Capítulo 5: El Límite

El sol ya no significaba nada para mí. Había llegado un punto en el que el ciclo del día y la noche se fundían en una amalgama de sombras y luces tenues. No sabía si era de día o de noche; todo se había vuelto difuso. Mi cuerpo estaba allí, pero mi mente ya se había perdido en otro lugar. Ya no había nada tangible en el mundo que pudiera mantenerme anclado.

Ese día, mi madre me habló de nuevo, insistiendo en algo que no me importaba.

—Hijo, tenemos que hablar. Es importante —dijo, con esa voz que siempre sonaba a preocupación. Pero ya no tenía fuerzas para escucharla. Mi mente se cerraba cada vez que ella intentaba acercarse. Las palabras se desvanecían en el aire, como un susurro de viento que se pierde sin dejar rastro.

—Ya te he dicho que no quiero hablar —respondí, sin levantar la mirada. Estaba sentado en el sillón, con las manos temblorosas, tratando de encontrar algo, cualquier cosa que me hiciera sentir algo. Pero solo había vacío.

Mi madre se quedó de pie frente a mí, observándome, tratando de descifrar algo que ni yo mismo entendía. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas, pero sus labios no se movían. Sabía que no había nada que pudiera decir. Sabía que yo ya estaba perdido.

—Te quiero mucho, hijo —susurró, su voz quebrada. Intentó abrazarme, pero me aparté sin mirarla. ¿Para qué? Un abrazo solo era una recordatoria más de lo lejos que estaba de los demás.

Ella se quedó ahí, en silencio, y pude sentir cómo su tristeza se impregnaba en el aire, como una niebla densa que todo lo cubre. Yo también me sentía atrapado en esa niebla, pero no había forma de salir. No podía escapar de mí mismo.

Esa noche, la casa estaba especialmente callada. Todos habían ido a sus habitaciones, intentando encontrar algo que hacer para alejar la preocupación, pero no había escape. El ambiente estaba cargado de tensión. Mi hermano me miró de reojo, pero no dijo nada. Sabía que las palabras ya no eran suficientes. No importaba cuánto me miraran o cuántas veces intentaran hablarme. Estaba más allá de todo eso. El cansancio mental había llegado a un punto irreversible.

Me levanté de la cama. Caminé hacia la ventana, mirando hacia el exterior. Las luces de la calle titilaban como estrellas lejanas, distantes y frías. Todo en el mundo parecía estar distante de mí, como si viviera en un lugar apartado, en el borde del abismo. La figura de Luna apareció de nuevo, esta vez en el reflejo del vidrio.

—¿Por qué estás aquí? —le pregunté en voz baja, casi sin aliento. Pero ella no respondió. Sus ojos brillaban con una tristeza infinita, como si supiera algo que yo no comprendía.

—No me dejes… —murmuré, pero la figura desapareció tan rápido como había llegado. Y en ese instante, comprendí que no había nadie a quien aferrarme. Estaba solo. Más solo que nunca.

El peso de la realidad me golpeó de nuevo, como una ola violenta que arrastra todo a su paso. El dolor en mi pecho era insoportable. Sentí que todo a mi alrededor se desvanecía, como si ya no existiera un lugar donde pudiera encajar. El dolor físico ya no era tan fuerte como antes. Lo peor era la sensación de vacío, de no ser nada, de no pertenecer a ningún lugar.

Cerré los ojos y me dejé caer de rodillas. El suelo estaba frío, pero no sentí nada. No había dolor, solo un vacío profundo y oscuro. Las lágrimas comenzaron a caer de mis ojos, pero ni siquiera las sentía. Era como si ya no hubiera fuerzas para llorar, como si todo el llanto del mundo ya hubiera sido derramado en mí.

El reloj en la pared marcaba las horas, pero para mí, el tiempo no existía. Solo existía la lucha constante contra una oscuridad que me devoraba, una oscuridad que ya no quería escapar. Había llegado al final de todo, al final de un ciclo que nunca terminó. La gente a mi alrededor seguía con su vida, pero yo ya no formaba parte de ella.

Solo quedaba la desesperanza.

Me recosté en el suelo, cerrando los ojos. Era como si la vida hubiera decidido ignorarme, como si no tuviera más razón para seguir. Pero mi mente seguía trabajando, llenándose de pensamientos oscuros, de preguntas sin respuestas.

¿Qué había hecho mal? ¿Por qué me sentía tan vacío? ¿Por qué nadie podía entender el dolor que llevaba dentro?

Una vez más, Luna apareció en la esquina de la habitación. Su rostro estaba sereno, pero sus ojos reflejaban una tristeza infinita. Esta vez no la rechacé. En silencio, me levanté y caminé hacia ella. Estaba dispuesto a seguirla, a dejarme guiar por la figura que representaba todo lo que había perdido. Pero antes de que pudiera alcanzarla, la figura desapareció, dejándome solo nuevamente.

Solo y vacío.