos.

Se giró hacia Alba y Leo. Ambos estaban sentados, ojerosos, con los párpados pesando como losas. Lo notó en su postura, en la forma en que Leo se frotaba los ojos, en el silencio repentino de Alba, como si el cuerpo les estuviera pidiendo tregua.

—Vamos, pequeños —murmuró—. Tenéis que dormir un poco.

Rebuscó en la habitación y arrastró un sillón volcado por la anterior inversión. Lo estiró como pudo, usando unas mantas que había encontrado al fondo del armario. Creó un rincón improvisado, con almohadas torcidas y una sábana medio limpia.

Alba ayudó a Leo a tumbarse. Luego, ella misma se acurrucó junto a él, con una de sus manos sobre el pecho del niño, como si pudiera protegerlo incluso en sueños.

Bruno los observó un instante. Había en esa escena una paz que dolía. Como si la herida de Ana —ahora cosida, ahora envuelta en gasas— hubiera sido el peso que sostenía su vigilia, y al quitarlo, sus cuerpos se hubieran rendido.

Se dejó caer en una silla, vieja, maltrecha, pero estable. Apoyó la espalda, los codos en las rodillas, la cabeza entre las manos. Cerró los ojos un instante... pero no para dormir.

Pensó en sus padres.

¿Dónde estarían ahora?

¿Habrían sobrevivido?

¿Habrían sentido también ese momento en que la tierra dejó de ser la tierra?

Se los imaginó atrapados en su casa, en medio del campo. Quizás su padre intentando sujetar los muebles, su madre rezando bajito como solía hacer cuando venía tormenta. Pero esto no era una tormenta. Era otra cosa. Algo sin nombre.

Pensó también en la granja. En los animales. En las herramientas colgadas en la pared. En el eco del gallinero vacío.

Y luego pensó en todo lo que había pasado en apenas un día.

El mundo, al revés.

El suelo, convertido en cielo.

Un hombre que casi le arrebata la vida de su mujer.

La herida.

La sangre.

La cura improvisada.

Su hermana, valiente.

Su hijo, demasiado pequeño para entender todo, pero lo suficientemente grande para sufrirlo.

"Cómo ha cambiado todo", pensó.

Y sin embargo, seguía ahí.

Ellos seguían ahí.

Eso tenía que significar algo.

Respiró hondo. Apoyó la cabeza contra la pared. Sintió que el cuerpo, por fin, lo abandonaba.

Y se quedó dormido.

No bien.

No profundamente.

Pero lo justo para no quebrarse por dentro.

Y por un rato, durmió.

——

El sueño fue breve.

Demasiado.

Un calor en la cara. Un resplandor rojizo.

El sol.

Bruno abrió los ojos justo cuando un reflejo ardía en su rostro. Pero no fue la luz lo que lo despertó por completo, sino algo más. Una incomodidad nueva. Una presión, sutil al principio... luego más clara. Más pesada.

Como si el mundo, otra vez, comenzara a inclinarse.

Se incorporó de golpe.

—¡Mierda! —exclamó, mientras la silla crujía bajo su peso.

Ana.

Alba.

Leo.

¡La inversión!

—¡Despertad! —gritó, corriendo hacia la cama—. ¡Está pasando otra vez!

Leo ya estaba sentado, asustado.

—¡Papá!

Bruno no respondió. No con palabras. Ya estaba junto a Ana, la tomó con fuerza en brazos justo cuando los objetos pequeños de la habitación —una bandeja, unas gasas, un vaso de plástico— empezaban a deslizarse por el suelo como si huyeran.

Todo se movía hacia la pared opuesta. La presión era oblicua. Rara. No vertical, sino lateral.

El hospital se deshacía en un derrape invisible.

—¡Alba! —gritó—. ¡Al pasillo ya!

Ella entendió al instante.

Tomó a Leo entre brazos y saltó casi de lado hacia el pasillo donde estaba la puerta del baño, justo antes de la entrada principal. Bruno se dejó llevar con Ana como si descendiera por un tobogán invisible.

El suelo —que ya no era suelo— los empujaba, y acabaron los cuatro en un hueco estrecho: el marco del pasillo y la esquina, ahora convertidos en su trinchera. El mundo se doblaba a su alrededor, crujía.

Un estruendo: la cama, deslizándose con fuerza, quedó encajada justo en la entrada del pasillo. Atascada. Como una compuerta que bloqueaba el caos.

Bruno sintió cómo su cuerpo se desplazaba lentamente hasta caer al techo, ahora el nuevo suelo.

Alba cayó a su lado, aún abrazando a Leo.

Ana rodó en sus brazos con suavidad, protegida por su cuerpo.

Y luego... silencio.

La inversión había concluido.

Otra vez... estaban del revés.

Bruno fue el primero en incorporarse.

—Ya está —dijo, con la voz temblorosa pero firme—. Ya ha pasado.

Se volvió hacia Ana, le apartó un mechón de cabello pegado al rostro por el sudor.

—Volvemos a estar invertidos —susurró, con una sonrisa rota—. Pero estás viva. Y estás curada.

Sacó el reloj de su bolsillo. 11:04 a.m.

La predicción había sido exacta.

—Tenían razón... —murmuró—. Hay personas ahí fuera que saben lo que está pasando.

Miró a Alba, luego a Leo, y finalmente a Ana, que respiraba con los ojos cerrados pero serenos.

—Estamos a salvo aquí. Y tú, Ana... estás curada.

Se inclinó para comprobar la herida. Limpió el borde con delicadeza. Las gasas seguían limpias. La costura aguantaba.

Todo había salido bien.

Y por primera vez desde que el mundo se volvió del revés, Bruno se permitió creer que quizá... solo quizá... podrían seguir adelante.