Capítulo 4: La Casa de los Susurros
Volver a ese lugar no fue sencillo. Daniel se paró en medio de lo que alguna vez fue la sala, con el corazón martillando en el pecho, el aire olía a tierra húmeda. El silencio del lugar era antinatural, no había pájaros, ni viento, ni siquiera insectos, como si todo ser viviente evitara entrar a este espacio. Daniel cerró los ojos y trató de imaginar cómo se veía en su infancia. Recordó el sofá verde, la lámpara de pie, la risa de su madre, y luego, el grito. El cual había estado sepultado durante tantos años.
Avanzó hasta donde recordaba que estaba el baño, lugar donde su madre murió, el suelo estaba cubierto de raíces, pero al pisarlas, sintió una punzada en el estómago. Una visión repentina lo invadió, la bañera llena de sangre, su madre temblando mientras cantaba una canción de cuna que nunca terminaba. Y en la puerta, una figura oscura, mirando, sin hacer nada.
Daniel cayó de rodillas y vomitó. Algo se quebraba dentro de él, ya no sabía si lo que veía eran recuerdos, sueños o delirios inducidos por la entidad. Pero sí sabía, que de algún modo, todo comenzó aquí, esta tierra estaba marcada. Un sitio donde lo real y lo espectral se tocaban, entonces lo escuchó, un crujido, giró la cabeza y lo vio. Parado sobre los restos del marco de la puerta, estaba el ser alado. No se movía, no respiraba, solo lo observaba con esos ojos huecos, como dos pozos sin fondo. Esta vez, Daniel no huyó, se levantó, tembloroso, y habló. —¿Qué eres?—Su voz salió apenas como un susurro, pero fue suficiente.
La figura extendió lentamente sus alas. Una sombra se arrastró desde sus pies, oscureciendo el suelo como un derrame de tinta. —Soy lo que nace del dolor no resuelto—, Respondió con una voz que sonaba como si mil personas hablaran al mismo tiempo. —Soy el eco de tu culpa, la herida que no cerró. Fuiste testigo, ahora eres heraldo—. Daniel trato de retroceder, pero sus pies no obedecían, su cuerpo temblaba, paralizado dijo. —¿Por qué yo?, ¿Por qué sigues mostrándome esto?—La figura se inclinó levemente, sonriendo con una bocaz llena de sangre. —Porque tú no la salvaste, porque tú cerraste los ojos, porque en lo más profundo, querías olvidar, y yo me alimenté de eso—.
De repente, Daniel vio su reflejo en un charco entre las ruinas. Pero no era él, era la figura, sus alas, sus ojos vacíos, su silueta alargada, era como si poco a poco se estuvieran fundiendo. Cada muerte, cada sueño, cada recuerdo, lo acercaba más a ser el próximo portador de la maldición. El suelo tembló ligeramente, daniel cayó al suelo, y por un instante, se sintió como un niño de nuevo. Vulnerable, y roto, escuchando la canción de cuna de su madre, suave, y envolvente, hasta que se volvió un canto gutural, e incomprensible. Entendió que no bastaba con recordar, tenía que aceptar, enfrentar lo que no hizo, lo que su mente ocultó para sobrevivir. Y así, entre las ruinas y las sombras, Daniel se levantó con la determinación de alguien que ha cruzado un umbral. El cuervo de la ceniza no se había ido, solo estaba esperando y ahora, más que nunca, lo sentía muy dentro.