Los colores eran más vivos que nunca.
Estaba flotando sobre una ciudad enorme, llena de luces suaves, caminos limpios, cielos celestes sin sol. Todo era silencio. Paz. Un mundo frutiger aero, de esos que me abrazaban cuando más lo necesitaba. Allí, no existía el dolor… ni siquiera recordaba por qué estaba mal.
Hasta que la vi.
—Luna… —dije, sin pensar.
Ella sonrió. Tenía ese brillo en los ojos, como si supiera todo lo que me pasaba.
—Te estás perdiendo —dijo.
—¿Perdiendo? Esto es hermoso.
—No es real —respondió, su voz suave pero firme—. Elias te está llevando más lejos cada vez. Quiere que no regreses.
Me senté en una banca transparente, como hecha de cristal. Luna se sentó a mi lado.
—Él se disfraza de calma, pero es oscuridad —susurró—. Él es lo que construiste con tu dolor, tu soledad, tu culpa. Y ahora quiere quedarse con todo.
—Pero… sin él, estoy solo.
—No. Estás solo por él —me miró a los ojos—. Mamá aún te llama, ¿no la escuchas?
Sentí un zumbido. Voces borrosas. Gritos ahogados.
—Debes despertar —dijo Luna, y me tomó la mano—. Y debes sacarlo de ti.
Pero el cielo empezó a oscurecerse. Elias apareció al fondo, con su sonrisa torcida, caminando lentamente hacia nosotros.
—Te estás metiendo donde no te llamaron, Luna —dijo.
—No dejaré que lo destruyas —respondió ella, poniéndose delante de mí.
Todo empezó a temblar. Desperté sudando, con lágrimas en los ojos.
La habitación estaba en silencio… pero Elias estaba ahí.
Sentado. Sonriendo. Esperando.
Y yo… ya no sabía si seguía dormido.