La lluvia caía con fuerza esa tarde. Cada gota golpeaba el techo como si el cielo quisiera hablarme, como si gritara por mí. Me senté en el sofá, encorvado, con la mirada clavada en el suelo. La televisión estaba encendida, pero no veía nada. Solo escuchaba el eco de mis pensamientos... y la voz de mi madre.
—Hijo… —dijo desde la cocina, suave, temblorosa— ¿puedes venir un momento?
No respondí. No podía. No tenía fuerzas. Ella apareció en la sala con un plato en las manos, pero más que el plato, lo que me dolió fue verla. Sus ojos. Cansados. Tristes. Llenos de preocupación. Se sentó a mi lado y dejó el plato sobre la mesa.
—Comé algo, por favor. No has comido nada desde ayer…
No la miré. Me dolía mirarla. Me hacía sentir más roto.
—Estoy bien, mamá —mentí, con una voz que apenas se escuchaba.
Ella se quedó en silencio unos segundos, y luego dijo algo que me desgarró por dentro:
—No lo estás. Yo te parí, yo te conozco… tú no estás bien. Y yo no sé qué hacer para ayudarte, hijo… —Su voz se quebró—. Me siento inútil.
Entonces la miré. Por primera vez en días. Y lo vi: ese amor tan grande que le dolía. Esa forma de mirarme como si estuviera perdiéndome poco a poco. No supe qué decirle. Mi garganta se cerró, y solo pude soltar una palabra:
—Perdón…
Ella se acercó, me abrazó, fuerte. Sentí su calor, sentí su corazón latiendo. Era real. No era una alucinación. Era ella. Y por un momento, solo por ese momento, me sentí humano otra vez. Me sentí hijo.
—No tienes que pedirme perdón —susurró—. Yo solo quiero que vuelvas a estar bien. No me importa cuánto tiempo tome, solo… solo quédate. No te vayas.
Me aferré a ese abrazo como si fuera lo único que me sostenía. Tal vez lo era. Ella era mi último lazo con este mundo. El único que me quedaba firme.
Pero incluso en medio de ese abrazo, mis pensamientos volvían a sabotearme. La oscuridad dentro de mí me susurraba que era una carga, que estaba arruinando a la única persona que me amaba de verdad. Y aunque trataba de ignorarlo, era difícil.
Esa noche, cuando subí a mi cuarto, pensé en todo. En ella. En Luna, esa figura casi fantasmal que aparecía en mis sueños y a veces en mis pensamientos, como si fuera una amiga que nunca existió. ¿Era real alguna vez? No lo sabía. Pero la idea de que incluso mis propios recuerdos eran una mezcla de verdad y delirio me asustaba.
Mientras la casa dormía, me acerqué a la puerta del cuarto de mi madre. Estaba entreabierta. La vi dormida, con el rostro hacia mí. Y aunque su respiración era tranquila, vi una lágrima en su mejilla. Dormía llorando. Por mí.
Me alejé en silencio, con el pecho apretado. Si no fuera por ella, probablemente ya no estaría aquí. Si algo me quedaba, era por ella.
Esa noche soñé con Luna. Estábamos en un lugar vacío, con paredes blancas infinitas y un cielo suave, lleno de luz extraña. Ella me miró con dulzura y dijo:
—Ella te ama más de lo que crees. No la dejes sola.
Desperté de golpe. Respirando rápido. Y por primera vez, decidí escribir. No sabía qué, no sabía por qué. Solo tomé una hoja y empecé con una frase: Gracias por no rendirte conmigo, mamá.