La mañana comenzó como todas las demás, con el sonido del reloj despertador sonando a lo lejos, una llamada constante a una realidad que ya no me interesaba. Los rayos de sol entraban tímidamente por la ventana, pero no tenía fuerzas para moverme de la cama. El peso de las sábanas parecía ser lo único que podía sostenerme en este mundo gris.
Escuché las voces de mi madre y mi hermano en la cocina. El sonido de la cafetera y el tintineo de los platos me llegaron a los oídos, pero no me dieron consuelo. La casa, que alguna vez estuvo llena de risas y caos, ahora solo era un vacío ruidoso. Mi madre, preocupada como siempre, entró en mi habitación sin golpear, como si supiera que no importaba si estaba despierto o no.
—¿Cómo te sientes, hijo? —preguntó con esa suavidad que solo ella tenía, pero su tono estaba cargado de una preocupación tan profunda que me dolía escucharla. No quería verla así.
—Bien —respondí, como siempre, mientras miraba al techo. La verdad es que no tenía ganas de hablar. Ni de sentir.
Me senté en la cama, mirando el espacio vacío frente a mí. Sabía lo que esperaba: que dijera algo más, que la tranquilizara. Pero mis palabras no eran suficiente. Nada lo era.
—Ayer no comiste nada, ¿sabes? —su voz tembló un poco, como si estuviera a punto de quebrarse. Estaba cansada. Estaba tan cansada de tratar de hacerme ver que la vida podía ser diferente. Y yo, en mi indiferencia, solo le ofrecí un gesto vago con la mano, como si no importara.
Me quedé en silencio. Ella también lo estaba, esperando quizás que mis palabras fueran las que rompieran el hielo, que le dijera algo que la calmara. Pero yo no podía.
—Voy a preparar algo para ti —dijo al final, con una mezcla de frustración y amor. Pero antes de salir de la habitación, se detuvo. Su mirada me perforó el alma, y por un momento, pensé que podía ver a través de mí. Como si viera lo que no podía decir, lo que no podía expresar.
—Si necesitas hablar, hijo... —comenzó, pero se detuvo, insegura, sabiendo que sus palabras nunca alcanzarían el lugar al que quería llegar.
—Lo sé —respondí, no porque realmente lo supiera, sino porque no sabía cómo decir que no había nada que hablar. Que no quedaba nada de mí para compartir.
Mi hermano, como si el caos en casa fuera invisible para él, entró con una sonrisa que no encajaba en este lugar. Tenía su desayuno en las manos, y aunque parecía feliz, podía ver en sus ojos una sombra que antes no estaba allí. Sabía que me miraba, sabía que notaba mi vacío, pero no sabía cómo preguntar. En vez de eso, me miró con esa actitud que solo un hermano mayor puede tener: “Todo va a estar bien”.
—¿Vas a salir hoy? —me preguntó con tono casual, pero el miedo era evidente en sus palabras. Sabía que no salía mucho, pero, aún así, esperaba que lo hiciera, como si pensar que saldría de casa pudiera arreglar algo. La verdad era que no sabía si podía salir. No sabía si tenía fuerzas para enfrentar el mundo fuera de estas paredes.
—No lo sé —respondí con un suspiro. No podía explicarle lo que sentía. No podía explicarle cómo me sentía atrapado, cómo mi mente se ahogaba cada vez más en este océano de pensamientos oscuros y sin salida. No podía decirle que no me importaba salir, que la idea de interactuar con otros me hacía sentir más vacío aún.
Mi madre regresó poco después con un plato de sopa caliente. Puso la bandeja sobre mi mesa de noche, y se quedó allí de pie, mirándome, esperando a que tomara la cuchara. Yo no podía, no quería. No había apetito. Solo había espacio vacío en mi interior.
—Come algo, por favor —dijo, con la voz temblorosa. Sabía que estaba desesperada. Desesperada por hacerme sentir mejor, por hacerme sentir que la vida valía la pena.
—No tengo hambre —respondí, con la mirada fija en el plato.
Ella se quedó en silencio, observándome como si esperara que algo dentro de mí reaccionara. Pero no lo hice. No había nada que reaccionara. Solo había silencio, un vacío sin fin que no se llenaba con palabras ni con gestos.
Mi hermano se acercó a la puerta, pero antes de salir, se giró hacia mí. Vi cómo su rostro se arrugaba ligeramente, como si estuviera conteniendo las palabras. Finalmente, las soltó:
—¿Por qué no te abres? Sabes que te preocupamos, ¿verdad?
Esas palabras me golpearon. No sabía qué responder. No podía hacer que entendiera que no era algo tan simple como preocuparse. Que la gente a mi alrededor no podía hacer nada para aliviar el dolor que me consumía por dentro.
—Lo sé —respondí, sin mirarlo, sin poder decir nada más. Pero en su rostro vi que no comprendía. ¿Cómo podía comprender algo que ni siquiera yo entendía?
La puerta se cerró tras él, y el silencio volvió a apoderarse de la habitación. Ya no podía escapar de él. Las voces en mi cabeza comenzaron a hablar más fuerte. Mi madre me preocupaba, mi hermano también. Pero no importaba. Nada importaba. Las alucinaciones comenzaron a tomar forma, y no sabía si las estaba imaginando o si realmente estaba perdiendo el contacto con la realidad.
De repente, en la esquina de la habitación, vi una figura. ¿Era Luna? No, no podía ser. Me froté los ojos. Pero estaba allí, como si nunca se hubiera ido. Su mirada era tan tranquila, tan serena, que casi podía escuchar su respiración. Me levanté lentamente de la cama y me acerqué a ella.
—¿Luna? —susurré, extendiendo la mano. Pero, cuando mi mano tocó el aire vacío, su figura se desvaneció, dejándome con el mismo vacío que sentía en mi interior.
Caí de rodillas en el suelo, y las lágrimas comenzaron a caer sin control. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que seguir viviendo de esta manera?
El dolor ya no era solo físico. Era emocional, psicológico, un sufrimiento que me devoraba desde adentro. Y, mientras la oscuridad me rodeaba, me di cuenta de que estaba completamente solo.