Capítulo 10: Sombras y ecos

La mañana llegó, pero yo no la sentí.

No sé cómo terminé sentado en la sala, con la televisión encendida mostrando solo estática. No recordaba haberla prendido. No recordaba nada.

Entonces mamá apareció. Caminó lento, como si tuviera miedo de romper el silencio.

Se sentó a mi lado, pero no dijo nada. Solo me miró, y sus ojos… sus ojos lo decían todo. Estaban llenos de amor, pero también de miedo. De desesperación. Como si ella supiera que me estaba perdiendo en algún lugar al que no podía seguirme.

Yo quise decir algo. Pedir ayuda. Abrazarla. Llorar.

Pero la voz no me salía. Era como si mi garganta estuviera llena de piedras.

Pasaron minutos, o tal vez horas. Luego, mamá tomó mi mano. Era cálida. Real.

—Estoy aquí —susurró—. Siempre voy a estar aquí.

Ese pequeño gesto rompió algo dentro de mí.

De repente vi todo. Como si el tiempo hubiera colapsado sobre mí: a Luna, al perro, a mi niñez, a los días felices, a los días grises, a los sueños imposibles… y a mamá, siempre a mamá, como una luz que nunca me dejó.

Lloré. Lloré como no lloraba desde que era un niño.

Y mamá no dijo nada más. Solo me abrazó. Ese abrazo que yo había olvidado que existía.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí que no estaba solo.

Esa noche, cuando me acosté, Luna vino a mí en sueños.

No estaba en los espacios azules, ni en ciudades flotantes. Esta vez era solo ella, de pie en una colina bajo un cielo anaranjado.

Se acercó, me abrazó y me dijo algo al oído:

—Recuerda quién eres. No dejes que el dolor borre tu nombre.

Cuando desperté, el cielo estaba gris y llovía.

Pero yo sonreí un poco.

Tal vez… solo tal vez… todavía había algo por lo cual quedarse.