La mañana comenzó como todas las demás, fría y sin aliento. La luz del sol no era suficiente para calentar el espacio vacío de mi habitación. Me senté en la cama, mirando al frente, mientras las sombras de la noche se desvanecían lentamente. El día comenzaba a romperse en pedazos de luz que no llegaban a tocarme. ¿De qué servía la luz si mi corazón seguía cubierto por una capa de oscuridad?
Mi mente no encontraba paz. A pesar de todo lo que había vivido, a pesar de que las horas pasaban lentamente, nada cambiaba. ¿Para qué seguir? ¿Para qué respirar si el aire ya no tenía sabor? Mis pensamientos, esas alucinaciones que comenzaban a tomar forma, me empujaban a un rincón oscuro donde solo yo existía, sin nadie más.
Bajé las escaleras, mi cuerpo arrastrándose por inercia. Mi familia estaba ahí, pero sus rostros no me decían nada. Solo los veía como figuras borrosas en una escena que no podía tocar. Mi madre, que siempre intentaba acercarse, me miró con una expresión que me dolió más que cualquier palabra. Un intento de cariño, un intento de que el silencio se rompiera, pero no podía responderle. No sabía cómo.
"¿Estás bien?" me preguntó con voz suave, pero la pregunta se perdió en el aire, como una palabra vacía. Lo estaba intentando, lo veía, pero yo no podía. Ya no podía.
Asentí levemente, un gesto automático, pero sin significado. No podía mentirles, pero tampoco podía decir la verdad. Me quedé en silencio, mirando al suelo, como si todo lo que necesitaba estaba ahí, justo frente a mí, pero jamás podría alcanzarlo.
"Solo necesitas descansar", dijo mi padre desde el otro lado de la mesa, tratando de crear un espacio de calma que ya no existía en nuestra casa. Lo único que podía hacer era asentir una vez más, sin mirar a nadie, sin buscar respuestas. No las había.
De repente, algo extraño ocurrió. Algo que no había esperado. Mi mente se desvió a un pensamiento absurdo: y si todo esto es un sueño, y si esto que estoy sintiendo no es real, sino solo una alucinación? Era extraño, pero el pensamiento persistió. Recordé a mi perro, aquel compañero leal que se fue demasiado pronto. Aunque su cuerpo ya no estaba, mi mente aún lo mantenía vivo en el espacio de mi memoria. Y ahora, viéndome a mí mismo, observando cómo me movía por la casa, me di cuenta de algo aterrador: ¿y si yo tampoco soy real?
No podía dejar de pensar en ello. ¿Quién era yo realmente? Si las alucinaciones que me atormentaban podían crear mundos enteros, ¿por qué no podrían crearme a mí también? ¿Y si nunca había existido fuera de la mente de alguien más? Mis pensamientos se apoderaron de mí, una oleada de dudas y confusión que no podía evitar. Pero no podía compartir esto con ellos. Mi familia no merecía ser arrastrada a mi locura.
Pasé el día deambulando por la casa, sintiendo que mi cuerpo no me pertenecía, como si estuviera atrapado en una cárcel sin barrotes, pero igualmente prisionero. La gente a mi alrededor, aunque me hablaban, se sentían cada vez más lejanas. Todo lo que veía, todo lo que tocaba, ya no tenía sentido. Me sentía como una sombra, caminando por un mundo que no me pertenecía. Todo lo que había conocido se desvaneció en un mar de incertidumbre.
Llegó la noche y me senté en mi habitación, mirando el techo. Las luces se apagaron, y me quedé solo en la oscuridad. Pensé en lo que podría haber sido, en los sueños que nunca se concretaron, en las risas que nunca compartí. Pero lo peor de todo no era lo que había perdido, sino lo que había dejado de sentir. Ya no podía conectar con la realidad. La soledad me rodeaba, pero más allá de la soledad física, había una soledad mucho más profunda: la soledad de un alma atrapada, de una mente perdida.
El perro... Lo recordé de nuevo, la imagen de él corriendo a mi lado. Aunque ya no estaba allí, su recuerdo era lo único que me quedaba, lo único que aún me conectaba a algo. Pero ahora, esa imagen también comenzaba a desvanecerse, como si todo lo que alguna vez fue real estuviera desmoronándose a mi alrededor.
Y en ese momento, sentí un miedo profundo. No al futuro, ni a la muerte, sino al vacío que se estaba apoderando de mí. Era como si todo lo que conocía estuviera desmoronándose, y yo simplemente no pudiera detenerlo.
Me recosté en la cama, las lágrimas surcando mi rostro sin que pudiera hacer nada para detenerlas. Pensé que tal vez el fin estaba cerca, que quizás esto sería todo. Y aunque, en el fondo, sabía que la paz no vendría de una forma que pudiera entender, me aferré a un último pensamiento, uno que me dolía profundamente: tal vez mis sueños fueran lo único real que me quedaba.