Dormí. Pero fue uno de esos sueños que no quieren ser sueños.
Al principio, estaba en un campo abierto. El cielo era azul, y había ese silencio suave que solo aparece en las tardes sin prisa. Mi perro corría feliz entre la hierba. Yo reía. Mamá cocinaba en una casita al fondo. Todo se sentía… vivo.
Pero entonces, el cielo se empezó a oscurecer. Nubes deforme se movían como si alguien las soplara con rabia. El pasto se secó bajo mis pies. Mi perro dejó de correr. Me miró. Tenía miedo. Yo también.
Y ahí apareció Elias… en el horizonte, caminando lento.
—Tus recuerdos no te salvan, ¿ves? Son solo fantasmas. Mentiras que te cuentas para no aceptar lo que eres.
Sus manos tocaban todo y lo deshacían. Quemó la casita. Rompió el columpio. Incluso mi perro se desvaneció en polvo.
—Esto es lo que queda cuando cierras los ojos. Nada.
Yo caía de rodillas. No podía moverme. Sentía como si mi pecho se cerrara.
Entonces escuché algo… una canción suave. Casi como un eco perdido entre los escombros. Y vi una figura… Luna.
—¡No dejes que te quite tu luz! —gritó ella.
Se lanzó sobre Elias. Brillaba. Cada vez que lo tocaba, él gritaba y retrocedía. Yo cerré los ojos. Me abracé.
Pensé en mamá.
En su voz cuando decía mi nombre.
En su mano sobre mi frente cuando tenía fiebre.
En su "yo siempre estaré aquí, aunque no me veas".
Abrí los ojos.
Luna estaba de pie junto a mí. Elias ya no estaba.
El campo seguía seco. Pero el cielo... volvía a pintar algo de azul.
Desperté sudando. Con el corazón a mil. Pero también con una idea:
Aún hay algo que me pertenece.
Aún no estoy completamente roto.