Capítulo 3: La Mentira de la Realidad

A veces, las sombras que se arrastran por las paredes de la casa me parecen más reales que las personas que las habitan. A veces, incluso las escucho susurrar mi nombre, como si pudieran ver a través de mí, como si supieran lo que pasa en mi cabeza.

Esa mañana, la luz que se filtraba por la ventana era fría, casi hiriente. El sol ya no me ofrecía consuelo. El calor de la tarde había desaparecido, al igual que el calor de las relaciones humanas que alguna vez creí que tenía. ¿Cuándo fue que todo cambió? ¿Cuándo fue que perdí la conexión con el mundo?

Mi madre se acercó nuevamente, con una taza de café en las manos, su rostro reflejando una preocupación que me resultaba insoportable. "¿Cómo te sientes hoy?", preguntó, pero ya sabía que no importaba lo que respondiera. ¿Cómo podía decirle que sentía que la vida me había dejado atrás? Que cada día era un desgaste constante y que mi alma ya no cabía en este mundo?

Mis palabras salieron vacías, como siempre. "Estoy bien, solo cansado". ¿Quién podría entenderlo? ¿Quién podría comprender que el cansancio no era físico, sino emocional? Que cada segundo que pasaba era una lucha por no perderme completamente, por no desaparecer entre las grietas de mi mente.

Mi perro, al que había llamado "Max", ya no estaba. Su muerte fue un golpe que me sumió aún más en la oscuridad. Era como si ella fuera la única que me entendiera, la única que me brindaba algo de consuelo en este mundo cruel. Y cuando se fue, algo dentro de mí también se fue. Un trozo de mi alma se quedó con ella, bajo la tierra fría. Desde entonces, las noches se sentían más largas, las horas más vacías, y la soledad, más pesada.

A veces, cuando camino por la casa, creo que escucho sus pasos. Pienso que está detrás de mí, esperando que me gire para mirarla. Pero al voltear, solo encuentro el eco de su ausencia. Y el dolor se renueva, una y otra vez.

Recibí otro mensaje de Elena, pero no lo abrí. No sabía qué decirle. No sabía si tenía derecho a compartir lo que sentía, no sabía si era justo arrastrar a otros a mi caos. Pero al mismo tiempo, algo dentro de mí deseaba que me entendiera, que me viera por lo que era: una persona rota, incapaz de encontrar la salida.

Lo que más me atormentaba era la pregunta constante que me rondaba: ¿por qué sigo aquí? A veces siento que mi existencia es una broma macabra. Como si no hubiera lugar para mí en un mundo que avanza a paso firme mientras yo me quedo estancado en este abismo sin fin. Las voces dentro de mi cabeza, esas voces que me acompañan todo el tiempo, me dicen que lo mejor sería dejarlo todo, desaparecer, escapar de este sufrimiento.

Pero al mismo tiempo, un pequeño rincón de mi ser sigue luchando. Quizá sea el mismo rincón que solía usar para aferrarme a mis sueños, esos momentos en los que todo parecía posible, todo parecía... real. Mis sueños. En ellos, por fin me siento en paz. En ellos, las sombras se disipan, y soy libre, sin el peso de la tristeza que me ahoga cuando estoy despierto. Me encuentro en espacios amplios y luminosos, con una estética que me resulta casi nostálgica, como si estuviera volando por encima de todo, sin ataduras, sin dolor.

Pero luego, despierto. Y con el despertar viene la cruda realidad: la soledad, la depresión, las alucinaciones. Todo regresa más fuerte que nunca, y siento cómo me consume lentamente, como si no hubiera manera de escapar. ¿Por qué me aferraba a mis sueños si todo lo demás me arrastraba al vacío?

Esa pregunta se convirtió en un eco constante en mi cabeza, y aunque intentaba ignorarla, no podía. La gente que se preocupaba por mí seguía ahí, pero su preocupación no era suficiente. No lo era porque mi mente me decía que no merecía la salvación, que todo lo que había hecho en la vida había sido en vano. Mis recuerdos de felicidad parecían desvanecerse en la niebla, y la única constante era este dolor interminable.

Cada día se sentía más como una condena. Pero dentro de mí, seguía buscando algo, alguna chispa de esperanza, aunque sabía que las posibilidades de encontrarla eran mínimas. ¿Qué quedaba cuando los sueños desaparecían? ¿Qué quedaba cuando ya no podías confiar en la gente que te rodea?

Pasaron los días sin que yo siquiera lo notara. Las horas se fundían en una especie de niebla densa, y la realidad parecía un lugar distante, al que nunca podría llegar. Los días se volvían más oscuros, y mi mente más desquiciada. Alucinaba más. La gente que me rodeaba se volvía figuras difusas, borrosas, como si mi mente estuviera distorsionando la realidad para protegerme del dolor que ya no podía manejar.

Era como si viviera en una especie de limbo. Ni completamente vivo ni completamente muerto. Y me preguntaba si era esa la condena a la que estaba destinado. A vivir entre las sombras, a buscar algo que no sabía si existía.

Pero aún, en lo más profundo de mi ser, algo me empujaba a seguir adelante. A seguir buscando respuestas, aunque sabía que esas respuestas nunca llegarían.