Los días siguientes fueron distintos. No felices… pero distintos.
Empecé a levantarme un poco más temprano. A caminar con mamá por el parque, aunque fuera en silencio. A comer aunque no tuviera hambre. Era como si intentara recordar cómo vivir.
Luna ya no aparecía tanto en mis sueños. Ahora soñaba con cosas pequeñas: un vaso de agua fría, un cuarto ordenado, una canción vieja sonando en una radio. Todo se sentía tan frágil… pero al menos no dolía tanto.
Mamá sonreía más cuando me veía. Me hablaba de cosas del día, me contaba historias de cuando era niño. A veces hasta reíamos, aunque fuera por segundos.
Y eso me hizo pensar… tal vez sí se podía. Tal vez podía salir de esto.
Pero luego llegó el día gris.
Fue de repente.
Una llamada. Una noticia.
Mi Abuela, la única que también me entendía, había fallecido. Un infarto. Rápido. Silencioso.
Y todo se vino abajo.
No pude respirar.
La ansiedad me devoró.
Mamá intentó hablarme, pero yo ya no estaba. Me encerré en mi cuarto por tres días. No comí. No bebí. Solo me quedé allí, mirando la pared, deseando volver a los sueños que me daban paz.
El perro… lo escuché. Su ladrido.
Pero no estaba.
Solo era mi mente.
O tal vez era su espíritu… queriendo consolarme.
Luna volvió esa noche.
Me abrazó. Pero su rostro ya no tenía luz.
—Tú lo intentaste… —me dijo—, pero no puedes pelear solo para siempre.
Desperté con lágrimas secas en el rostro.
Mamá estaba dormida en la puerta de mi habitación, como si hubiera estado esperando todo ese tiempo.
Y supe entonces que la oscuridad nunca se va del todo.
Solo se esconde, esperando el momento justo para volver.